sábado, 16 de enero de 2010

CAYO CALÍGULA

En el libro Los Doce Césares Cayo Suetonio TranquiloEscrito en el siglo II D.C.


I. Germánico, padre de C. Cesar e hijo de Druso y de Antonia la menor, fue adoptado por Tiberio, su tío paterno; ejerció la cuestura cinco años antes de los que ordenaban las leyes, e inmediatamente después el consulado. Enviado a Germania para tomar el mando del ejército, contuvo con tanta energía como fidelidad a todas las legiones que, a la noticia de la muerte de Augusto se negaban obstinadamente a reconocer a Tiberio por emperador, ofreciéndole a él mismo el mando supremo del Estado; venció poco después al enemigo, y regresó a Roma para recibir en ella los honores triunfales. Se le designó cónsul por segunda vez, pero antes de entrar en funciones fue, por decirlo así, expulsado de la ciudad por Tiberio, que lo envió a pacificar el Oriente. Después de haber vencido al rey de Armenia, redujo la Capadocia a provincia romana; murió en Antioquia, a la edad de treinta y cuatro años, de una enfermedad de consunción que dio lugar a sospechas de envenenamiento. En efecto, además de las manchas lívidas que le cubrían todo el cuerpo y la espuma que le salía de la boca, se advirtió, cuando le quemaron, que el corazón estaba intacto, lo que dio más veracidad a las sospechas, por creerse comúnmente que el corazón impregnado de veneno resiste al fuego.

II. Creyóse que murió víctima del odio de Tiberio, y merced a la activa complicidad de Cn. Pisón. Este Pisón. que estaba por aquella época investido del gobierno de la Siria, se creía obligado, según decía, por imperiosa necesidad, a ser enemigo del padre o del hijo, y no dejó ni un momento de inferir a Germánico, hasta durante su enfermedad, todo género de ultrajes con su conducta y sus palabras. Por esta causa, al regresar a Roma, estuvo a punto de que le despedazase el pueblo, viéndose luego condenado a muerte por el Senado.

III. Sabido es que Germánico poseía todas las mejores cualidades de cuerpo y espíritu, y en grado que nadie alcanzó jamás; poseía valor y belleza singulares; gran superioridad de elocuencia y saber en las lenguas griegas y latina; admirable bondad de alma, gran deseo de agradar y de que le amasen, y un maravilloso talento para conseguirlo. El único defecto que contrastaba con su belleza, era tener algo débiles las piernas; pero lo corrigió con la costumbre de montar a caballo después de las comidas. Luchó cuerpo a cuerpo con muchos enemigos, y a muchos mató por su mano. Defendió ante los jueces gran número de causas hasta después de conseguidos los honores del triunfo, y, como muestras de su cultura, nos ha dejado algunas comedias griegas. Mostrábase igualmente afable eh la vida pública y en la privada; entraba sin lictores en las ciudades libres y aliadas de Roma y dondequiera que veía la tumba de un grande hombre ofrecía sacrificios a sus manes. Quiso reunir en un solo sepulcro los huesos desde mucho tiempo dispersos, de los soldados degollados en la derrota de Varo, para lo cual los recogió por su mano y los llevó él mismo. Sólo oponía a sus detractores, fuera la que fuese la causa de su enemistad, dulzura y moderación. Pisón había hecho pedazos sus decretos y maltratado a sus clientes, y no le mostró resentimiento hasta que vio emplear contra él los maleficios y prácticas odiosas de religión; aun entonces limitase a renunciar públicamente a su amistad, según la costumbre antigua, y a confiar a los suyos su venganza si le ocurría alguna desgracia.

IV. Hermoso fruto recogió de tantas virtudes, e inspiró tal aprecio y amor a sus parientes, que Augusto (sin hablar de los demás) dudó por mucho tiempo si lo elegiría sucesor, e hizo que le adoptase Tiberio. Gozaba también hasta tal punto del favor popular, que, según el testimonio de la mayor parte de los autores, la inmensa multitud que, a su llegada o salida, se precipitaba a recibirle o despedirle, le hizo correr más de una vez peligro de muerte. Cuando regresó a Germania, después de haber apaciguado en ella las sediciones, salieron a recibirle todas las cohortes pretorianas, a pesar de que sólo se había dado orden de hacerlo a dos de ellas, y los habitantes de todo sexo, edad y condición llenaron el camino hasta veinte millas de Roma.


V. Más grandes y vivos testimonios de cariño brotaron, sin embargo, a la noticia de su muerte, y aun mucho después. El día en que murió fueron apedreados los templos y echadas abajo las estatuas de los dioses; algunos ciudadanos arrojaron a la calle sus dioses lares o expusieron sus hijos recién nacidos. Se dice incluso que los bárbaros, en guerra entonces unos contra unos, consintieron una tregua, como signo de luto universal; que algunos príncipes, en señal de profundo dolor, se cortaron la barba e hicieron afeitar la cabeza a sus mujeres; se dice, en fin, que el rey de reyes (82) se abstuvo aquel día de la caza y no admitió a su mesa a los grandes, lo que equivalía entre los partos a suspender la administración de justicia.


VI. Afligida, consternada, la población de Roma a la primera noticia de su enfermedad esperaba ansiosamente nuevas noticias. De súbito, en un anochecer, se difundió, sin saber cómo, la nueva de que Germánico se encontraba restablecido, y en seguida corrieron al Capitolio con antorchas y víctimas, haciéndolo con tal impaciencia para ofrecer a los dioses acciones de gracia que casi derribaron las puertas del templo. Tiberio, dormido, despertó a los alegres gritos del exterior y a las voces que cantaban: ¡Roma salvada, salvada la patria! ¡Germánico se ha salvado! Pero cuando se supo con certeza su muerte, ningún consuelo, ningún edicto pudo poner limites al dolor público, que duró hasta en las fiestas del mes de diciembre. Las abominaciones de los tiempos que siguieron aumentaron más todavía la gloria de aquel príncipe y el sentimiento de su pérdidas pues todo estaban persuadidos. Y con razón, de que el respeto y temor que inspiraba a Tiberio servían de freno a la crueldad de éste, crueldad que, en efecto, no tardó en desbordarse.


VII. Germánico habíase casado con Agripina, hija de M. Agripa y de Julia, y tuvo nueve hijos; dos de ellos murieron de pocos meses, y otro al salir de la infancia. Éste poseía ya muchos atractivos: Livia consagró su estatua en traje de Cupido en el templo de Venus, en el Capitolio; Augusto tenía su retrato en su cámara, y cada vez que entraba lo besaba. Los demás sobrevivieron a su padre; a saber: tres hilas, Agripina, Drusila y Livila, nacidas en el espacio de tres años consecutivos, y tres varones, Nerón, Druso y C. César. El Senado declaró enemigos públicos a Nerón y Druso por acusación de Tiberio.


VIII. C. César nació la víspera de las calendas de septiembre, bajo el consulado de su padre y de C. Fonteyo Capito. Hay gran diversidad de opiniones en cuanto al lugar donde nació. Cn. Léntulo Getúlico pretende que en Tibur; Plinio, en Tréveris, en una aldea del cantón ambiancino, más allá de Coblenza, y aun añade como prueba que allí se muestra un altar con esta inscripción: Ob Agrippinae puerperium (al parto de Agripina). Según unos versos publicados al principio de su reinado habría nacido entre las legiones en los cuarteles de invierno:

In castris natus, patriis nutritus in armisJam designati principis omen erat (83).

Por mi parte encuentro en los archivos que vio la luz en Anzio. Plinio reprochó a Gentílico que por adulación dijese una mentira que debía lisonjear la vanidad de un joven y glorioso emperador, dándole por cuna una ciudad consagrada a Hércules. Pretende que le animó para esta impudente falsedad el hecho de que un año antes del nacimiento de Calígula había venido al mundo en Tibur otro hijo de Germánico llamado C. César, aquel de quien hemos recordado la graciosa infancia y prematura muerte. Las fechas se oponen, sin embargo, a Plinio, porque los que han escrito la historia de Augusto se hallan acordes en decir que no fue enviado Germánico a la Galia hasta después de su consulado, cuando había nacido ya Cayo. La inscripción a que Plinio se refiere no prueba nada tampoco en favor de su sentir, puesto que Agripina dio a luz dos hijas en el país donde se ven estos altares; la palabra puerperium se aplica, por otro lado, a todos los partos sin distinción del sexo del nacido, habiendo llamado frecuentemente nuestros mayores a las hijas pueras y a los hijos pueblos. Se conserva también una carta de Augusto, escrita pocos meses antes de su muerte a su nieta Agripina, que ha de referirse forzosamente a este Cayo, pues no existía entonces otro niño de este nombre: Ayer convine con Talario y Asedio, que partirán, si place a los dioses, el 15 de las calendas Junio, para llevarse al niño Cayo. Envío también con un médico de mi casa, y escribo a Germánico para que le conserve a su lado si le place. Que sigas bien, mi querido Agripina, procura llegar con buena salud al lado de tu Germánico. Esta misiva indica suficientemente, a lo que creo, que Cayo no nació en el ejército, puesto que tenía cerca de dos años cuando le mandaron desde Roma. Es ésta también una razón para no dar fe a los versos que he citado, tanto más cuanto que se desconoce al autor. Es necesario por ello atenerse a la autoridad de los anales públicos, que entre tantas incertidumbres es lo único en que se puede fiar. Además, se sabe que Cayo prefirió Anzio a todos sus otros retiros, y que siempre lo quiso como se quiere el lugar del nacimiento; se dice incluso que, disgustado de Roma, tuvo el proyecto de trasladar allí la sede del Imperio.


IX. El sobrenombre de Calígula era mote militar y le fue aplicado a causa de un calzado de soldado que había usado en su infancia en los campamentos (84). Los soldados, que le habían visto crecer y educarse entre ellos, le profesaban increíble cariño, y fue prueba elocuente de él, el que, a la muerte de Augusto, bastó su presencia para calmar el furor de las tropas sublevadas. Y en efecto, no se apaciguaron hasta que se convencieron de que querían alejarle del peligroso teatro de la sedición y llevarle al territorio de otro pueblo. Arrepentidos de su intento, se precipitaron delante de su carruaje, lo detuvieron, y suplicaron entonces encarecidamente que no les impusiese aquella afrenta.


X. Acompañó a su padre en la expedición de Siria. A su vuelta, permaneció primeramente en la casa de su madre, y cuando desterraron a ésta, en la de su bisabuela Livia Augusta, cuyo elogio fúnebre fue pronunciado por él en la tribuna de las arengas, llevando todavía la toga pretexta; pasó luego a vivir con su abuela Antonia. A los veintiún años lo llamó Tiberio a Capri y en un solo día le hizo vestir la toga y cortar la barba, sin otorgarle, sin embargo, ninguna de las distinciones con que señaló la entrada de sus hermanos en la vida pública. Objeto de mil asechanzas y de pérfidas instigaciones por parte de aquellos que querían arrancarle quejas, no dio pretexto alguno a la malignidad, pareciendo como si ignorase la desgraciada suerte de todos los suyos. Con increíble disimulo devoraba sus propias afrentas y mostraba a Tiberio y a cuantos le rodeaban tanta cortesía, que con razón pudo decirse de él que nunca existió mejor esclavo ni peor amo.


XI. Ya en aquel mismo tiempo, a pesar de todo, no ocultaba sus bajas y crueles inclinaciones, constituyendo uno de sus placeres más gratos presenciar las torturas y el último suplicio de los condenados. Por la noche acudía a los lugares de perdición y a los adulterios, envuelto en amplio manto y oculto la cabeza bajo una peluca. Tenía pasión especial por el baile teatral y por el canto. Tiberio no contrariaba tales gustos, pues creía que con ellos podía dulcificarse su condición feroz, habiendo comprendido tan bien el clarividente anciano su carácter, que decía con frecuencia: Dejo vivir a Cayo para su desgracia y para la de todos, o bien: Crío una serpiente para el pueblo y otro Faetón para el Universo.


XII. Poco tiempo después casó Cayo con Junia Claudila, hija de M. Silano, varón nobilísimo. Fue en seguida designado augur en el puesto de su hermano Druso, y antes de entrar en funciones pasó, por extraordinaria favor, al pontificado. Tiberio, que no veía en la casa imperial, desierta y devastada, otro apoyo que Cayo, y en Seyano un ministro sospechoso, un enemigo del que no tardó en deshacerse, ponía a prueba de este modo el carácter y adhesión de su nieto, a quien acercaba poco a poco a la sucesión. Para estar más seguro de conseguirla, Cayo, que acababa de perder a Junia, muerta a consecuencia del parto, solicitó los favores de Ennia Nevia esposa de Macrón (85), jefe de las cohortes pretorianas, a la que prometió casarse con ella cuando alcanzase el mando supremo, obligándose a ello por juramento y por escrito. Cuando, por mediación de ella, ganó a Macrón, no titubeó, según pretenden algunos autores, en envenenar a Tiberio. Todavía respiraba éste cuando Cayo le quitó el anillo, y como el moribundo mostraba querer conservarlo hasta el fin, mandó arrojarle encima un colchón, o quizá le estranguló con sus manos. Un liberto, a quien esta crueldad arrancó un grito, fue crucificado al momento. Éste relato parece tan más verosímil cuanto que, según algunos historiadores, el mismo Calígula se alabó más adelante, si no de haber cometido este parricidio, al menos de haberlo meditado. En efecto, cuando exageraba su cariño a su familia, se le oía vanagloriarse con frecuencia de haber entrado con un puñal en la mano en la cámara de Tiberio dormido, para vengar la muerte de sus hermanos; pero añadía que la piedad le había contenido, había arrojado el arma y retirándose, sin que Tiberio, que le había visto, se atreviese a acusarlo o a castigarlo.


XIII. De este modo llegó al Imperio, al que le llamaban los votos del pueblo romano, y hasta puede decirse del mundo entero: querido por las provincias y por los ejércitos, que le habían visto de niño, y querido por los habitantes de Roma, que amaban en él la memoria de su padre Germánico y el último vástago de una familia desgraciada. A causa de ello, desde que salió de Misena, aunque seguía en traje de duelo el cortejo fúnebre de Tiberio, continuó su marcha entre altares adornados con flores, con víctimas ya preparadas, antorchas encendidas y acompañándole las alegres aclamaciones de una inmensa multitud, que había salido a su encuentro y le nombraba con los más tiernos apelativos, llamándole estrella, hijo, niño, discípulo.


XIV. Apenas entrado en Roma, por unánime sentir del Senado y del pueblo, que había invadido la Asamblea, se le reconoció como único árbitro y dueño del Estado, con desprecio del testamento de Tiberio, que le daba por coheredero a su otro nieto, todavía niño (86). Fue tal el alborozo público, que en menos de tres meses se degollaron, según dicen, más de ciento setenta mil víctimas. De tal modo se aprovechaba cualquier coyuntura para demostrarle el tierno interés que sentían por su conservación, que habiendo ido, Cayo pocos días después a visitar las islas de la Campania, se hicieron ya votos públicos por su regreso. Por aquel tiempo cayó enfermo (87), y el pueblo en masa pasó la noche alrededor de su palacio, y hubo romanos que, por su restablecimiento, hicieron voto de combatir en la arena y de inmolarse a los dioses como víctimas expiatorias. A tan grande cariño de los ciudadanos se unía el notable amor de los mismos extranjeros. Artabán, rey de los partos, que nunca había disimulado su odio y desprecio a Tiberio, solicitó la amistad de Cayo; celebró a este efecto una entrevista con un legado consular, y, atravesando el Éufrates, rindió culto a las águilas romanas y a las imágenes de los césares.


XV. Excitaba Cayo al cariño público por todos los medios que granjean esa popularidad. Después de haber pronunciado en la tribuna, vertiendo abundantes lágrimas, el elogio fúnebre de Tiberio y de haberle hecho magníficos funerales, marchó en seguida a las islas Pandataria y Poncia, para recoger las cenizas de su madre y de su hermano, en medio de horrísona tempestad para que resaltara mejor su piadosa diligencia. Acercóse a aquellas cenizas con grandes muestras de veneración, las colocó por sí mismo en dos urnas, y las acompañó luego hasta Ostia, con las mismas manifestaciones de dolor, en un birreme que llevaba un gran estandarte en la popa. Desde allí llevólas por el Tíber hasta Roma, donde las recibieron los principales personajes del orden ecuestre, que, colocándolas sobre una angarillas, las depositaron en pleno día en el Mausoleo. Estableció en honor suyo ceremonias fúnebres anuales, y por su madre, juegos en el Circo, en los que habían de pasear solemnemente su imagen en un carro, como las de los dioses. En memoria de su padre llamó germánico al mes de septiembre. Hizo luego conceder a su abuela Antonia, por un solo senadoconsulto, todos los honores que se habían otorgado en diferentes tiempos a Livia, esposa de Augusto. Tomó por colega en el consulado a Claudio (88) su tío paterno, que era todavía simple caballero romano. Adoptó a su primo Tiberio el día en que éste vistió la toga viril, y le dio el titulo de príncipe de la juventud. Por lo que toca a sus hermanas, quiso que se añadiese esta fórmula a todos los juramentos: Ni a mí mismo ni a mis hijos amaré tanto como a Cayo y a sus hermanas: y en las comunicaciones de los cónsules: Por la felicidad y prosperidad de C. César y de sus hermanas. En su insaciable anhelo de popularidad, rehabilitó a los condenados y desterrados y suspendió todas las persecuciones anteriores a su advenimiento. Hizo llevar al Foro todos los documentos relativos al proceso formado a su madre y hermanos, y después de jurar públicamente por los dioses que no había leído ni siquiera tocado ninguno de aquellos documentos, los quemo todos para que no quedase causa de temor a ningún delator o testigo. Cierto día negóse a recibir un escrito que le presentaban como de gran interés para su vida, contestando que nada había hecho que pudiese atraerle el odio de nadie, y aseguró que no tenia oídos para los delatores.


XVI. Desterró de Roma a los inventores de orgías monstruosas y costó incluso gran trabajo impedir que los mandara ahogar en el mar (89). Hizo buscar las obras de Tito Labiano, de Corto Cremucio y de Casio Severo, prohibidas por el Senado, y permitió que fueran copiadas y leídas, diciendo que estaba personalmente interesado en que se escribiese con fidelidad la historia. Publicó las cuentas del Imperio, costumbre que introdujo Augusto y que desdeñó Tiberio. Dio a los magistrados jurisdicción libre, independiente de toda apelación a su persona. Revistó a los caballeros romanos con gran cuidado y severidad, aunque también con moderación, y quitó públicamente el caballo a aquellos a quienes se probó alguna bajeza o ignominia, contentándose con omitir en la lista los nombres de los que habían cometido algunas faltas. Con el fin de aliviar a los jueces de sus trabajos, añadió la quinta decuria a las cuatro existentes; intentó también restablecer el uso de los comicios y devolver al pueblo el derecho de sufragio. Pagó fielmente y sin retrasos los legados que hizo Tiberio en su testamento, a pesar de haberlo anulado. Entregó a los pueblos de Italia los dos por ciento de las rentas (90). Indemnizó muchos daños causados por incendios; y cuando restituyó los reinos a sus poseedores, añadió el producto íntegro de las rentas e impuestos cobrados durante el tiempo de la ocupación, así como devolvió también a Antíoco Comageno una confiscación de diez millones de sestercios. A fin de fomentar el amor a la virtud, regaló ochenta mil sestercios a un liberto a quien las más crueles torturas no habían podido arrancar una sola palabra acerca de un crimen que se imputaba a su dueño. Por esa conducta mereció que se le concediera, entre otras distinciones, un escudo de oro, que todos los años, en determinado día, los Colegios de sacerdotes debían llevar al Capitolio, seguidos del Senado y de jóvenes nobles de ambos sexos, cantando versos en alabanza suya. Decretase igualmente que el día de su advenimiento al Imperio se llamaría Palilia (91), como si fuese fecha de nueva fundación de Roma.

XVII. Ejerció cuatro veces el consulado: la primera, desde las calendas de julio, durante dos meses; la segunda, desde las calendas de enero, durante treinta días; la tercera, hasta los idus de enero; la cuarta, hasta siete días de los idus del mismo mes. Los dos últimos consulados fueron consecutivos; el tercero lo empezó en Lyón y sin colega, no por orgullo o indiferencia, como se ha dicho, sino porque, ausente de Roma, ignoraba que su colega había muerto hacia el día de las calendas. Concedió dos veces al pueblo congiarios de trescientos sestercios por ciudadano, y a los senadores como a los caballeros una comida suntuosa, a la que fueron también invitados sus esposas e hijos. En el último de estos festines, hizo distribuir a los hombres trajes para el Foro y cintas de púrpura a los niños y a las mujeres. Para aumentar perpetuamente el regocijo público en las fiestas saturnales, les añadió un día que llamó Juvenalem (fiesta de la juventud).


XVIII. Dio con frecuencia combates de gladiadores, unos en el anfiteatro Tauro, otros en el campo de Marte, y presentó en ellos grupos de luchadores de Africa y de Campania elegidos entre los más famosos. Cuando no presidia personalmente tales espectáculos, encargaba hacerlo a los magistrados o a sus amigos. Dio también juegos escénicos, numerosos y variados, algunas veces durante la noche y a la luz de una inmensa cantidad de antorchas. Distribuía entre los espectadores regalos de todas clases y hasta cestos llenos de pan y carne. En una de estas distribuciones, viendo enfrente de él a un caballero romano que comía su parte con mucho apetito y alegría, hizo llevarle la suya; observando más lejos a un senador, digno emulo del caballero, le envió el nombramiento de pretor extraordinario. Los juegos que dio en el Circo duraron algunas veces desde la mañana a la noche, teniendo por intermedios ya una cacería de animales africanos, o bien una carrera troyana. Algunos espectáculos de éstos fueron notables, especialmente por estar sembrada la arena de bermellón y polvo de oro, y porque los carros eran guiados sólo por senadores. Otros, en fin, se dieron repentinamente, como el día en que, examinando desde el palacio Gelotino los preparativos comenzados en el Circo, accedió a la petición que le dirigieron algunos desde lo alto de las casas menianas.


XIX. Ideó además un género de espectáculos superior a cuanto se había visto hasta entonces. Hizo construir en el mar, entre Baias y Puzzola, en un espacio de cerca de tres mil seiscientos pasos, un puente formado por doble fila de navíos de transporte traídos de todos los mares, sujetos con anclas y cubiertos en parte con pavimentos cuya forma recordaba la vía Apia.
Durante dos días no hizo más que pasar y volver a pasar por aquel puente; el primero, en caballo magníficamente enjaezado, llevando una corona de encina en la cabeza, el escudo en una mano y la espada en la otra, y vistiendo una clámide bordada de oro; a la mañana siguiente, con traje de auriga, en un carro arrastrado por dos famosos caballos. En esta ocasión le precedía el joven Darío, que pertenecía a los rehenes de los partos y le seguían su guardia pretoriana y sus amigos en carretas. Han considerado algunos que imaginó aquel puente con objeto de emular a Jerjes, tan admirado por haber tendido uno en el estrecho de Helesponto, mucho más corto que el de Baias: otros, que quiso impresionar con la fama de aquella gigantesca empresa a la Germania y Bretaña, a las que amenazaba con la guerra; no ignoro todo esto; pero siendo yo todavía niño, oí decir a mi abuelo que la única razón de aquella obra, revelada por los criados íntimos de palacio, fue que el matemático Trasilo, viendo que Tiberio vacilaba en la elección de sucesor y se inclinaba a su nieto natural, había afirmado que Capo no sería emperador mientras no atravesara a caballo al golfo de Baias.


XX. Dio también espectáculos fuera de Italia, principalmente juegos iselásticos en Sicilia, en Siracusa y juegos de toda clase en Lyón, en la Galia. Estableció también allí concursos de elocuencia griega y latina, en que los vencidos estaban obligados, a lo que dicen, a coronar por sí mismos a los vencedores y a cantar sus alabanzas; en cuanto a aquellos cuyas composiciones se juzgaban malas, deberían borralas con una esponja y hasta con la lengua, si no preferían que se los azotase o se los arrojase en el río más próximo.


XXI. Terminó los monumentos que Tiberio había dejado inacabados: el templo de Augusto y el teatro de Pompeyo. Empezó un acueducto cerca de Tibur y un anfiteatro cerca del campo de Marte, obras de las que su sucesor Claudio terminó la primera, abandonando la segunda. Por orden suya, se reconstruyeron en Siracusa las murallas de la ciudad y los templos de los dioses que estaban en ruinas. Proyectó también reconstruir el palacio de Polícrates en Samos, terminar en Mileto el templo de Apolo, fundar una ciudad en la cumbre de los Alpes; pero ante todo abrir el istmo de Acaia (92), para lo cual había ya enviado un centurión primipilario a que lo midiese con exactitud.


XXII. Hasta aquí he hablado de un príncipe; ahora hablaré de un monstruo. Se había rehecho llamar Piadoso hijo de los campamentos, padre de los ejércitos, César óptimo y máximo. Varios reyes, que habían ido a Roma a saludarle, disputaban entre sí a su mesa acerca de la nobleza de su origen; oyólos él y exclamó en griego: no hay más que un dueño, no hay que más que un rey; y poco faltó para que en el acto tomase la diadema, y en vez de las insignias de su autoridad, todos los signos de la realeza. Pero le dijeron que era superior a todos los príncipes y reyes de la tierra, y a partir de entonces empezó a atribuirse la majestad divina. Hizo traer de Grecia las estatuas de dioses más famosas por la excelencia del trabajo y el respeto de los pueblos, entre ellas la de Júpiter Olímpico (93), y a la cual quitó la cabeza y la substituyo con la suya. Hizo prolongar hasta el Foro un ala de su palacio y transformar el templo de Cástor y Pólux en un vestíbulo, en el que se sentaba a menudo entre los dos hermanos, ofreciéndose a las adoraciones de la multitud. Algunos le saludaron con el título de Júpiter latirlo; tuvo también para su divinidad templo especial, sacerdotes, y las víctimas más raras. En este templo se contemplaba su estatua de oro, de un gran parecido, y a la que todos los días vestían como él. Los ciudadanos más ricos se disputaban con tenacidad las funciones de este sacerdocio, objeto de toda su ambición. Las víctimas que se inmolaban a este dios eran flamencos, pavos reales, codornices, gallinas de Numidia, pintadas, faisanes, y cada día una especie diferente. Por la noche, cuando la luna estaba en su pleno y en todo su esplendor, la invitaba a venir a recibir sus abrazos y a compartir su lecho. Por el día celebraba conversaciones secretas con Júpiter Capitolino, hablándole algunas veces al oído y presentándole después el suyo, y otras en alta voz y hasta con tono arrogante. En cierta ocasión se le oyó decirle en tono de amenaza.

“Pruébame tu poder o teme el mío.”

Pero habiéndose dejado ablandar, según decía, e instado por Júpiter a que viviese próximo a él, hizo construir una puerta por encima del templo de Augusto, entre el monte Palatino y el Capitolio. Algún tiempo después, con objeto de estar más cerca, hizo edificar en la plaza misma del Capitolio los cimientos del nuevo palacio.


XXIII. No quería que se le creyese ni se le llamase nieto de Agripa, cuyo nacimiento le parecía demasiado bajo, y le irritaba que en discursos o versos le pusieran en el rango de los césares. Proclamaba que su madre había nacido de un incesto de Augusto con su hija Julia, y no contento con difamar a Augusto de este modo, prohibió celebrar las mestas solemnes de las victorias de Accio y de Sicilia, como funestas y desastrosas para el pueblo romano. Llamaba a su bisabuela Livia Ulises con faldas, y en una carta al Senado se atrevió a rebajar su nacimiento, diciendo que su abuelo materno no era más que un decurión de Fondi, cuando está probado por los anales públicos que desempeñó en Roma altos cargos. Un día negó una conversación particular a su abuela Antonia, y quiso que estuviese presente el prefecto Macrón. Con tales disgustos e indignidades la hizo morir, si no es que la envenenara, como algunos pretenden. Después de su muerte, no le tributó ningún honor y contempló tranquilamente desde su mesa las llamas de la pira. Mandó a un tribuno militar para que diese muerte a su primo Tiberio y obligó a su suegro Sileno a degollarse. Pretendía que el segundo se había negado a seguirlo por mar durante una tempestad, esperando apoderarse de Roma si él perecía, y que el otro había tomado un antídoto para prevenirse de sus tentativas de envenenamiento; Silano no había querido, sin embargo, otra cosa, que evitarse las molestias de la navegación y náuseas del mareo de que sufría mucho, y lo de Tiberio se redujo a usar un remedio conocido contra su pertinaz e inveterada tos. En cuanto a su tío Claudio, sólo lo perdonó para hacerle juguete de sus caprichos.


XXIV. Tuvo comercio incestuoso y continuo con todas sus hermanas (94), y las hacía sentar consigo a la mesa en el mismo lecho, mientras su esposa ocupaba otro. Se dice que llevaba aún la pretexta cuando arrebató la virginidad a Drusila, y un día le sorprendió en sus brazos su abuela Antonia, en cuya casa se educaban los dos. Casáronla en seguida con el consular Lucio Casio Longino, pero Cayo se la quitó y la trató públicamente como a su esposa legítima. En cierta enfermedad que padeció la instituyo heredera de sus bienes y del Imperio. Cuando murió ella, hizo suspender todos los negocios, y durante algún tiempo fue delito capital haber reído, haberse bañado, haber comido con los parientes o con la esposa y los hijos. Como enloquecido por el dolor, se fugó una noche de Roma, atravesó sin detenerse la Campania y llegó a Siracusa, de donde volvió tan bruscamente como fue, con la barba y los cabellos desmesuradamente crecidos. A partir de entonces, no juró mas que por la divinidad de Drusila, hasta en las circunstancias más solemnes y hablando al pueblo y a los soldados. No profesó a sus otras hermanas igual pasión ni les guardó las mismas consideraciones; y hasta las prostituyó a sus compañeros de disipación; en el proceso de Emilio Lépido, no vaciló en hacerlas condenar como adúlteras y cómplices de aquel conspirador. No sólo mostró cartas de su mano, que por fraude y medios infames le había entregado, sino que incluso consagró a Marte vengador, con una inscripción, tres espadas preparadas para matarle.


XXV. Se mostró tan infame en sus matrimonios como en sus divorcios. Habiendo asistido a las bodas de C. Pisón y de Livia Orestila, dispuso que la llevasen en el acto a su casa, la repudió poco después, y pasados dos años la desterró, con el pretexto de que en este tiempo había vuelto a ver a su primer marido. Otros dicen que estando sentado en el festín de boda enfrente de Pisón, le dijo: No estreches tanto a mi esposa: terminada la comida, se la llevó, y a la mañana siguiente, publicó un edicto declarando que se había casado como Rómulo y como Augusto (95). Había oído decir cierto día que la abuela de Lolia Paulina, esposa del consular C. Memmio, que mandaba los ejércitos, había sido la mujer más hermosa de la época; hizo traerla en seguida de la provincia en que mandaba su marido, obligando a éste a que se la cediera; la tomó por esposa y la repudió poco después, prohibiéndole que jamás tuviese comercio con ningún hombre. Con más constancia y pasión amó a Cesonia, que no era bella ni joven, pues había tenido ya tres hijos con otro, pero que era un monstruo de lujuria y lascivia. Frecuentemente la mostró a los soldados cabalgando a su lado, revestida con la clámide y armada con casco y escudo, y a sus amigos la enseñó desnuda. Cuando fue madre, quiso honrarla con el nombre de esposa, y el mismo día se declaró marido suyo y padre de la hija que había dado a luz. Dio a ésta el nombre de Julia Drusila, la llevó a los templos de todas las diosas y la depositó en el seno de Minerva, encargándole que la criase y educase. La mejor prueba para él de que era de su misma sangre, la tenía en su crueldad, que era ya tan grande, que rasgaba con las uñas el rostro a los niños que jugaban con ella.

XXVI. Tras todo esto, no podía extrañar la manera como trató a sus parientes y amigos: en primer lugar, a Ptolomeo, hijo del rey Juba y primo suyo -era nieto de Antonia por su hija Selena-, y sobre todo a Macrón y Ennia, que lo habían elevado al Imperio; a pesar del parentesco y del recuerdo de los beneficios recibidos, los hizo perecer a todos con muerte sangrienta. Tampoco con los miembros del Senado mostró más respeto ni bondad. Consintió que muchos de ellos, honrados con las primeras dignidades corriesen a pie y con la toga junto a su carro por espacio de muchas millas y que durante sus comidas permaneciesen en pie detrás de su lecho o a sus pies con una servilleta debajo del brazo. Hizo matar a algunos secretamente y no dejaba de llamarlos a palacio, como si viviesen todavía hasta pasado algún tiempo, en que decía, con odiosa mentira, que se habían dado voluntariamente la muerte. Destituyó cónsules por haber olvidado dar su edicto acerca del aniversario de su nacimiento, y la República estuvo durante tres días sin primeros magistrados. Habiendo sonado, en una conjuración, el nombre de su cuestor, lo mandó azotar, quitándole él mismo sus vestiduras, que extendió a los pies de los soldados para que descargasen sus golpes con mayor firmeza. Trató a todos los órdenes con igual desprecio y crueldad. Molestándole el ruido de la multitud, que iba a medianoche a ocupar los puestos gratuitos del Circo, la hizo arrojar a latigazos. Más de veinte caballeros romanos murieron aplastados en el tumulto, con otras tantas madres de familia, sin contar gran número de individuos del pueblo. Los días de espectáculo se complacía en sembrar la discordia entre plebeyos y caballeros, haciendo empezar las distribuciones antes de la hora acostumbrada, de modo que éstos encontrasen sus puestos ocupados por las gentes de más baja estofa. Durante los juegos, cuando el sol era más ardiente, mandaba descorrer de pronto el toldo que preservaba a los espectadores y prohibía que saliese nadie del anfiteatro. En vez de los combates ordinarios, oponía a veces a fieras extenuadas lo más abyecto y viejo que había entre los combatientes, gladiadores de farsa, respetables padres de familia, pero conocidos por alguna deformidad corporal. Más de una vez llegó incluso a cerrar los graneros públicos y a amenazar al pueblo con el hambre.


XXVII. Expondré ahora los principales rasgos de su barbarie. Como costaban muy caros los animales para el mantenimiento de las fieras destinadas a los espectáculos, las alimentaba con la carne de los criminales, echándoselos vivos para que los devorasen; cierto día en que visitaba las prisiones, ordenó, permaneciendo en el rastrillo y sin consultar siquiera el registro en que constaba cada pena, que en presencia suya echasen indistintamente a todos los prisioneros a las fieras. A un ciudadano, que había hecho voto de combatir en la arena por la salud del emperador, le obligó a que cumpliese su promesa; asistió al combate y no le dejó ir sino vencedor y esto después de reiteradas súplicas. A otro, que había jurado morir por él si era necesario, le aceptó el voto, y viéndole vacilar, le hizo coronar como víctima, con verbena y cintas; lo entregó después a un grupo de niños que habían recibido la orden de perseguirlo por las calles recordándole su voto, hasta precipitarle desde la roca Tarpeya. Condenó a las minas, a los trabajos de los caminos y a las fieras a gran número de ciudadanos distinguidos, después de haberlos señalado con el estigma. Encerrábalos también en jaulas, en las cuales tenían que mantenerse en postura de cuadrúpedo, o bien los mandaba aserrar por la mitad del cuerpo. No siempre disponía esto por causas graves; a unos, porque no habían quedado contentos en un espectáculo; a otros, porque nunca habían jurado por su numen. Obligaba a los padres a que presenciasen el suplicio de sus hijos; y habiéndose uno excusado por enfermo, mandóle en litera; a otro le llevaron, después de tan espantoso espectáculo, a la mesa del emperador, que le excitó por toda clase de medios a reír y regocijarse. Hizo azotar, en su presencia con cadenas y durante muchos días seguidos, al que tenía el cuidado de los juegos y cacerías del Circo y no mandó matarle hasta que no pudo sufrir el olor de su cerebro en putrefacción. El autor de una poesía fue quemado de orden suya en el anfiteatro por un verso equívoco. A un caballero romano, al que habían echado a las fieras y que gritó que era inocente, le hizo sacar, le cortó la lengua y volvió a enviarle al suplicio.


XXVIII. Preguntó cierto día a un ciudadano llamado después de largo destierro, qué acostumbraba hacer en él y le contestó por adularle: Diariamente pedía a los dioses que pereciese Tiberio y reinaras tú, y los dioses me han escuchado. Persuadido entonces que aquellos desterrados pedían a los dioses su muerte, mandó soldados a las islas en que estaban detenidos, para que los matasen a todos. Queriendo que el pueblo despedazase a un senador, apostó hombres que le llamasen enemigo público en el momento en que entrase en el Senado, los cuales debían herirle al mismo tiempo con los estilos y entregarlo al populacho para que le hiciese pedazos; no quedó complacido hasta que vio sus miembros y sus entrañas arrastradas por las calles y depositadas a sus pies.


XXIX. La ferocidad de sus palabras hacía todavía más odiosa la crueldad de sus acciones. Nada encontraba tan laudable y hermoso en su carácter que lo que llamaba en griego su insensibilidad. Reconvenido por su abuela Antonia, no se limitó a no atenderla, sino que le dijo: Recuerda que todo me está permitido y contra todos. Cuando dio la orden para matar a su primo, de quien suponía se había prevenido contra el veneno, exclamó: ¡Un antídoto contra César!. Cuando desterró a sus hermanas, les dijo en tono amenazador que no tenía solamente islas, sino también espadas, A un anciano pretor, retirado a Anticira (96), por motivos de salud y que le pidió prórroga de licencia, ordenó matarle, diciendo que necesitaba una sangría, va que no le bastaba el eléboro por tanto tiempo usado. Cada diez días formaba la lista de los prisioneros que quería hacer ejecutar, y a esto llamaba ajustar sus cuentas. Habiendo intercalado un día en la misma lista galos y griegos, dijo con regocijo que acababa de subyugar la Galogrecia.


XXX. Hacía herir siempre a las victimas a golpes leves y repetidos, y jamás dejaba de recomendar a los verdugos, que le conocían bien, que hiriesen de modo que se sintieran morir. Habiendo mandado al suplicio un hombre por otro, a causa de un error de nombre, dijo: gaste lo ha merecido también. Incesantemente tenía en la boca estas palabras de una tragedia: Que me odien con tal que me teman. Injurió con frecuencia a todos los senadores a la vez, llamándoles o bien hechuras de Seyano, o bien delatores de su madre y de sus hermanos, y mostrando los documentos que había fingido arrojar al fuego, justificaba la crueldad de Tiberio, porque aquellas acusaciones decía, la hicieron necesaria. Hablaba mal continuamente del orden ecuestre, a causa de su pasaron por los juegos y espectáculos. Enfurecido, viendo a la multitud favorecer en el Circo a un partido al que era él contrario, exclamó: ¡Lástima que no tenga el pueblo romano una sola cabeza!. En ocasión en que reclamaban para la arena a un criminal llamado Tetrinio, dijo: que los que lo pedían eran también Tetrinios. Cinco reciarios, de los que visten túnica y combaten en grupo, habían sido derribados sin oponer resistencia por otros tantos gladiadores completamente armados; cuando se pronunciaba ya la sentencia de su muerte, uno de los vencidos, empuñando de nuevo el tridente, mató a todos los vencedores. Calígula deploró en un edicto aquella inesperada y espantosa matanza y execró a los que habían consentido en presenciarla.


XXXI. Se le oyó lamentar en más de una ocasión de que no hubiese ocurrido en su reinado ninguna calamidad pública, mientras que el de Agusto se distinguía por la derrota de Varo y el de Tiberio por la caída del anfiteatro de Fidena. Al suyo, decía, le amenazaba e; olvido por demasiado feliz, y deseaba a menudo sangrientas derrotas, hambres, pestes, vastos incendios y terremotos.


XXXII. Su ferocidad se manifestaba incluso en medio de sus placeres, juegos y festines. Muchas veces daban tormento en presencia suya mientras comía o se entregaba a orgías con sus amigos; un soldado experto en cortar cabezas ejercía delante de él su habilidad con todos los prisioneros que le presentaban. Cuando dedicó el puente de Puzzola, del que ya hemos hablado, invitó a los que estaban en la orilla a reunirse con él, e inesperadamente mandó arrojarlos a todos abajo. Algunos se agarraron a los barcos y los hizo echar al mar a golpes de garfios y remos. Durante una comida pública, en Roma, un esclavo arrancó de un lecho una hoja de plata; Calígula mandó en el acto al verdugo que le cortase las manos, se las colgase al cuello y lo pasease así por todas las mesas con un cartel que explicase la causa del castigo. En ocasión en que se ejercitaba en la esgrima con un gladiador mirmillón armado como él con una varilla, éste cayó al suelo involuntariamente; Calígula le atravesó de una puñalada y corrió por todas partes con una palma en la mano, como los vencedores del anfiteatro. Durante un sacrificio y en el momento en que iba a ser inmolada la víctima, se ciñó como los sacrificadores, y cogiendo el mazo, dio muerte al que presentaba el cuchillo sagrado. En medio de un espléndido festín comenzó de pronto a reír a carcajadas; dos cónsules sentados a su lado, le preguntaron con acento adulador de qué reía: ales que pienso, contestó, que puedo con una señal haceros estrangular a los dos.


XXXIII. Cierto día se colocó por burla al lado de la estatua de Júpiter y preguntó al trágico Apeles cuál de los dos le parecía más grande, y como vacilase en contestar, le hizo azotar acto seguido, haciéndole notar entonces que tenía la voz agradable y hermosa en las súplicas y hasta en los gemidos. Cuantas veces besaba el cuello de su esposa o de su amante, decía: Esta hermosa cabeza caerá en cuanto yo quiera; y muchas veces repetía que mandaría dar tormento a su querida Cesonia, a fin de saber de ella misma por qué la amaba tanto.


XXXIV. Su envidiosa malignidad, su crueldad y su orgullo se extendían a todo el género humano y a todos los siglos. Derribó las estatuas de los grandes hombres, que Augusto había trasladado del Capitolio, donde había poco espacio, al vasto recinto del campo de Marte: y dispersó de tal manera los restos, que cuando quisieron restaurarlas no pudieron encontrarse completas las inscripciones con que estaban adornadas. Prohibió que en adelante se pudiese labrar sin orden o autorización suya la estatua de ningún hombre vivo. Quiso asimismo destruir los poemas de Homero, y preguntaba: ¿Por qué no había de poder hacer yo lo que hizo Platón; que lo desterró de su República? Poco faltó para que hiciese desaparecer de todas las bibliotecas las obras y efigies de Virgilio y Tito Livio, diciendo, que el uno carecía de ingenio y de saber, y el otro era historiador locuaz e inexacto. Más de una vez vanaglorióse, en fin, de convertir muy pronto en inútil y despreciable toda la ciencia de los jurisconsultos, constituyéndose en único árbitro y juez.


XXXV. Prohibió a los romanos más nobles las antiguas distinciones de sus familias: a Torcuato, el collar; a Cincinato, el pelo rizado; a Cn. Pompeyo, que pertenecía a esta antigua familia, el nombre de Grande. Había llamado a Roma al rey Ptolomeo, de quien antes hablé, y lo recibió con mucho agasajo; pero un día en que daba juegos le hizo matar de improviso, por el solo delito de haber llamado la atención general al entrar en el teatro, por el brillante color de púrpura de su manto. Si encontraba un hombre cuya hermosa cabellera realzaba su apostura, en el acto mandaba afeitarle la parte posterior del cráneo. Había un tal Esio Próculo, hijo de un centurión primipilario, que por su belleza y estatura había recibido el nombre de Colosseros (Amor coloso); viole un día Calígula en un banco del anfiteatro y le hizo bajar en el acto a la arena, oponiéndole en primer lugar un tracio y después un gladiador completamente armado; Próculo venció a los dos, pero el emperador mandó inmediatamente agarrotarle y cubrirle de harapos; mandó luego que le paseasen así por las calles mostrándolo a las mujeres, y por último degollarlo. No había condición tan baja ni fortuna tan modesta que pudiese ponerse a cubierto de su envidioso odio. Hacía muchos años que estaba el mismo sacerdote en posesión del sacerdocio de Diana de Aricia, y Calígula le suscitó un competidor mucho más robusto que él (97). A un gladiador llamado Prío, que después de brillante victoria manumitió en el Circo a un esclavo suyo, el pueblo le aplaudió con entusiasmo; disgustado Calígula, salió tan apresuradamente del espectáculo que, pisándose la toga, cayó desde lo alto de las gradas, y exclamó con indignación que el pueblo-rey honraba más a un gladiador por un fútil motivo que la sagrada memoria de los césares, en la misma presencia del emperador.


XXXVI. Nunca cuidó de su pudor ni del ajeno; y se cree que amó con amor infame a M. Lépido, al payaso Mnester y a algunos rehenes. Valerio Catulo, hijo de un consular, censuróle públicamente haber abusado de su juventud hasta lastimarle los costados. Aparte de sus incestos con sus hermanas y de su conocida pasión por la cortesana Pirralis, no respetó a ninguna mujer distinguida. Lo más frecuente era que las invitase a comer con sus esposos, las hacía pasar y volver a pasar delante de él, las examinaba con la minuciosa atención de un mercader de esclavas y si alguna bajaba la cabeza por pudor, se la levantaba él con la mano. Llevaba luego a la que le gustaba más a una habitación inmediata y volviendo después a la sala del festín con las recientes señales del deleite elogiaba o criticaba en voz alta sus bellezas o sus defectos, y hacía público hasta el número de actos. Repudio alguna en nombre de sus maridos ausentes e hizo inscribir estos divorcios en los anales públicos.


XXXVII. En sus despilfarros superó la extravagancia de los más pródigos. Ideó una nueva especie de baños, de manjares extraordinarios y de banquetes monstruosos; se lavaba con esencias unas veces calientes y otras frías, tragaba perlas de crecido precio disueltas en vinagre; hacía servir a sus convidados panes y manjares condimentados con oro, diciendo que era necesario ser económico o cesar. Durante muchos días arrojó al pueblo desde lo alto de la basílica Julia enorme cantidad de moneda pequeña. Hizo construir naves liburnesas de diez filas de remos, con velas de diferentes colores y con la popa guarnecida con piedras preciosas. Encerraban estas naves, baños, galerías y comedores, gran variedad de vides y árboles frutales. En ellas costeaba la Campania, muellemente acostado en pleno día, en medio de danzas y música. Para la edificación de sus palacios y casas de campo, no tenía en cuenta ninguna de las reglas, y nada ambicionaba tanto como ejecutar lo que se consideraba irrealizable; construía diques en mar profundo y agitado; hacía dividir las rocas más duras; elevaba llanuras a la altura de las montañas y rebajaba los montes a nivel de los llanos; hacía todo esto con increíble rapidez, y castigando la lentitud con pena de muerte. Para decirlo de una vez, en menos de un año disipó los inmensos tesoros de Tiberio César, que ascendían a dos mil setecientos millones de sestercios (98).


XXXVIII. Cuando hubo agotado los tesoros y se vio reducido a la pobreza, recurrió a la rapiña, mostrándose fecundo y sutil en los medios que empleó: como el fraude, las ventas públicas y los impuestos. Pretendía que aquellos cuyos antepasados habían obtenido para ellos y sus descendientes el derecho de ciudadanía romana, lo disfrutaban ilegalmente si no lo habían recibido de sus padres, pues la palabra descendientes no podía alcanzar, según él más allá de la primera generación; cuando le presentaban diplomas firmados por Julio César o Augusto, los anulaba como títulos viejos y sin valor. Persiguió por declaración falsa a aquellos cuyo caudal había aumentado de cualquier manera, y por poco que fuese, después de la época en que habían dado la relación. Rescindió, por causa de ingratitud, los testamentos de todos los primipilarios que desde el principio del reinado de Tiberio no habían dejado su herencia ni el emperador ni a él. Anulaba también los de los demás ciudadanos, cuando declaraba cualquiera que el testador había manifestado al morir deseos de que fuese el cesar su heredero. Dada de este modo la alarma, personas desconocidas le llamaron abiertamente a la sucesión con sus amigos, padres con sus hijos. Entonces decía que era ridículo vivir después de haberle nombrado heredero, y enviaba a la mayor parte de ellos pasteles envenenados. No subía como juez a su tribunal sino después de haber fijado la cantidad que quería recoger, y en cuanto la recaudaba hacía levantar la sesión. Impaciente siempre por irse, condenó una vez en una sola sentencia a más de cuarenta ciudadanos acusados de diferentes delitos, y despertando a Cesonia, se alabó de haber ganado su jornal mientras ella dormía la siesta.


XXXIX. Hizo reunir un día lo sobrante del material de todos los espectáculos, y lo hizo exponer y anunciar su venta en subasta; fijó él mismo los precios, y tanto los hizo subir, que algunos ciudadanos obligados a comprar, viéndose arruinados, se abrieron las venas. Es cosa sabido que viendo a Aponio Saturnino que dormitaba en un barco, dijo al pregonero que aquel antiguo pretor le hacía señas con la cabeza de que continuaba pujando, y no cesó de subir el precio hasta que le hizo adjudicar sin saberlo él trece gladiadores en nueve millones de sestercios. Vendía en la Galia las alhajas, muebles, esclavos y hasta los libertos de los aliados sobre los que había recaído sentencia condenatoria, obteniendo con ello cantidades inmensas. Seducido por el cebo de la ganancia, mandó llevar de Roma todo el mobiliario de la antigua corte y requisó para el transporte de aquellos objetos todos los carruajes de alquiler y todos los caballos de los molineros, de manera que con frecuencia faltó el pan en Roma; la mayor parte de los litigantes, que no pudieron asistir a la asignación, incurrieron, por ausencia, en la pérdida de la acción. No hubo fraude ni artificio que no emplease en la venta de aquellos muebles, censurando a algunos compradores su avaricia, preguntando a otros si no se avergonzaban de ser mas ricos que él, y fingiendo a veces prodigar de aquella manera a particulares lo que había pertenecido a príncipes. Supo que un rico habitante de una provincia había dado doscientos sestercios a los nomenclatores de su cámara para ser admitido a la mesa sin estar oficialmente convidado. No sintió que se hubiese pagado a tan alto precio el honor de comer con él, y a la mañana siguiente, viendo el mismo individuo sentado en la sala de ventas, de adjudicó por doscientos mil sestercios no sé que bagatela, haciendo decirle que cenaría con el César por invitación oficial.


XL. Hizo satisfacer impuestos nuevos, desconocidos hasta entonces; los cobraban primero los recaudadores públicos; luego, siendo inmensa la ganancia, hacíanlo los centuriones de las tribus de la guardia pretoriana; no hubo persona ni cosa a que no se impusiesen gravamen. Estableció un impuesto fijo sobre todos los comestibles que se vendían en Roma; exigió de los litigantes, dondequiera que se juzgase un pleito, la cuadragésima parte de la cantidad en litigio, y estableció penas contra aquellos a quienes se comprobara que habían transigido o desistido de sus pretensiones; a los mozos de carga se los gravó con el octavo de su ganancia diaria, a las prostitutas con el precio de uno de sus actos, añadiendo a este artículo de la ley, que igual cantidad se exigiría de todos aquellos hombres y mujeres que vivían de la prostitución; hasta al matrimonio le señaló impuesto.


XLI. Habíanse proclamado estos impuestos, pero no publicado, y como por ignorancia se cometían muchas contravenciones se decidió al fin, por instancias del pueblo, a fijar en público su ley, pero la hizo escribir en letra tan menuda y la expuso en sitio tan estrecho, que no pudieron sacarse copias. Para obtener dinero de todo, estableció un lupanar en su propio palacio; construyéronse gabinetes y los amueblaron según la dignidad del sitio; y los ocupaban constantemente mujeres casadas e hijas de familia, y los nomenclatores iban a las plazas públicas y a los alrededores de los templos, invitando al placer a los jóvenes y a los ancianos. A su entrada les prestaban a un exorbitante interés cierta cantidad, y se tomaban ostensiblemente sus nombres como para honrarlos por contribuir al aumento de las rentas del César. No desdeñaba tampoco los provechos del juego, pero sus beneficios más cuantiosos procedían del fraude y del perjurio. Un día encargó al que tenía a su lado que jugase por él, y yendo a colocarse en la puerta de su palacio, hizo apoderarse inmediatamente de dos ricos caballeros romanos que pasaban, les confiscó los bienes y entró alegremente, vanagloriándose de no haber sido nunca tan afortunado.


XLII. Cuando nació su hija, quejóse de ser pobre y de sucumbir a la vez bajo el peso del Imperio y de la paternidad, con lo cual quería indicar que habían de contribuir para criar y dotar aquella niña. Anunció por un edicto que admitiría regalos al principio del año, y el día de las calendas de enero se colocó en la entrada de su palacio, recibiendo personalmente el dinero que gran número de personas de toda condición arrojaron delante de él a manos llenas. En los últimos tiempos, su pasión por la riqueza había degenerado en verdadero frenesí hasta el punto de pasearse descalzo sobre inmensos montones de oro, colocados en un vasto salón, revolcándose otras veces sobre ellos.


XLIII. No soportó más que una vez las fatigas militares y aun ésta sin desearlo. Había ido, en efecto, a ver el río Clitumno y el bosque inmediato, y avanzó desde allí hasta Mesania; le aconsejaron en aquel lugar que completara la guardia bátava que entonces le rodeaba, y en seguida emprendió la expedición de Germania. Sin perder momento, mandó venir de todos lados legiones y tropas auxiliares; hizo levas rigurosísimas; ordenó todo género de bastimentos en cantidades nunca vistas y se puso en marcha caminando unas veces con tal rapidez que, para seguirle, las cohortes pretorianas se veían obligadas a cargar las enseñas en bagajes, en contra de la costumbre; hacíalo en otras con tanta flojedad y molicie que se hacía llevar por ocho esclavos en una litera, y los habitantes de los pueblos vecinos recibían orden de barrer los caminos y regarlos para que no se levantase polvo.


XLIV. Cuando llegó al campamento quiso mostrarse como un general rígido y severo; despidió ignominiosamente a los legados que habían acudido tarde con las tropas que debían llegar; revistió al ejército, y con el pretexto de que estaban viejos y extenuados, licenció a la mayor parte de los centuriones primipilarios que se encontraban en edad madura, cuando faltaban a algunos muy pocos días para cumplir su tiempo. Acusó a otros de avaricia, y redujo a seis mil sestercios el premio de los veteranos (99). Todas sus hazañas se redujeron a fin de cuentas a recibir la sumisión de Adminio, hijo de Cimbelino, rey de los bretones, el cual, expulsado por su padre, vino a refugiarse a su lado acompañado de un reducido séquito. Entonces, como si hubiese subyugado, toda Bretaña, escribió a Roma pomposas cartas y mandó a los correos que fuesen en carro al Foro y al Senado, entregándolas sólo en manos de los cónsules y en el templo de Marte, en presencia de todos los senadores.

XLV. Poco después, no teniendo a quién combatir, hizo pasar al otro lado del Rin a algunos germanos de su guardia con orden de ocultarse y de venir después a anunciarles atropelladamente, después de comer, que se acercaba el enemigo. Así lo hicieron; y lanzándose al bosque inmediato con sus amigos y una parte de los jinetes pretorianos, hizo cortar árboles, adornólos con trofeos, y regresó a su campamento a la luz de las antorchas, censurando de tímidos y cobardes a los que no le habían seguido. Por el contrario, los que habían contribuido a su victoria recibieron de su mano una nueva especie de corona, a la que dio el nombre de exploratoria, y en la que estaban representados el sol, la luna y las estrellas. En otra ocasión hizo sacar de una escuela a algunos jóvenes rehenes, les mandó marchar secretamente y abandonando de pronto una reunión numerosa de convidados, los persiguió con la caballería como fugitivos, los alcanzó y los trajo cargados de cadenas, porque también en esta repugnante comedia había de violar las leyes de la humanidad. Volvió en seguida a ocupar su sitio en el festín, y habiendo llegado soldados a anunciarle que la tropa estaba reunida, hízolos sentar a la mesa, armados como estaban y los exhortó, citando un verso célebre de Virgilio, a vivir y conservarse para tiempos mejores. Desde el campamento reconvino a los senadores en un severo edicto, porque solamente pensaba en la mesa, Circo, teatro y en agradables partidas de campo, mientras el cesar estaba peleando.


XLVI. Por último, se adelantó hacia las orillas del océano a la cabeza del ejército, con gran provisión de balistas y máquinas de guerra y cual si proyectase alguna grandes empresa; nadie conocía ni sospechaba su designio, hasta que de improviso mandó a los soldados recoger conchas y llenar con ellas sus cascos y ropas, llamándolas despojos del océano debidos al Capitolio y al palacio de los césares. Como testimonio de su victoria construyó una altísima torre en la que por las noches, y a manera de faros, encendieron luces para alumbrar la marcha de las naves. Prometió a los soldados una gratificación de cien duleros por cada uno, y como si su gesto fuese el colmo de la generosidad, les dijo: Marchad contentos y ricos.


XLVII. Ocupóse tras esto en los preparativos de su triunfo; eligió y reservó para esta ceremonia, además de los prisioneros y fugitivos bárbaros, a todos los galos que encontraba más altos y robustos, y como decía él mismo en griego los más triunfales, y entre ellos algunos de sus jefes. Los obligó a dejarse crecer el cabello, a teñírselo como el de los germanos, a vestir su traje y hasta aprender su idioma. Mandó también que llevasen a Roma, por tierra, las galeras trirremes con que entró en el océano, y escribió a sus mayordomos que le preparaseis el triunfo mas esplendente que jamás se hubiese visto, y el menos costoso para él, atendiendo a que tenia derecho sobre los bienes de todos.


XLVIII. Antes de partir de la provincia de las Galias, concibió el abominable proyecto de aniquilar las legiones que se habían sublevado tras la muerte de Augusto, y que tuvieron sitiados a su padre Germánico y a él mismo, niño a la sazón. Costó mucho disuadirle de proyecto tan odioso, pero nada pudo impedirle que diezmase a tales soldados. Les mando entonces reunirse sin armas y hasta sin espadas con el pretexto de arengarlos e hízolos rodear por la caballería. Pero viendo que la mayor parte de ellos, sospechando su designio, huían por todos lados para recoger sus armas y prepararse a la resistencia, suspendió el discurso y tomó al punto el camino de Roma, proyectando toda su cólera contra el Senado, al que amenazó abiertamente con el fin de distraer la atención pública del vergonzosa espectáculo de su conducta. Se quejaba, entre otras cosas, de que no hubiesen decretado el triunfo de que era merecedor, cuando él mismo, poco tiempo antes, había prohibido bajo pena de muerte que jamás se tratase de tributarle honores.


XLIX. Cuando los emisarios del Senado fueron a suplicarle que apresurara su regreso: Iré, si, iré, y ésta conmigo, dijo golpeando la empuñadura de la espada que llevaba ceñida. Añadió aún que sólo volvía para los que lo deseaban, para los caballeros y para el pueblo, pero que los senadores no encontrarían en él ni ciudadano ni príncipe. Prohibió además que ninguno de ellos saliese a recibirle, y rechazando el triunfo o aplazándolo, hizo su entrada en Roma, sólo con los honores de la ovación el día del aniversario de su nacimiento. Cuatro meses después perecía, meditando todavía mayores atrocidades que cuantas había cometido hasta allí. Quiso primero retirarse a Anzio y hasta a Alejandría, después de hacer matar a los ciudadanos más dignos de los dos primeros órdenes. No es posible poner esto en duda, ya que se encontraron entre sus escritos dos con los títulos: La Espada el uno, y El Puñal el otro, y que eran relaciones con notas de los que destinaba a la muerte. También se encontró en su palacio un cofre grande que contenía gran cantidad de diferentes venenos: Claudio mandó arrojarlos al mar, que quedó, según dicen, de tal manera emponzoñado, que el flujo arrojó a la playa gran cantidad de peces muertos.


L. Era Calígula de elevada estatura, pálido y grueso; tenía las piernas y el cuello muy delgados, los ojos hundidos, deprimidas las sienes; la frente ancha y abultada, escasos cabellos, con la parte superior de la cabeza enteramente calva y el cuerpo muy velludo. Por esta razón era delito capital mirarle desde lo alto cuando pasaba, o pronunciar, con cualquier pretexto que fuese, la palabra cabra. Su rostro era naturalmente horrible y repugnante, pero él procuraba hacerle aun más espantoso, estudiando delante de un espejo los gestos con que podría provocar más terror. No estaba sano de cuerpo ni de espíritu: atacado de epilepsia desde sus primeros años, no dejó por ello de mostrar ardor en el trabajo desde la adolescencia, aunque padeciendo síncopes repentinos que le privaban de fuerza para moverse y estar en pie, y de los que se recuperaba con dificultad. Conocía su enfermedad y había pensado más de una vez en curarse buscando para ello un oculto retiro. Se cree que Cesonia le dio un filtro para que la amara, que no produjo otro efecto que el de volverle furioso. Le excitaba especialmente el insomnio, porque nunca conseguía dormir más de tres horas y ni siquiera éstas con tranquilidad, pues turbábanle extraños sueños en uno de los cuales creía que le hablaba al mar. Así la mayoría de las noches, cansado de velar en su lecho, se sentaba a la mesa o paseaba por vastas galerías esperando e invocando la luz.


LI. A tales extravíos del espíritu ha de atribuirse sin duda la reunión en este emperador de dos defectos muy opuestos; confianza excesiva y excesiva cobardía. Este mismo hombre que tanto despreciaba a los dioses, cerraba los ojos y se envolvía la cabeza al más leve relámpago y al trueno más insignificante, y cuando aumentaba el estruendo se escondía debajo de su lecho. En cierto viaje a Sicilia, después de hacer burla de muchos milagros que se celebraban, huyó temblando de Mesina una noche que el Etna echaba humo y dejaba oír sordos murmullos. Continuamente profería amenazas terribles contra los bárbaros, pero un día se encontraba en un estrecho camino al otro lado del Rin, en medio de sus tropas agrupadas en torno de su carro; dijo uno en aquel momento que no sería pequeña la agarena si de improviso se presentase el enemigo. Calígula montó, en el acto, a caballo y huyó hacia el río a galope tendido; encontró allí el puente obstruido por los bagajes y criados del ejército, y en su impaciencia, decidió hacerse transportar a brazo, pasándoselo uno a otro por encima de la cabeza. Poco tiempo después, hablándose de cierta sublevación de la Germania, no pensó más que en huir, e hizo equipar naves, no teniendo otro consuelo, según decía, que la esperanza de conservar al menos las provincias de ultramar, si los vencedores se apoderaban de los Alpes, lo que, a mi parecer, sugirió sin duda a sus asesinos la idea de decir a los soldados que comenzaban a amotinarse que Calígula se había suicidado al conocer la noticia de una derrota.


LII. Su ropa, su calzado y en general todo su traje no era de romano, de ciudadano, ni siquiera de hombre. A menudo se le vio en público con brazalete y manto corto (100) guarnecido de franjas y cubierto de bordados y piedras preciosas; se le vio otras veces con sedas y túnica con mangas (101). Por calzado usaba unas veces sandalias o coturno, y otras bota militar; algunas veces calzaba zueco de mujer. Se presentaba con frecuencia con harba de oro, blandiendo en la mano un rayo, un tridente o un caduceo, insignias de los dioses, y algunas veces se vestía también de Venus. Hasta el momento de su expedición a Germania llevó asiduamente los ornamentos triunfales, y no era raro verle con la coraza de Alejandro Magno, que había mandado sacar del sepulcro de este príncipe.


LIII. En cuanto a los estudios liberales, se aplicó muy poco a la erudición y bastante a la elocuencia. Era de palabra abundante y fácil, sobre todo cuando peroraba contra alguna. La cólera le inspiraba abundantemente ideas y palabras, y el tono de su voz y la pronunciación respondían entonces a la pasión; no podía permanecer quieto, y su palabra llegaba hasta a los oyentes más lejanos. Cuando tenía que hablar en público, decía con acento amenazador que iba a lanzar los dardos de sus vigilias. Despreciaba hasta tal punto la elegancia y adornos de estilo, que llamaba a las obras de Séneca, el escritor en boga entonces, puras amplificaciones de escuela y arena sin cimiento. Ordinariamente contestaba por escrito a los oradores cuyos discursos habían alcanzado más éxito. Cuando habían de ser juzgados en el Senado acusados ilustres, meditaba oraciones en pro y en contra, y según el efecto que esperaba de ellas, los condenaba o los salvaba, pronunciando una u otra. Este día invitaba por edicto a todo el orden ecuestre a acudir a oirle.


LIV. Practicó con increíble ardor otras artes muy diferentes. Fue sucesivamente gladiador, auriga, cantor y bailarín; esgrimió en la arena con armas de combate y guió carros en un circo en el que habían reunido obstáculos de todas clases, era tan apasionado por el canto y el baile, que en el espectáculo no podía dominarse y cantaba delante de todos con el actor trágico que estaba en escena, imitando todos los gestos del histrión como para aplaudirle o reprenderle. Se supone que no tuvo otro motivo, el día en que le mataron, para indicar una velada general, que el deseo de presentarse en la escena con más seguridad a favor de la obscuridad. También era ésta la hora que elegía para bailar. Cierta vez hizo llamar a palacio a medianoche a tres consulares, que llegaron sobrecogidos de terror; los hizo colocarse en su teatro, y de pronto entre un gran estrépito, al son de flautas y de sandalias sonoras, con el manto flotante y la túnica de los actores, apareció él en escena; en seguida bailó y se retiró. Este hombre que había aprendido tantas cosas, no sabía nadar.


LV. Su pasión por los que le agradaban llegaba casi a la locura. Al payaso Mnester lo besaba en pleno teatro, y si mientras bailaba este histrión, alguien hacía el más leve ruido, ordenaba llevar a su presencia al perturbador y lo azotaba por su mano. Cierto día mandó a un centuria que dijese a un caballero romano que hacía ruido, que partiese en el acto para Ostia y llevase de su parte una carta al rey Ptolomeo, en Mauritania. En la carta decía sólo: No hagas bien ni mal al que te envío. Favoreció a los gladiadores llamados tracios y puso incluso a algunos al frente de su guardia germánica; pero persiguió a los mirmilones hasta quitarles la armadura (102). Uno de éstos, llamado Columbo, salió vencedor en un combate, aunque ligeramente herido; Calígula introdujo en la herida un veneno al que después llamó Columbiano en memoria de este hecho. Por lo menos con este nombre escrito de su mano se le encontró entre los otros. Era tan adicto al partido de los Verdes (103) que comía con frecuencia con ellos en su caballeriza y dormía allí. Un día al auriga Eutyco, como regalo de mesa después de una orgía, le dio un millón de sestercios. Quería tanto a un caballo que tenía llamado Incitatus, que la víspera de las carreras del circo mandaba soldados a imponer silencio en la vecindad, para que nadie turbase el descanso de aquel animal. Hizo construirle una caballeriza de mármol, un pesebre de marfil, mantas de púrpura y collares de perlas; le dio casa completa, con esclavos, muebles, y todo lo necesario, para que aquellos a quienes en su nombre invitaba a comer con él, recibiesen magnífico trato, y hasta se dice que le destinaba el consulado.


LVI. Estas extravagancias y horrores llevaron a algunos ciudadanos a concebir el proyecto de quitarle la vida; se descubrieron dos conjuraciones, y mientras otros conspiradores vacilaban por falta de oportunidad, dos romanos se comunicaron su designio, y puestos de acuerdo, lo llevaron a ejecución. Favoreciéndolos ocultamente sus libertos más poderosos y los prefectos del Pretorio, que nombrados ya, aunque injustamente, como cómplices de una conspiración, sabían que eran ya sospechosos y que se los odiaba. Calígula los había reconvenido, en efecto, en particular con suma acritud, y desenvainando la espada, les había dicho que estaba pronto a darse la muerte si creían que la merecía; y desde entonces no había cesado de acusarlos y de excitar contra ellos el odio y las sospechas. Se acordó atacarle al mediodía, a la salida del espectáculo de los juegos palatinos. Casio Querea, tribuno de una cohorte pretoriana, quiso ser el que descargarse el primer golpe, pues Calígula insultaba sin cesar su vejez y nunca le dirigía más que palabras ultrajantes, tratándole de cobarde y afeminado. Si se presentaba a pedirle la consigna, le contestaba Príapo o Venus; si el tribuno se adelantaba a darle gracias por algo, él le presentaba la mano a besar en forma y con movimientos obscenos.


LVII. Muchos prodigios anunciaron su muerte. En Olimpia, la estatua de Júpiter, que había mandado quitar y trasladar a Roma, lanzó tal carcajada cuando la tocaron, que cayeron las máquinas, huyendo espantados los obreros; se presentó después un tal Casio, quien dijo haber recibido en sueños orden de sacrificar un toro a Júpiter. El día de los idus de marzo cayó un rayo sobre el Capitolio de Capua y otro en el templo de Apolo Palatino en Roma; dedújose de ello, en primer lugar, que a un grande le amenazaba gran peligro por parte de sus guardias, y también que iba a realizarse un asesinato ruidoso como el que se había cometido en otro tiempo en igual día (104). El astrólogo Sila, consultado por Calígula acerca de su horóscopo, le anunció como próxima e inevitable una muerte violenta. Los oráculos de Anzio le advirtieron que se guardase de Casio; por causa de este aviso mandó matar a Casio Longino, procónsul entonces de Asia, olvidando que Querea se llamaba también Casio. La víspera de su muerte soñó que había estado en el cielo al lado del trono de Júpiter y que el dios, empujándole con el dedo grueso del pie derecho, lo había despedido a la tierra. También fueron considerados como prodigios muchas cosas que la casualidad produjo aquel mismo día. Durante un sacrificios fue rociado con la sangre de un flamenco; el histrión Mnester representó una tragedia que el actor Neoptolemo había representado en otro tiempo el día en que mataron a Filipo en Macedonia; en la pantomima titulada Laureolo, en la que el actor vomita sangre al salir de entre las ruinas de un edificio, muchos de los que desempeñaban las segundas partes, queriendo demostrar su habilidad, la vomitaron también, quedando inundado el escenario; la noche que siguió a su muerte, se había, en fin, preparado un espectáculo en el que egipcios y etíopes debían representar asuntos de los infiernos.

LVIII. El 9 de las calendas de febrero, cerca de la hora séptima (104 bis), mientras dudaba si se levantaría para comer, porque tenía el estómago cargado aún de la comida de la víspera, le decidieron a hacerlo sus amigos y salió. Tenía que pasar por una bóveda, donde se ensayaban entonces algunos niños pertenecientes a las primeras familias del Asia y que él había hecho acudir para desempeñar algunos papeles en los teatros de Roma. Detúvose a contemplarlos y exhortarlos a hacerlo bien, y si su jefe no le hubiese dicho que perecería de frío, ya retrocedía para disponer que comenzase el espectáculo. No están de acuerdo todos acerca de lo que sucedió después: según unos, mientras hablaba con los niños. Querea, colocado a su espalda, le hirió violentamente en el cuello con la espada, gritando: ¡Haced lo mismo! y en el acto el tribuno Cornelio Sabino, otro conjurado, le atravesó el pecho. Pretenden otros que Sabino, después de separar a todos por medio de centuriones que pertenecían a la conjuración, había, según costumbre, preguntado a Calígula la consigna, y que habiéndole dicho este Júpiter, exclamo Querea: Recibe una prueba de su cólera; y le descargó un golpe en la mandíbula en el momento en que volvía la cabeza hacia él. Derribado al suelo y replegado sobre sí mismo, gritó que vivía aún, pero los demás conjurados le dieron treinta puñaladas. La consigna de estos era ¡Repite!, y hasta hubo uno que le hundió el hierro en los órganos genitales. Al primer ruido acudieron a auxiliarle sus porteros con los bastones, así como también los soldados de la guardia germánica, que dieron muerte a varios de los asesinos, y hasta a dos senadores inocentes del crimen.


LIX. Vivió Calígula veintinueve años y reinó tres años, diez meses y ocho días. Su cadáver fue llevado en secreto a los jardines Lamianos, lo chamuscaron en una pira improvisada, y lo enterraron luego cubriéndole con un poco de césped. Más adelante sus hermanas, vueltas del destierro, lo hicieron exhumar, lo quemaron y dieron sepultura a sus cenizas. Se asegura que hasta esta época aparecieron fantasmas a los guardias de aquellos jardines, y por la noche, en la casa donde le asesinaron resonaban espantosos ruidos. Su esposa Cesonia murió al mismo tiempo que él (105), asesinada por un centurión; a su hija la estrellaron contra una pared.


LX. Para dar una idea de aquellos tiempos, diremos sólo que al principio todos rehusaron prestar crédito a la noticia de su muerte, suponiendo que Cayo había hecho correr el rumor para reconocer, mediante este artificio, los sentimientos que inspiraba. Los conjurados no destinaron el Imperio a nadie, y el Senado quería tan unánimemente restablecer la libertad, que los cónsules no lo convocaron al principio en la sala ordinaria porque se denominaba Julia, sino en el Capitolio. Hubo quien opinó por la abolición de la memoria dé los césares y la destrucción de sus templos.


Se ha observado que todos los césares que habían llevado el nombre de Cayo, empezando por el que fue asesinado en tiempo de Cinna, perecieron por medio del hierro.

domingo, 13 de diciembre de 2009

TIBERIO NERÓN

I. La familia patricia de los Claudios (porque existió también una plebeya, no inferior a la otra en poder y dignidad) es oriunda de Regillis, en el país de los sabinos. De allí vino, con numeroso acompañamiento de clientes, a establecerse en Roma, recientemente edificada; fue acogida por el Senado entre las patricias a propuesta de Tito Tacio, colega de Rómulo, o lo que parece más cierto, cerca de seis años después de la expulsión de los reyes; eran entonces Atta Claudio cabeza de la familia. Diósele terreno más allá del Anio para sus clientes, y sitio para su sepultura al pie del Capitolio (65). En el transcurso de los años consiguió esta familia veintiocho consulados, cinco dictaduras, siete censuras, siete triunfos y dos ovaciones. Distinguióse con nombres y apellidos diferentes, pero mostrase unánime en rechazar el de Lucio, porque a dos miembros suyos que lo llevaron se les probó que habían cometido el uno robos y el otro asesinatos. Entre otros apellidos, tomó con frecuencia el de Nerón, que en lengua sabina significa valiente y activo.

II. Muchos servicios buenos y malos prestaron los Claudios a la República; pero citaremos sólo los principales: Apio Ceco impidió que se concertase una alianza desventajosa con el rey Pirro. Claudio Caudex fue el primero que cruzó el mar con una nota y expulsó a los cartagineses de la Sicilia; Claudio Nerón batió a Asdrúbal que con fuerzas considerables venia de España a reunirse con su hermano Aníbal. Por otra parte, Claudio Apio Regilano, nombrado decenviro para la redacción de las leyes, se atrevió a reclamar como esclava suya a una joven de condición libre, llegando hasta a emplear la violencia para satisfacer su pasión, lo que ocasionó nueva ruptura entre el pueblo y el Senado. Claudio Rufo se hizo erigir en el Foro de Apio una estatua coronada con una diadema y quiso ocupar a Italia con sus clientes. Claudio Pulcher, que mandaba en Sicilia, viendo que los pollos sagrados no querían comer y hacer de este modo los auspicios favorables, osó con menosprecio de la religión arrojarlos al mar para que bebiesen, ya que no comían, y habiendo trabado a continuación batalla naval, fue vencido; cuando el Senado le instaba para que nombrase un dictador, injurió de nuevo al infortunio público, eligiendo para esta dignidad a un mensajero suyo llamado Glicias. También entre las mujeres de esta familia se dieron buenos y malos ejemplos: una Claudia fue la que extrajo de los bajos del Tíber, donde estaba encallado, el buque en que se encontraba la estatua de Cibeles, rogando en alta voz a los dioses que le diesen fuerza para mover aquella nave, como testimonio de su castidad. Otra Claudia fue acusada ante el pueblo del delito de lesa majestad, extraño hasta entonces a las mujeres, porque avanzando con dificultad su carro entre los apiñados grupos de la multitud, expresó públicamente su deseo de que resucitase su hermano Pulcher y perdiese otra flota para disminuir la población de Roma. Se sabe, además, que todos los Claudios, excepto P. Clodio, quien con objeto de desterrar a Cicerón, se hizo adoptar por un plebeyo que era incluso más joven que él, permanecieron siempre siendo apoyo y a veces defensores únicos del poder y dignidad de los patricios, y tan implacables y violentos enemigos del pueblo, que ni bajo el peso de acusación capital quiso vestir ninguno el traje de luto ni implorar la compasión de la multitud; se sabe también que en las discordias civiles, muchos de ellos hirieron a tribunos. Viese asimismo una Claudia, sacerdotisa de Vesta, montar en el carro de su hermano, que iba en triunfo a pesar del pueblo, y acompañarle de este modo hasta el Capitolio, con objeto de que los tribunos nada pudieran contra él.

III. De este linaje descendía Tiberio César por padre y madre. Su origen paterno remontaba a Tiberio Nerón; el materno a Apio Pulcher, dos hijos de Apio Ceco. También estaba enlazado con la familia de los Livios por su abuelo materno, que había entrado en ella por adopción. Esta familia, aunque plebeya, había prosperado mucho, obteniendo ocho consulados, dos censuras, tres triunfos, la dictadura y el mando de la caballería. De ella han salido hombres célebres, especialmente Salinator y los Drusos. Salinator, siendo censor, acusó de infamia a todas las tribus romanas, como culpables de ligereza, por haberle hecho por segunda vez cónsul y censor después de condenarle a una multa al expirar su primer consulado. Druso recibió este nombre, que legó a sus descendientes, por haber dado muerte luchando frente a frente a un general enemigo llamado Drausus. Se dice también que trajo de la Galia, adonde fue enviado como propretor, el oro que en otro tiempo se diera a los senones cuando sitiaban el Capitolio, y que no fue rescatado por Camilo, como se creía. Su bisnieto, que por su valerosa resistencia a las empresas de los Gracos fue llamado el jefe del Senado, dejó un hijo que, comprometido en parecidas querellas y meditando atrevidos proyectos, concluyó por caer en las asechanzas y bajo los golpes del partido opuesto.


IV. El padre de Tiberio fue cuestor de C. César durante la guerra de Alejandría, y mandaba su nota, contribuyendo mucho a la victoria. Por esta razón fue nombrado pontífice en lugar de S. Scipión y encargado de establecer en la Galia gran número de colonias, entre otras Narbona y Arlés. Después de la muerte de César, y no obstante el criterio de todo el Senado, que quería dejar impune el asesinato para evitar nuevas turbulencias, llegó hasta pedir que se votasen recompensas para los tiranicidas. Estaba por terminar el año de su pretura, cuando estalló la discordia entre los triunviros; conservó con esto más del tiempo prescrito las insignias de su dignidad, siguió a Perusa al cónsul L. Antonio, hermano del triunviro, y fue el único que le permaneció fiel tras la defección de todo su partido. Retirase primeramente a Prenesto, pasó después a Nápoles, y no habiendo conseguido sublevar a los esclavos, a los que prometía la libertad, huyó a Sicilia. Indignado allí porque le hicieron esperar una audiencia de Sexto Pompeyo y prohibido el uso de las fasces, se trasladó a Acaya al lado de M. Antonio. No tardó, sin embargo, en volver con él a Roma, una vez restablecida la paz, y fue entonces cuando, a petición de Augusto, le cedió su mujer Livia Drusila, que se encontraba encinta y le había dado ya un hijo. Murió poco tiempo después, dejando dos hijos, Tiberio y Druso, denominados Nerones.


V. Se ha creído, por conjeturas poco sólidas, que Tiberio nació en Fondi, porque allí vio la luz su abuela materna y porque en virtud de un senadoconsulto erigiese también allí una estatua a la Felicidad. Pero la mayoría de los autores y los más dignos de crédito afirman que nació en Roma, sobre el monte Palatino, el 16 de las calendas de diciembre, bajo el consulado de M. Emilio Lépido y de L. Munacio Planeo, después de la batalla de Filipos. Así esta al menos consignado en los fastos y en las actas públicas. Sin embargo, no faltan escritores que le suponen nacido el año anterior, bajo el consulado de Hircio y de Pansa, y otros en el año siguiente, bajo el de Servilio Isáurico y de Antonio.


VI. Laboriosa y agitada transcurrió su infancia, porque desde la más tierna edad estuvo expuesto a fatigas y peligros, acompañando a sus padres por todas partes en su huida. Cuando iban a embarcarse secretamente para huir de Nápoles, adonde acudían sus enemigos, estuvo a punto de denunciarlos con sus gritos, primero cuando le arrancaron del seno de su nodriza, y después en los brazos de su madre, a quien en tan peligrosa coyuntura querían aliviar de su carga algunas mujeres. Llevado por Sicilia y por Acaya y entregado a la fe de los lacedemonios, que estaban bajo el protectorado de Claudio, se vio en peligro de morir una noche en que había dejado aquel nuevo asilo; habiendo estallado en efecto un voraz incendio en un bosque que atravesaba, le rodearon las llamas tan súbitamente, así como a los que iban con él, que se propagó el fuego a los vestidos y cabellos de Livia. Todavía se muestran en Baias los regalos que recibió en Sicilia, de Pompeya, hermana de Sexto Pompeyo, consistente en una toga, un broche y pendientes de oro. Tras su regreso a Roma, el senador M. Galio lo adoptó por testamento. Tiberio recibió su herencia; pero no tardó en abstenerse de llevar su nombre, porque Galio había pertenecido al partido contrario a Augusto. Contaba nueve años cuando pronunció el elogio fúnebre de su padre, en la tribuna de las arengas. Entraba en la edad púber cuando acompañó a caballo el carro de Augusto el día de su triunfo de Actium, cabalgando a la izquierda del triunfador, mientras Marcelo, hijo de Octavio, lo hacía a la derecha. Presidió asimismo los juegos que se dieron por aquella victoria, y en los de Circo, llamados troyanos, mandaba el grupo de los jóvenes.

VII. Después de vestir la toga viril, su juventud, y el tiempo que medió después hasta su reinado, Pasaron del siguiente modo: dio dos veces espectáculos de gladiadores, uno en memoria de su padre, otro en honor de su abuelo Druso, en épocas y parajes diferentes; el primero en el Foro y el segundo en el Anfiteatro; en esta ocasión presentó algunos rudiarios (66), que pagó en cien mil sestercios. Dio también, aunque ausente, juegos en que desplegó gran magnificencia, y cuyos gastos pagaron su madre y su suegro. Casó primero con Agripina, nieta del caballero romano Cecilio Atico, a quien dirigió sus cartas Cicerón. Agripina le dio un hijo, llamado Druso, y él le profesaba hondo cariño, pero, a pesar de ello, se vio obligado a repudiarla durante su segundo embarazo, para casarse inmediatamente con Julia, hija de Augusto. Este matrimonio le causó tanto más disgusto, cuanto que apreciaba profundamente a la primera y reprobaba los hábitos de Julia, la cual, viviendo aún su primer marido, le había hecho públicamente insinuaciones, hasta el punto de haberse divulgado su pasión. No pudo por ello consolarse de su divorcio con Agripina, y habiéndola encontrado un día por casualidad, fijó en ella los ojos con tanta pena, que se tuvo cuidado para lo sucesivo de que no se presentase delante de el. Vivió al principio en bastante buena inteligencia con Julia y hasta correspondió a su amor, pero no tardó en mostrarle aversión, haciéndole ultraje de no compartir con ella el lecho desde la muerte de su hijo, todavía niño, que había nacido en Aquilea y única prenda de su amor. Tiberio perdió en Germania a su hermano Druso, y trajo su cuerpo a Roma, precediéndole a pie durante todo el camino.


VIII. Defendió ante el tribunal de Augusto al rey Arqueleo, a los tralianos y tesalos, en diferentes causas, siendo éste su aprendizaje en los deberes civiles. Intercedió también en el Senado en favor de los habitantes de Laodicea, de Tiatiro y de Quios, que habían sufrido un terremoto e imploraban la ayuda de Roma. Acusó de lesa majestad e hizo condenar por los jueces a Fanio Cepión que, con Varrón Murena, había conspirado contra Augusto. En aquel tiempo estaba encargado de dos misiones de importancia: el abastecimiento de Roma, en la que empezaban a faltar los víveres, y la inspección de todos los obradores de esclavos que contenía Italia, por que se acusaba a los dueños de estos obradores de retener por violencia no sólo a los viajeros que podían sorprender, sino también a los que acudían a ocultarse en ellos para substraerse al servicio militar.


IX. Su primera campaña la hizo Tiberio en la expedición de los cántabros como tribuno de los soldados; fue enviado después a Oriente con un ejército, devolviendo a Tigranes el reino de Armenia, y coronándole, sentado en su tribunal. Recibió asimismo las águilas romanas que en otro tiempo arrebataron los partos a M. Craso. Gobernó después cerca de un año la Galia Cabelluda, alterada entonces por las incursiones de los bárbaros y las querellas de sus jefes. Hizo poco después la guerra de Recia y de Vindelicia, y más adelante la de Germania. En la de Recia y Vindelicia sometió a los pueblos alpasos; en la de Panonia, a los bruecos y dálmatas; y, finalmente, en la Germania recibió por convenio cuarenta mil enemigos, que trasladó a la Galia, dándoles tierras en las orillas del Rin. Mereció por estas hazañas la ovación, y entrar en Roma en un carro con los adornos triunfales, honor que, a lo que dicen, nunca se había concedido a nadie. Con la edad obtuvo todas las magistraturas, y ejerció casi sin interrupción la cuesturas la pretura y el consulado; fue creado cónsul por segunda vez, y después de breve intervalo, revestido del poder tribunicio por cinco años.


X. Entre tantas prosperidades, en la plenitud de la edad y de la salud, decidió inesperadamente retirarse y alejarse bien por evadirse de su esposa, a la que no se atrevió a acusar ni repudiar, a pesar de no poderla sufrir, o porque creyese que la ausencia, mejor que una importuna asiduidad, aumentaría su importancia en el caso de que la República le necesitase. Hay quien opina que viendo crecer a los hijos de Augusto, había querido, tras haber sido por mucho tiempo dueño del segundo orden, aparentar, a ejemplo de M. Agripa, que lo abandonaba a ellos voluntariamente; Agripa, en efecto, cuando Marcelo participo en la administración pública, marchase a Mitilena para no desempeñar con él papel de concurrente o de censor. El mismo Tiberio confesó después que había tenido idénticos motivos. Pretextando entonces saciedad de honores y precisión de descanso, pidió permiso para ausentarse. Su madre quiso retenerle, instándole por todos los medios, y Augusto llegó incluso a quejarse en pleno Senado de quedar abandonado. Tiberio se mostró inflexible, y como se obstinasen en impedirle la marcha, permaneció cuatro días sin comer. Obtuvo al fin licencia para alejarse, y dejando en Roma su esposa y su hijo, tomó al punto el camino de Ostia, sin contestar palabra a las preguntas de los que le acompañaron, limitándose a besar a algunos al separarse de ellos.


XI. Iba desde Ostia costeando la Campania, cuando supo el mal estado de salud de Augusto, y se detuvo algunos días; pero habiéndose difundido el rumor de que solo interrumpía su viaje por la esperanza de un acontecimiento decisivo, embarcase, a pesar del mal tiempo reinante, para la isla de Rodas, cuyo saludable y apacible clima le había deleitado en extremo durante su estancia en ella al regreso de Armenia. Ocupó allí una casa muy modesta, con un campo muy reducido, y vivió como el ciudadano más humilde, visitando a veces los gimnasios, sin lictor ni ujier, manteniendo con los griegos comercio diario de atenciones, casi en un plano de igualdad. Cierta mañana, al disponer las ocupaciones del día, ocurriósele decir que quería ver a todos los enfermos de la ciudad, y equivocando los que estaban con él el sentido de las palabras, hicieron llevar aquel mismo día todos los enfermos a una galería pública, donde los colocaron reunidos por género de enfermedad. Impresionado por aquel inesperado espectáculo se acercó al lecho de cada uno de ellos, y pidió perdón por aquel error hasta a los más pobres y desconocidos. Al parecer, usó sólo de los derechos del poder tribunicio, y lo hizo en las circunstancias siguientes. Asistía con gran asiduidad a las escuelas y lecciones de los profesores: cierto día trabaron en su presencia vivo altercado dos sofistas opuestos, y creyendo uno de ellos, por haberle visto intervenir, que favorecía a su adversario, pronunció contra él palabras injuriosas Tiberio se fue sin decir nada, y poco después se presentó con su aparitor, hizo citar a su tribunal por medio de pregón al autor de los denuestos y mandó encarcelarlo. En Rodas se enteró que su esposa Julia acaba de ser condenada por sus desórdenes y adulterios, y que Augusto, por su propia autoridad, había proclamado el divorcio. Fue grande su regocijo al saber esta noticia, a pesar de lo cual, creyó deber suyo escribir al padre varias cartas en favor de su hija, suplicándola dejara a Julia todos los presentes que le había hecho, por indigna que hubiese sido su conducta. Expirado el tiempo de su poder tribunicio, confesó entonces no haber tenido otro motivo al alejarse que el de evitar toda sospecha de rivalidad con Cayo y Lucio; solicitó permiso, no temiendo ya la sospecha, puesto que estos príncipes estaban ya sólidamente establecidos en la posesión del segundo rango, para volver a ver las personas queridas que había dejado en Roma y, que se le habían hecho ahora más deseadas. Lejos, sin embargo, de obtenerlo, recibió el inesperado aviso de no ocuparse en manera alguna de una familia a la que con tanto apresuramiento había dejado.


XII. Permaneció, pues, a pesar suyo, en Rodas, y no sin trabajo consiguió al fin, por medio de su madre, que Augusto, con objeto de disimular la afrenta, le concediese el titulo de legado suyo en aquella isla. A partir de entonces, ni siquiera llevó ya la vida de un particular, sino la de un hombre sospechoso y constantemente amenazado. Ocultábase en el interior de la isla para evitar las frecuentes visitas y asiduos homenajes de todos aquellos que atravesaban el mar para tomar posesión de un mando militar, de una magistratura, y que no dejaban de detenerse ex profeso en Rodas. Se unieron a estos temores otros graves motivos de inquietud. Habiendo pasado a Samos para ver a su yerno Cayo, que mandaba en Oriente, observó que las insinuaciones de M. Lolio, compañero y profesor del joven príncipe, le habían enajenado su afecto. Se sospechó también de él que había dado a centuriones de su íntima confianza, cuando venían de su semestre y volvían a los ejércitos, instrucciones equívocas que parecían tener por objeto sondear sus disposiones acerca de un posible cambio de dueño. Informado de estas acusaciones por el mismo Augusto, pidió incesantemente le enviase a uno cualquiera que le vigilara, fuera quien fuese, y observara sus palabras y acciones.


XIII, Llegó incluso a renunciar a sus ordinarios ejercicios de equitación y armas; abandonó el traje romano y adoptó el calzado y manto griegos. Vivió cerca de dos años en este estado, haciéndose cada día más odioso y objeto de desprecio, y llegó a tal punto este sentimiento, que los habitantes de Nimes destruyeron sus imágenes y estatuas, y en una comida de familia, habiendo recaído en él la conversación, un comensal propuso a Cayo marchar al instante, si lo mandaba, a Rodas y traerle la cabeza del desterrado, porque este nombre se le daba. No fue sólo temor, sino peligro verdadero lo que le obligó a unir sus súplicas a las instancias de su madre, para conseguir su regreso; hasta que una casualidad hizo que se le concediera. Augusto había declarado que en este asunto se atendría absolutamente a la decisión de su hijo mayor; éste, que estaba enemistado entonces con M. Lolio, dejóse ablandar la facilidad en favor de su suegro. Llamaron, pues, a Tiberio con el consentimiento de Cayo, pero a condición de que no tomarla participación alguna en el gobierno.


XIV. Después de ocho años de ausencia, volvió, pues, a Roma, con grandes esperanzas para lo por venir, fundadas en los prodigios y predicciones que desde tierna edad le habían llamado a los altos destinos. Estaba, en efecto, Livia encinta de él, y quería saber por diferentes presagios si daría a luz un varón; quitó un huevo a una gallina que incubaba y calentándolo en sus manos y en las de sus criadas el tiempo necesario, salió al fin de él un pollo con una hermosa cresta. También el matemático Scribonio había pronosticado a aquel niño un brillante destino, diciendo que llegaría a reinar algún día, pero sin las insignias reales, pues ni siquiera se conocía aún la especie de poder ejercido por los césares. En su primera expedición militar, cuando conducía su ejército por la Macedonia para llegar a Siria, y pasaba cerca del campo de batalla de Filipos, lanzaron de pronto llamas los altares elevados en aquel paraje a las legiones victoriosas. Más adelante, llegado a Iliria, consultó cerca de Padua al oráculo de Gerión, el cual declaró que, para saber lo que deseaba, tenía que arrojar dados de oro en la fuente de Apona. Obedeció él y sacó el número más alto, todavía hoy pueden verse estos dados en el fondo del agua. Pocos días antes de que se le llamara, un águila, de una especie que no se había visto aún en Rodas, posóse sobre el techo de su casa, y la víspera del día en que recibió el permiso de volver, cuando se mudaba de ropa, viese arder su túnica. En aquel momento principalmente pudo convencerse de la ciencia del matemático Trasilo, a quien había tomado a su servicio como profesor de filosofía, y que le anunció que una nave, a la vista entonces de la isla, le era portadora de buenas noticias. Pocos momentos antes, paseando juntos, cansado Tiberio de sus vanas predicciones, había tenido el pensamiento de arrojarle al mar, para castigar al impostor y confidente de peligrosos secretos.


XV. De regreso a Roma, y una vez que hubo abierto a su hijo Druso la entrada del Foro, dejó el barrio de Carinis y la casa Pompeya para trasladarse a las Esquilias, a los jardines de Mecenas. Entregóse allí a un absoluto descanso, no cumpliendo otros deberes que los de la vida privada, y absteniéndose de toda función pública. Cayo y Lucio habían muerto tres años antes y Augusto le adoptó al mismo tiempo que a su hermano M. Agripa; pero él mismo se había visto obligado a adoptar poco antes a su sobrino Germánico. Desde este tiempo no hizo nada como padre de familia; no ejerció ninguno de los derechos que le concedía la adopción; no hizo ninguna donación, ninguna manumisión, ni recibió ya legados ni herencias sino a títulos de peculio. Nada se olvidó, sin embargo, de lo que podía acrecer su importancia, sobre todo desde que el alejamiento de Agripa, renegado por Augusto, hizo recaer en él sólo la seguridad de sucederlo en el mando.


XVI. Le dieron otra vez por cinco años el poder tribunicio y recibió el encargó de pacificar la Germania. Los embajadores de los partos, tras haber obtenido audiencia de Augusto en Roma, recibieron orden de ir a ver a Tiberio en su gobierno. Noticioso de la defección de la Iliria pasó a este país, y emprendió con quince legiones e igual número de tropas auxiliares aquella guerra nueva, la más terrible de todas las extranjeras, desde las de los cartagineses, y la cual terminó en tres años, en medio de innumerables dificultades y de espantosa penuria. Aunque no cesaban de llamarle, obtinóse en no volver, temeroso de que el enemigo, constantemente sobre él, y enardecido ya con algunas ventajas, convirtiese en derrota su retirada voluntaria. Gran recompensa obtuvo por su perseverancia, puesto que sometió y añadió al Imperio toda la Iliria, es decir, todo el país situado entre Italia, el reino de Nórica, la Tracia y la Macedonia, desde el Danubio hasta el golfo Adriático.


XVII. La oportunidad de este triunfo subió al colmo su gloria, porque por el mismo tiempo pereció en Germania, con tres legiones, Quintilio Varo, y no dudóse que los germanos triunfadores, se hubiesen unido a los de Panonia de no haber sido sometida la Iliria antes de este desastre. Decretóse el triunfo para Tiberio, añadiéndole brillantes y numerosas distinciones. Algunos senadores opinaron llamarle Panónico, otros Invencible, algunos Piadoso. Pero Augusto impidió que se le otorgase ninguno de estos títulos, decidiendo que podía contentarse con el que le dejaría después de su muerte. Tiberio aplazó voluntariamente su triunfo a causa del dolor que había producido en Roma la derrota de Varo. Entró, sin embargo, en la ciudad con la pretexta y la corona de laurel; subió a un tribunal que le habían alzado en el campo de Marte, y sentase con Augusto entre los dos cónsules estando presente y en pie el Senado. Desde allí, después de saludar al pueblo, marchó seguido de numeroso cortejo a visitar los templos.


XVIII. Al año siguiente regresó a la Germania, y habiéndose convencido de que la derrota de Varo no había tenido otra causa que la negligencia y temeridad de este general, no hizo nada sin someterlo a la opinión de un consejo; así aquel jefe soberbio, que nunca había consultado a nadie, tuvo por primera vez que comunicar sus planes de campaña a sus subordinados. Redobló también la atención y vigilancia; dispuesto a pasar el Rin, determinó por sí mismo la clase y peso de los bagajes, y, situado en la orilla del río, no permitió el paso hasta después de haberse asegurado, comprobando la carga de los carros, que no llevaban más que lo necesario o autorizado por sus reglamentos. Una vez cruzado el Rin, fue costumbre habitual suya comer sobre la hierba, acostándose en muchas ocasiones a la intemperie sin utilizar tienda. Daba por escrito todas las órdenes para el día siguiente, y hasta instrucciones que circunstancias repentinas podían hacer necesarias; cuidaba siempre de añadir que hasta en las menores dificultades se dirigiesen a él solo para resolverlas, a cualquiera hora que fuese del día o de la noche.


XIX. Mantuvo con rigor la disciplina y restableció muchas penas severas e ignominiosas de la antigüedad, que habían caído en desuso. Impuso nota de infamia a un jefe de legión por haber dado permiso a algunos soldados para que fuesen a cazar con un liberto suyo al otro lado del río. Aunque, como general, concedía muy poco a la fortuna y casualidad, libraba batalla confiado cuando en sus veladas se apagaba inesperadamente la luz, presagio que, en la guerra, no había engañado nunca a él ni a sus mayores. Quedó victorioso, aunque faltó poco para que un bructero le diese muerte; éste se había deslizado, en efecto, para ello entre las personas de su comitiva, pero su turbación le denunció, arrancándole la tortura la confesión del crimen que proyectaba.


XX. De regente de la Germania, donde permaneció dos años, celebró el triunfo que había aplazado. Detrás de él marchaban sus legados, para los cuales había conseguido los ornamentos triunfales. Antes de subir al Capitolio, bajó de su carro y abrazó las rodillas de su padre, que presidió la solemnidad. Estableció en Ravena y colmó de magníficos regalos a un jefe panonio, llamado Batón, que un día, hallándose él encerrado con sus legiones en un desfiladero, le dejó escapar. Hizo servir al pueblo una comida en mil mesas, y repartir a cada uno de los convidados cien sestercios. Dedicó un templo a la Concordia y otro a Cástor y Pólux, en nombre de su hermano y en el suyo, con el precio de los despojos del enemigo.


XXI. Una ley dictada por los cónsules confióle poco después la administración de las provincias en unión con Augusto, y el cuidado de hacer el censo; luego, cerrado el lustro, marchó a Iliria. Llamáronle inmediatamente, y halló a Augusto ya muy quebrantado, pero respirando aún, y permaneció encerrado con él todo un día. No ignoro que es creencia común que cuando salió Tiberio, desde aquella conferencia secreta, los esclavos de servicio oyeron a Augusto que exclamaba: “Desgraciado pueblo romano que va a ser presa de tan lentas mandíbulas.” Tampoco ignoro que han escrito algunos autores que Augusto censuraba públicamente y sin miramiento la rudeza de sus costumbres, hasta el punto de que, en cuanto le veía aparecer, interrumpía toda conversación libre y alegre; que al adoptarle, cedió a las incesantes instancias de su esposa; y que, finalmente, en esta preferencia entró cierto interés de amor propio y que había querido que se sintiese más su ausencia al elegir tal sucesor. Pero nunca se logrará persuadirme que un príncipe tan prudente y reflexivo obrase en nada con ligereza en asunto de tanta importancia; creo más bien que después de haber pesado los vicios y virtudes de Tiberio, le pareció que prevalecía en él lo bueno. Tanto más lo creo así, cuanto que juró en plena Asamblea haberle adoptado “por el bien de la República”, y por ver que en sus cartas le alababa sin cesar, como consumado general, como el único sostén del pueblo romano. Como prueba de ello citaré algunos pasajes: “Adiós, mi muy querido Tiberio; se feliz en todo, tú que mandas por mí y por las Musas; juro por mi fortuna que eres el más amado de los hombres, el más valiente de los guerreros y el general más entendido. Adiós.” Y en otro lugar: “Apruebo decididamente tus campamentos. Persuadido estoy, querido Tiberio, que en medio de circunstancias tan difíciles, y con tan débiles tropas, nadie hubiese obrado con más sabiduría que tú. Cuantos han estado contigo te aplican unánimemente este verso:

Unus homo nobis vigilando restituit rem.

Ningún asunto grave me ocurre, ningún motivo de disgusto me asalta, querido Tiberio, sin que recuerde en seguida aquellos versos de Homero:

“Con tal hábil guía podría abrirme,camino a través del fuego” .

Afirmo por los dioses que tiemblo en todo mi cuerpo cuando se me dice que el exceso de trabajo debilita tu salud. Cúidate, te lo suplico, pues si llegases a enfermar moriríamos de dolor tu madre y yo, y Roma quedaría turbada en la posesión del Universo. ¿Que importaría mi salud si la tuya no fuese buena? Ruego a los dioses que te conserven, y que en todo tiempo velen por ti, si no son enemigos del pueblo romano.”

XXII. Tiberio no dio a conocer la muerte de Augusto hasta después de haberse asegurado de la del joven Agripa. Un tribuno militar, destinado a la guardia de este príncipe, le dio muerte después de mostrarle la orden que había recibido. Se ignora si Augusto firmó esta orden al fallecer; para evitar las turbulencias que podían producirse tras su muerte, o si Livia la había dado en nombre de Augusto, y si en este caso fue por consejo de Tiberio o sin saberlo él. En todo caso, cuando el tribuno fue a comunicarle que había dado cumplimiento a aquella orden, contestó que no había dado ninguna orden y que había de dar cuenta al Senado de su conducta. Mas por lo pronto quiso librarse de la indignación pública y no se habló más del asunto.


XXIII. En virtud del derecho que le confería el poder tribunicio, convocó el Senado; empezó un discurso, pero se detuvo de pronto, como ahogado por los sollozos y vencido por el dolor. Hubiese querido -dijo-, perder la vida al mismo tiempo que la voz. Y entregó su manuscrito a su hijo Druso, para que terminase la lectura. Trajeron en seguida el testamento de Augusto, no permitiendo acercarse, de los que lo habían firmado, más que a los senadores; los demás comprobaron su firma fuera del Senado. Un liberto leyó el testamento, que comenzaba así: Habiéndome arrebatado la adversa fortuna de mis hijos Cayo y Lucio, nombró a Tiberio César mi heredero por una mitad, más el sexto. Este preámbulo confirmó la opinión de que le nombraba sucesor más por necesidad que por gusto, pues que no se abstenía de decirlo claramente.


XXIV. Aunque Tiberio no vacilase un momento en apoderarse del mando y de ejercerlo; aunque tenía ya a su alrededor, con nutrida guardia, el aparato del honor y de la fuerza, no dejó de rehusarlo largo tiempo con impudentísima comedia; contestaba, en efecto, a las instancias de sus amigos, que ignoraban ellos cuánto pesaba el mando, y mantenía en suspenso, por medio de respuestas ambiguas y artificiosa vacilación, al Senado suplicante y consternado. Algunos perdieron la paciencia, y un senador exclamó entre la multitud: Que acepte o desista; otro le dijo cara a cara: que era costumbre esperar largo tiempo para hacer lo prometido, pero que él empleaba largo tiempo para prometer lo que había hecho. Aceptó al fin el mando como obligado, lamentándose de la miserable y onerosa servidumbre que le imponían, y reservándose como condición la esperanza de dimitir algún día, lo que expuso con estas palabras: Esperaré el momento en que juzguéis de justicia conceder algún descanso a mi vejez.


XXV. La razón que tenía para vacilar era el miedo a los muchos peligros que le amenazaban, y a menudo solía decir que sujetaba a un lobo por las orejas (69). Un esclavo de Agripa, llamado Clemente (70), había reunido, en efecto, fuerzas considerables para vengar a su amo: L. Escribonio Libón, ciudadano, de noble origen, tramaba una revuelta: las tropas se habían sublevado en dos provincias: en la Iliria y en la Germania.

Los dos ejércitos exponían pretensiones exorbitantes y numerosas, queriendo ante todo disfrutar de igual paga que los pretorianos. Los soldados de la Germania se negaban a reconocer a un príncipe que no habían elegido, y alentaban a su jefe Germánico a que se apoderase del mando, cosa que rehusó con firmeza. Tiberio, que sentía gran temor a todo lo que procedía de este lado, pidió a los senadores que le concedieran en el gobierno la parte que quisiesen, afirmando que no era posible soportar uno solo todo el peso ni prescindir del concurso de uno o más colegas. Fingió también hallarse conforme, para que Germánico esperase con más paciencia una próxima sucesión o la segura participación en la soberanía. Sin embargo, se apaciguaron las sediciones, y Clemente, cogido por traición, cayó en su poder. En cuanto a Libón, no queriendo Tiberio principiar su reinado con rigores, esperó más de un año para acusarle ante el Senado. Permaneció hasta entonces en guardia contra él y un día en que sacrificaban juntos con los pontífices cuidó de hacer que le dieran un cuchillo de plomo en vez del de acero; en otra ocasión, habiéndole pedido aquél una audiencia privada, no se la concedió sino en presencia de su hijo Druso y durante la conversación, que celebraron paseando, le tuvo cogida la mano derecha como para apoyarse en él.


XXVI. Libre ya de recelos, condújose al principio con gran moderación, y vivió con tanta sencillez como un particular.

De todas las distinciones que le ofrecieron, aceptó muy pocas y las menos brillantes. Habiendo coincidido el aniversario de su nacimiento con los juegos plebeyos del Circo (71), consintió con dificultad que se agregase en honor suyo, a las ceremonias acostumbradas, un carro con dos caballos. Se opuso a que le consagrasen templos, sacerdotes, flamines, e incluso a que le erigiesen estatuas sin su consentimiento expreso; impuso además la condición de que no habían de erigirlas entre las de los dioses, sino puestas sencillamente como adorno. Prohibió jurar obediencia a sus actos y dar al mes de septiembre el nombre de Tiberio, y al de octubre el de Livio; rehusó asimismo el título de emperador y el dictado de Padre de la Patria, así como la corona cívica con que querían adornar el vestíbulo de su palacio. Ni siquiera usó el nombre de Augusto que le correspondía por herencia, a no ser en las cartas a los príncipes y soberanos. Únicamente ejerció el poder consular tres veces: la primera, durante pocos días; la segunda por tres meses; y la tercera, aunque ausente, hasta los idus de mayo.


XXVII. Mostró viva repugnancia por la adulación, y nunca consintió que ningún senador marchase junto a su litera para saludarle o para hablarle de negocios. Un día, ante un consular que le pedía perdón y que quiso abrazarse a sus rodillas, retrocedió él con tanta precipitación que cayó de espaldas. Si en discurso público o en conversación decían de él cosas demasiado lisonjeras, interrumpía al punto al que hablaba, le reprendía y le obligaba a cambiar sus expresiones. Habiéndole llamado uno señor, le pidió que no le hiciese aquella ofensa. Comentando otro sus ocupaciones, calificándolas de sagradas, obligóle él a substituir la palabra con la de laboriosas; dijo otro que se había presentado al Senado por orden suya, y el le obligó a decir por su consejo.


XXVIII. Insensible a la maledicencia, a los rumores insidiosos, y a los versos difamatorios propagados contra él y los suyos, frecuentemente decía que en una ciudad libre, la lengua y el pensamiento debían ser libres. Habiendo pedido el Senado que se averiguase esta clase de delitos y se persiguiese a los culpables, contestó: No estamos tan libres de ocupaciones que debamos emplear el tiempo en tantos asuntos. Si abrís esa puerta, no podréis atender ya a otra cosa, y con este pretexto nos convertirán en juguete de todas las enemistades se han conservado también de él estas palabras impregnadas de gran moderación: si alguno habla mal de mí, procuraré contestarle con mis acciones, y si continúa odiándome, le odiaré a mi vez.

XXIX. Esta conducta era tanto más loable cuanto que por su parte mostraba algo más que deferencia en las alabanzas y manifestaciones de respeto que prodigaba a todos los ciudadanos en general y en particular. Cierto día en que había contradicho a Q. Haterio en el Senado: Perdóname, le dijo, si he hablado libremente contra ti, cual conviene a un senador. Y dirigiéndose a los demás, añadió: Lo he dicho a menudo y lo digo otra vez, P. C., un príncipe que desea la felicidad de la patria, que ha recibido de vosotros una autoridad tan grande, tan extensa, debe estar siempre al servicio del Senado, con frecuencia hasta al de todos los ciudadanos y algunas veces el de cada uno de ellos en particular; lo he dicho y no me pesa, puesto que siempre he encontrado en vosotros compañeros benévolos y justos.


XXX. Restableció incluso una apariencia de libertad, devolviendo al Senado y a las magistraturas los privilegios y majestad que formaban en otro tiempo su grandeza. Daba cuenta al Senado de todo asunto, importante o pequeño, público o particular. Le consultaba acerca del establecimiento de impuestos, de la concesión de los monopolios, de construcción o reparación de edificios públicos, del levantamiento de tropas del licenciamiento de los soldados, del acantonamiento de las legiones y de las tropas auxiliares; le consultaba asimismo acerca de la prórroga de los mandos, de la dirección de las guerras extranjeras, de las respuestas que debían darse a las cartas de los reyes, y hasta acerca de la forma en que debían redactarse las contestaciones. Entró siempre solo en el Senado, y un día que le llevaron enfermo en su litera, despidió en seguida a su comitiva.


XXXI. Habiéndose dado algunos decretos contra su parecer, no se quejo siquiera. Un pretor designado solicitó y obtuvo misión libre (72) el mismo día en que había dicho él que todos los que estaban nombrados magistrados, por honor de su cargo, debían permanecer en Roma. Había opinado que una cantidad legada a los habitantes de Trebia para la construcción de un teatro se emplease, de acuerdo con la voluntad de los interesados, en la construcción de un camino; sin embargo, a pesar de su intervención, se cumplió la voluntad del testador. Cierto día en que se votaba en el Senado sobre una proposición, al pasar de uno a otro lado de la sala (73) se juntó al grupo más pequeño, no pasando nadie detrás de él. Los demás asuntos los trataban los magistrados de acuerdo con el derecho común. Estaba tan firmemente cimentada la autoridad de los cónsules, que los embajadores de Africa acudieron a ellos en queja de César, acerca de quién los había enviado, porque no resolvía sobre su petición. Debe notarse también que se levantaba siempre ante los cónsules y se apartaba para dejarles paso.


XXXII. Reprendió a los consulares que estaban al frente de los ejércitos, porque no daban cuenta de su conducta a los Senadores y porque le pedían autorización para conceder recompensas militares como si no tuviesen en ello completa autoridad. Felicitó a un pretor por haber recordado en un discurso, según las antiguas costumbres, al hacerse cargo de su magistratura, las virtudes de sus antecesores Acompañó hasta la pira los funerales de muchos ciudadanos ilustres. Había llamado a Roma a los magistrados de Rodas, que le habían dirigido cartas a nombre de esta ciudad, sin terminarlas con las fórmulas ordinarias de cortesía; lejos de tratarlos mal, contentase, antes de despedirlos con hacerles añadir dichas fórmulas a sus cartas. Durante su permanencia en Rodas, el gramático Diógenes, que sólo daba sus conferencias en sábado, rehusó darle una lección particular, diciéndole, por medio de un esclavo, que volviese pasados siete días. Fue Diógenes a Roma un tiempo después y presentándose en su casa para saludarle, Tiberio le hizo decir que volviese pasados siete años. Algunos gobernadores de provincias le aconsejaban que aumentase los tributos, y les contestó que el buen pastor trasquilaba sus ovejas, pero no las desollaba.


XXXIII. A poco entró, sin embargo, en el ejercicio de la soberanía, y aunque con variable conducta, en general con actos que satisfacía a todos y con loables inclinaciones a la utilidad pública. Al principio se dedicó a anular abusos y dejó sin efecto muchas disposiciones del Senado; ofreciese en ocasiones como consejero a los magistrados reunidos en su tribunal y sentase al lado de ellos o enfrente en puesto más alto. También si sabía que por el favor iba a salvarse algún acusado, se presentaba repentinamente, y desde su puesto, o desde el del primer juez, recordaba a los demás sus juramentos, las leyes y el delito que tenían el deber de castigar. Reformó asimismo los usos antiguos y modernos que eran causa de corrupción en las costumbres públicas.


XXXIV. Restringió los gastos de juegos y espectáculos, reduciendo el salario de los actores y determinando el número de gladiadores. Quejábase amargamente de que los vasos de Corinto hubiesen alcanzado un precio exorbitante, y de que tres barbos se hubiesen vendido en treinta mil sestercios. Juzgó conveniente poner límites al lujo en los muebles, y de hacer que el Senado fijase anualmente el precio de los artículos alimenticios. Los ediles recibieron órdenes para usar de toda la severidad en la policía de las tabernas y de los parajes de desorden, no permitiendo que se vendiesen en ellos ni siquiera pastelitos. Para dar ejemplo de economía, hacía servir en su casa, aun en las comidos más solemnes, viandas del día anterior, y ya empezadas, como la mitad de un jabalí, y decía que aquella mitad era tan sabrosa como el cuerpo entero. Prohibió también la costumbre de besarse todos los días, y prohibió también demorar más allá de las calendas de enero el cambio de regalos de primero de año; acostumbraba recompensar en el acto y por su propia mano los que le hacían a él, con el cuádruplo de su valor; pero cansado de que le distrajesen a cada momento todo el mes, a los que, no habían podido visitarle el primer día no les dio ya nada.


XXXV. Restableció la antigua costumbre de que un consejo de familia acordase por unanimidad de votos el castigo de las mujeres adúlteras que no tenían acusadores públicos. A un caballero romano, que había prometido no repudiar jamás a su esposa y que habiéndola sorprendido en adulterio con su yerno podía, por consiguiente, echarla, Tiberio le relevó de su juramento. Mujeres que habían perdido la reputación (74), para ponerse al abrigo de las penas que dictaba contra ellas la ley y librarse de los deberes de una incómoda dignidad, habían optado por hacerse inscribir como cortesanas. También se había visto a jóvenes libertinos de los dos primeros órdenes hacerse tachar de infamia por un tribunal, para, a pesar de las prohibiciones del Senado, obtener así el derecho a presentarse en el escenario del teatro o en la arena. Tiberio desterrólos a todos, para que no se creyese encontrar refugio en estos artificios. Despojó de la lacticlavia a un senador que había ido a vivir en el campo por las calendas de julio, con la intención de alquilar luego en Roma casa más barata, habiendo pasado el plazo de arriendo. Quitó a otro la cuestura por haber repudiado el día siguiente de su matrimonio a una mujer que había obtenido por sorteo la víspera.


XXXVI. Prohibió las ceremonias extranjeras, como los ritos egipcios y judaicos (75), y a los que profesaban tales supersticiones los obligó a quemar las vestiduras y todos los objetos que servían para su culto. Repartió la juventud hebrea, bajo el pretexto del servicio militar, en las provincias más insalubres. Expulsó de Roma el resto de esta nación y a todos los que formaban parte de sus sectas, bajo pena de perpetua esclavitud si regresaban. Desterró también a los astrólogos, pero les permitid regresar, bajo la promesa que le hicieron de no ejercer más su arte.


XXXVII. Cuidó de manera especial que no se turbase la paz con asesinatos, latrocinios y sediciones. Estableció en Italia puestos militares más numerosos que antes; también estableció en Roma un campamento para las cohortes pretorianas, repartidas hasta allí en la ciudad y sus inmediaciones. Reprimió con rigor los tumultos populares, y atendió sobre todo a prevenirlos. Habiéndose cometido un homicidio a raíz de una cuestión suscitada en el teatro, desterró a los jefes de los partidos rivales y a los actores por quienes se había suscitado la disputa, y no quiso nunca llamarlos, pese a cuantas instancias le hizo el pueblo. Los habitantes de Polentino detuvieron un día en una plaza el carro de un centurión primipilario, no dejándole partir sino después de haber arrancado por fuerza a los herederos una cantidad de dinero para un espectáculo de gladiadores; Tiberio envió desde Roma una cohorte y otra del reino de Cotcio, ocultando el motivo de su marcha y entrando de repente en la ciudad por todas las puertas, desenvainadas las espadas y a son de trompetas, encadenaron a perpetuidad a la mayor parte de los habitantes y hasta a senadores. Abolió el derecho de asilo en todos los lugares donde lo había mantenido la tradición. A los habitantes de Gicico, que habían cometido violencia contra ciudadanos romanos, les quitó la libertad que habían conseguido en la guerra contra Mitrídates. No hizo, durante su imperio, ninguna expedición militar, conteniendo por medio de sus legados, los movimientos de los enemigos, y siempre tarde y como a pesar suyo, con los reyes, ostensiblemente enemigos o sospechosos, usó quejas y amenazas con más frecuencia que la fuerza para contenerlos. Atrajo a algunos de ellos a Roma con promesas y lisonjas, y no los dejó ya partir; encontrábase en este número Marabodo el Germano, Rascúpolis el Tracio y Arquelao el Capadocio, cuyo reino redujo a provincia romana.


XXXVIII. Durante los dos primeros anos de su ascensión al poder no salió de Roma, y en lo sucesivo visitó sólo las ciudades vecinas, sin pasar nunca de Ancio, y aun esto escasas veces y por pocos días. Anunció, a menudo, que visitaría las provincias y los ejércitos, y casi todos los años hacía los preparativos de marcha; se retenían para él los carruajes en el camino; preparaban las provisiones en los municipios y las colonias, y llegando incluso a consentir que se hiciesen votos solemnes por su viaje y su regreso; por esta razón se le llamaba en burla Calípides, nombre proverbial de un antiguo histrión que corría por el teatro sin avanzar nunca más de un codo.


XXXIX. Sin embargo, cuando perdió a sus dos hijos, Germánico y Druso, muertos el uno en Siria y el otro en Roma, se retiró a la Campania, pensando todos entonces que no volvería ya a Roma y que sucumbiría muy pronto. En efecto, no regresó a Roma, y pocos días después de su partida, mientras cenaba cerca de Terracina en una casa de campo llamaba la Gruta, desprendiéronse de la bóveda varias piedras enormes, que aplastaron a muchos convidados y esclavos ocupados en servirles, librándose él milagrosamente.


XL. Después de haber recorrido la Campania y haber hecho la dedicación del Capitolio en Capua, como también la del templo de Augusto en Nola, que fue pretexto de su viaje, marchó a Capri, gustándole esta isla en gran manera, porque sólo era abordable por un lado y por muy estrecha entrada, haciéndola inaccesible por los otros escarpadas y altísimas rocas y el abismo de los mares. No tardaron, sin embargo, en llamarle las reiteradas súplicas del pueblo, asustado por el desastre que acababa de ocurrir en Fídenas, donde el hundimiento de un anfiteatro había hecho perecer a veinte mil personas que presenciaban un combate de gladiadores. Pasó, pues, al continente y, mostrase tanto más accesible a todos cuanto que, al salir de Roma, había prohibido por un edicto que nadie se le acercarse y había alejado en todo el camino a los que se presentaban para verlo.


XLI. De regreso a su isla abandono el cuidado del gobierno y desde aquella época no completó ya las decurias de los caballeros, no llevó a cabo ningún cambio en los tribunos militares, ni en los mandos de la caballería, ni en los gobernadores de las provincias. Dejó, durante muchos años, a España y la Siria en legados consulares; dejó que los partos ocupasen la Armenia, que los dacios y sármatas devastasen la Mesia y que los germanos invadiesen la Galia, sin cuidarse para nada del deshonor ni del peligro que entrañaba ello para el Imperio.


XLII. A favor de la soledad y lejos de las miradas de Roma, entregase finalmente sin freno a todos los vicios que hasta entonces, y aunque torpemente, había disimulado. De ellos trataré ahora y también de su origen. En los campamentos, y desde que empezó la vida militar, se le conocía por su extraordinaria afición al vino, hasta el punto de llamarle los soldados, en vez de Tiberius, Biberius, en vez de Claudius, Caldius, y en vez de Nero, Mero (76). Siendo emperador, y en la misma época en que trabajaba en la reforma de las costumbres públicas, pasó dos días y una noche comiendo y bebiendo con Pomponio Flaco y L. Pisón. A la salida de esta bacanal, dio al primero el gobierno de la Siria y al segundo la prefectura de Roma, llamándolos en los nombramientos sus más amables compañeros y amigos de todas las horas. Pocos días después de haber apostrofado violentamente en el Senado a Sestio Galo, anciano pródigo y lujurioso, tachado de infamia en otro tiempo por Augusto, pidióle que le invitase a cenar a condición de que aquel día no cambiase en nada sus costumbres y de que habían de servir la cena jóvenes desnudas. A muchos candidatos ilustres que solicitaban la cuestura prefirió el mas obscuro, porque se habían bebido en la mesa toda una ánfora de vino que él mismo le había servido. Dio doscientos mil sestercios a Aselio Sabino por un diálogo en el que la seta, el becafigo, la ostra y el zorzal se disputaban la preeminencia. Creó, en fin, una nuevo cargo, que fue la intendencia de los placeres, y con el cual revistió a T. Cesonio Prisco, caballero romano.


XLIII. En su quinta de Capri tenía una habitación destinado a sus desórdenes más secretos, guarnecida toda de lechos en derredor. Un grupo elegido de muchachas, de jóvenes y de disolutos, inventores de placeres monstruosos, y a los que llamaba sus maestros de voluptuosidad (spintrias), formaban allí entre sí una triple cadena, y entrelazados de este modo se prostituían en su presencia para despertar, por medio de este espectáculo, sus estragados deseos. Tenía, además, diferentes cámaras dispuestas diversamente para este género de placeres, adornadas con cuadros y bajo relieves lascivos, y llenas de libros de Elefantidis, con objeto de tener en la acción modelos que imitar. Los bosques y las selvas no eran así más que asilos consagrados a Venus, y se veía a la entrada de las grutas y en los huecos de las rocas a la juventud de ambos sexos mezclada en actitudes voluptuosas, con trajes de ninfas y silvanos. A causa de esto, el pueblo, jugando con el nombre de la isla, daba a Tiberio el de Caprineum.


XLIV. La obscenidad fue llevada por él todavía más lejos, y hasta a excesos tan difíciles de creer como de referir. Se dice que había adiestrado a niños de tierna edad, a los que llamaba sus pececillos, a que jugasen entre sus piernas en el baño, excitándole con la lengua y los dientes, y también que, a semejanza de niños creciditos, pero todavía en lactancia, le mamasen los pechos, género de placer al que por su inclinación y edad se sentía principalmente inclinado. Así, habiéndole legado uno el cuadro de Parrasino en el que Atalanta prostituye su boca a Meleagro, y dándole facultad el testamento, si le desagradaba el asunto, de recibir en lugar de él un millón de sestercios, prefirió el cuadro y mandó colocarlo como objeto sagrado en su alcoba. Se afirma también que cierto día, durante un sacrificio, enamorado de la belleza del que llevaba el incienso, apenas esperó a que terminase la ceremonia para satisfacer secretamente su nefanda pasión, a la que tuvo que prestarse también un hermano del joven, que era flautista; luego les hizo romper las piernas, porque mutuamente se echaban en cara su infamia.


XLV. La muerte de Malonia demuestra también hasta qué punto se burlaba de la vida de las mujeres ilustres: llevada, en efecto, ésta a su casa, se negó siempre a satisfacer sus repugnantes deseos. Hízola él acusar por delatores, y, durante el proceso, no cesó un instante de preguntarle si se arrepentía. Habiendo, no obstante, podido ella escapar del tribunal, después de tratarle públicamente de viejo de boca impúdica, y que, velludo como un macho cabrio, tenía también su hediondez. Por esta causa, en los primeros juegos que se celebraron todos los espectadores aplaudieron, aplicando a Tiberio este pasaje de un atalánico: Así se ve al cabrón viejo lamer las partes sexuales de la cabra.


XLVI. Era inclinado al dinero, y difícilmente se le arrancaba: prestábase a alimentar bien a los que le acompañaban a la guerra, pero no les daba ningún salario. Sólo se cita de él una liberalidad, que fue pagada, sin embargo, por Augusto, y fue así: Había repartido aquel día su comitiva en tres clases, según la dignidad de cada uno, e hizo distribuir a la primera seiscientos sestercios, cuatrocientos a la segundo y doscientos a la tercera, compuesta de aquellos que, sin ser amigos suyos, le eran, según él, agradables.


XLVII. No señaló su Imperio con ningún monumento de valor, y los únicos que emprendió los dejó sin terminar; fueron el templo de Augusto y el teatro de Pompeyo, que se propuso restaurar, comenzados muchos años antes. Tampoco dio ningún espectáculo, y rara vez asistió a los que daban los particulares; pues temía que se aprovechase la circunstancia para hacerle alguna petición, desde que se vio obligado por las instancias del pueblo a manumitir al cómico Accio. Alivió la penuria de algunos senadores; pero, a fin de que el ejemplo no sentase precedentes, declaró que en adelante sólo concedería auxilio a los que justificasen ante el Senado las causas de su pobreza. Así fue que la mayor parte guardaron silencio por pudor y modestia, entre ellos Hortalo, nieto del orador G. Hortensio, que, con muy modestas riquezas se había casado por complacer a Augusto y se veía padre de cuatro hijos.


XLVIII. Como emperador realizó sólo dos munificencias: una cuando prestó al pueblo por tres años y sin interés cien millones de sestercios; la otra, después del incendio de algunas casas situadas sobre el monte Cello, en que abonó su valor a los propietarios. De estas dos liberalidades, la primera casi le fue arrancada por el clamor público en una época en que había gran escasez de dinero, habiendo ordenado por medio de un senadoconsulto que los usureros colocasen en fincas agrarias las dos terceras partes de sus deudas, cosa que era generalmente imposible; la segunda la concedió a la desgracia de los tiempos, y tanto la hizo valer, que quiso que el monte Celio cambiase de nombre y fuera llamado Augusto. Duplicó la cantidad que Augusto legó por testamento a los soldados; pero nada les dio, exceptuando mil dineros por cabeza a los pretorianos, porque no habían favorecido los proyectos de Seyano, y algunas gratificaciones a las legiones de Siria, por ser las únicas que no habían colocado el retrato de este favorito como objeto de veneración entre las insignias militares. Rara vez concedió licencias a los veteranos, esperando que morirían de vejez en el servicio y que su muerte habría de serle provechosa. Tampoco hizo liberalidad alguna a las provincias, exceptuando la del Asia, donde un terremoto había destruido gran número de ciudades.


XLIX. La avaricia le arrastró con los años a la rapiña. Es cosa sabida que persiguió con importunidades y amenazas, hasta hacerle imposible la vida, al augur Cn. Léntulo, poseedor de un inmenso caudal, con el fin de arrancarle la promesa de nombrarle su único heredero; que, por complacer a Quirino, varón consular, riquisímo y sin hijos, condenó a Lépida, muy virtuosísima, repudiada veinte años antes por este Quirino, acusándola él mismo de haber querido en otro tiempo envenenarle; que confiscó los bienes de los principales ciudadanos de las Galias, de las Españas, de la Siria y de la Grecia, con fútiles pretextos y acusaciones absurdas, como la de poseer en dinero una parte de su caudal (77); que privó a muchos particulares y algunas ciudades de sus antiguas inmunidades, principalmente, del derecho de explotar las minas y de levantar impuestos; y, finalmente, que Vonón, rey de los partos, expulsado por los suyos y refugiado con sus tesoros en Antioquia, fue cobardemente despojado y muerto.


L. Su aversión a sus parientes se manifestó en primer lugar contra su hermano Druso, al mostrar una carta de éste en que se hablaba de obligar a Augusto a restablecer la libertad; su odio extendióse muy pronto a todos los demás. Estuvo tan lejos de tener para con su esposa Julia, que continuaba desterrada, las mínimas atenciones que impone la humanidad, que le prohibió salir de su casa y ver a nadie, a pesar de que Augusto le había dado toda una ciudad por prisión; hasta el peculio cuyo goce le dejaba su padre y la pensión anual que le añadía, se los retiró, con el pretexto del respeto debido a las leyes comunes y por no decir nada acerca de esto el testamento de Augusto. Se le hizo odiosa su madre Livia, creyéndola rival que aspiraba a participar de su poder. Procuró verla lo menos posible, y ya no tuvo con ella largas y secretas conversaciones, temiendo que se creyera que se dejaba influir por sus consejos, a los que, sin embargo, había recurrido algunas veces, y de los que usaba en ciertas ocasiones. Le pareció muy mal que se propusiera en el Senado agregar a sus títulos y a su nombre de hijo de Augusto el de hijo de Livia. No permitió nunca que se la llamase madre de la Patria, ni que en público recibiese ningún honor extraordinario. Le advirtió, incluso, con mucha frecuencia, que no se mezclase en asuntos importantes, que no convengan a las mujeres, sobre todo, desde que en un incendio, cerca del templo de Vesta, la vio intervenir en medio del pueblo y de los soldados y apresurar los auxilios lo mismo que cuando vivía su marido.


LI. Muy pronto se separó completamente de ella, y según se dice, por la siguiente causa: Livia le rogaba continuamente que inscribiese en las decurias a un hombre que había sido honrado ya con el derecho de ciudadanía; le dijo él, al fin, que consentiría en ello a condición de añadir en el cuadro de la orden, que tal favor se lo había arrancado su madre. Ofendida Livia, fue a buscar en el santuario consagrado a Augusto las antiguas cartas de este príncipe en que hablaba sin rebozo del carácter duro y tiránico de Tiberio, y volvió en seguida a leérselas. Fue tanta su indignación de que hubiesen conservado aquellas cartas y de que se las presentase su indignada madre, que ésta fue según algunos escritores una de las causas principales de su retirada a Capri. En los tres años que vivió todavía Livia después de su marcha de Roma sólo la vio una vez y no más que algunas horas. Después no se digno visitarla ni siquiera cuando estuvo enferma y después de su muerte se hizo esperar muchos días para los funerales a los que había prometido asistir de suerte que el cuerpo estaba ya en putrefacción cuando lo colocaron en la pira. Se opuso a que se le decretaran los honores divinos con el pretexto de que ella misma lo había prohibido; declaró nulo su testamento y consumó en poco tiempo la ruina de todos sus amigos y protegidos y principalmente de aquellos a quienes ella, al morir, había encargado el cuidado de sus funerales; hasta uno de ellos, perteneciendo al orden ecuestre, fue condenado al trabajo infamante de las bombas.


LII. Nunca sintió amor de padre ni por su propio hijo Druso, ni por Germánico, su hijo adoptivo. Odiaba en Druso su carácter blando y la molicie de su vida; no se mostró por ello sensible a su muerte, y apenas terminados los funerales, se dedicó a sus acostumbradas ocupaciones y mandó abrir los tribunales. Habiendo llegado algo tarde los enviados de Troya a darle el pésame por esta pérdida, les dijo burlandose, y como quien solamente conserva un vago recuerdo, que él también se lo daba por la muerte de un ciudadano tan excelente como Héctor. Celoso de Germánico, procuraba rebajar como inútiles sus actos más hermosos, y lamentar como funestas para el Imperio sus victorias más gloriosas. Quejóse en el Senado de que Germánico se hubiese trasladado sin orden suya a Alejandría, donde se había declarado de pronto un hambre espantosa. Se cree, incluso, que se sirvió de Cn. Pisón, su legado en Siria, para hacerle perecer, y que acusado luego del crimen, declaró que habría mostrado órdenes de Tiberio si no se las hubiesen substraído secretamente. Por ello se escribió en muchos parajes y gritaban de noche: Devuélvenos a Germánico. El propio Tiberio confirmó estas sospechas, persiguiendo cruelmente a la viuda e hijos de aquel héroe.


LIII. A su nuera Agripina, que se le quejo con alguna libertad después de la muerte de su marido, la cogió del brazo, y citando un verso griego, le dijo: si no oprimes, hija mía, te crees oprimida. Desde entonces ya no se digno hablarle; y más adelante, fundándose en que se había negado un día en su mesa a probar unas frutas que le ofreció, cesó de invitarla a sus comidas, con el pretexto de que le creía capaz de envenenarla. Todo esto estaba, sin embargo, convenido de antemano, sabiendo él que al ofrecerle aquellas frutas recibiría la negativa, porque había hecho advertirle que tuviese cuidado porque intentaban envenenarla. Por último la acusó de querer refugiarse al pie de la estatua de Augusto o entre los ejércitos, y la desterró a la isla Pandataria, haciéndola azotar por un centurión, que le hizo saltar un ojo. Habiendo decidido ella dejarse morir de hambre, mandó que le abriesen por fuerza la boca para introducirle los alimentos; pero persistió ella en su designio, acabando por sucumbir. Afeó su memoria con las peores imputaciones, y quiso que se incluyese entre los nefastos el día de su nacimiento. Pretendió, incluso, haberle favorecido no ordenando estrangularla y arrojarla luego a las Gemonias; y consintió que se le elogiase por tal clemencia en un decreto de acción de gracias que consagraba al mismo tiempo una ofrenda de oro a Júpiter Capitolino.


LIV. Tenía de Germánico tres nietos, Nerón, Druso y Cayo; de Druso, uno solo, llamado Tiberio. Tras la muerte de sus hijos, recomendó a los senadores los dos mayores de Germánico, Nerón y Druso, y celebró, con un congiario dado al pueblo, su ingreso en la carrera de las armas. Pero cuando supo que al empezar el año se habían hecho también por la salud de éstos votos solemnes, dijo, quejándose al Senado, que tales honores sólo debían concederse a dilatados servicios y a la edad madura, dejando ver así el fondo de su alma y exponiendo a los jóvenes a las acusaciones de todos los delatores, pues ya no hubo lazo que no les tendiesen para empujarlos al ultraje y por el ultraje a la muerte. El propio Tiberio los acusó en cartas, en las que acumulaba las más acerbas censuras; los hizo declarar enemigos públicos y morir de hambre, a Nerón en la isla Pontia, y a Druso en los subterráneos del palacio. Dícese que el primero decidióse a ello al ver al verdugo presentarse a él como por orden del Senado, y colocarle delante la cuerda y los garfios, instrumentos de su suplicio. En cuanto a Druso, tan rigurosamente se le privó de alimento, que intentó incluso devorar la lana de su colchón; los restos de los dos desgraciados príncipes fueron dispersados de tal suerte que difícilmente pudieran encontrarlos.


LV. Habíase asociado Tiberio, además de sus viejos amigos y familiares, a veinte de los principales ciudadanos de Roma a titulo de consejeros para los asuntos de Estado. Exceptuando a dos o tres, a todos los hizo perecer con diferentes pretextos, entre ellos a Elio Seyano, que arrastró a su ruina a considerable número de personas, y al que había elevado al más alto grado de poder, no tanto por amistad como para tener un cómplice cuya política artificiosa le librase de los hijos de Germánico y asegurase el imperio al de Druso, su nieto según la naturaleza.


LVI. No se mostró más moderado con los retóricos griegos, que vivían como huéspedes suyos y cuya conversación le era muy agradable. Cierto día preguntó a un tal Zenón, que afectaba un lenguaje muy rebuscado, qué dialéctica tan desagradable era la que usaba; y habiéndole contestado que la dórica, le desterró a la isla Cinaria, porque creyó ver en aquella respuesta una alusión ofensiva a su antigua permanencia en Rodas, donde se hablaba el dórico. Acostumbraba suscitar en la mesa cuestiones sacadas de sus lecturas de la jornada; y enterado de que el gramático Seleuco preguntaba diariamente a sus esclavos qué libro había leído, para acudir así preparado, comenzó por alejarse de su persona, y poco después le hizo morir.


LVII. Desde su infancia reveló un carácter feroz y disimulado. Dícese que el primero que lo adivinó fue su maestro de retórica Teodoro de Gadarea, definiéndolo exactamente al decir de él en enérgico lenguaje, que había barro diluido en su sangre. Pero este carácter fue el que principalmente se manifestó en el emperador y hasta en el principio de su reinado, cuando procuraba aún ganarse el favor del pueblo con apariencias de moderación. Un bromista, al ver pasar un cortejo fúnebre, encargó en alta voz al muerto que dijese a Augusto que todavía no habían pagado los legados que hizo al pueblo romano. Tiberio mandó prenderlo, le pagó lo que se le debía, y lo mandó al suplicio, recomendándole que dijese a Augusto la verdad. Poco tiempo después, un caballero romano, llamado Pompeyo, por haber combatido en el Senado el parecer de Tiberio, se vio amenazado por él con la prisión y con hacerle cambiar el nombre de Pompeyo con el de Pompeyano, acerva alusión al cruel destierro de los partidarios vencidos de esta familia.


LVIII. Por el mismo tiempo, habiéndole interrogado un pretor sobre si quería que se persiguiesen los delitos de lesa majestad, le contestó él que era preciso cumplir las leyes; y, en efecto, las cumplió con barbarie. Un ciudadano había quitado la cabeza a una estatua de Augusto para colocar otra en su lugar; se trató el asunto en el Senado, y como no pudo probarse el hecho sometieron al acusado al tormento de acusación al punto de convertir en crimen capital haber azotado a un esclavo o cambiado de vestido delante de la estatua de Augusto; haber estado en las letrinas o en paraje de desorden con un retrato de Augusto grabado en un anillo o en una moneda (78); haberse atrevido a censurar una palabra o un acto de Augusto. Un ciudadano fue condenado, en fin, a la muerte por haber consentido que le tributasen, honores en su provincia en el mismo día en que se los rindieron en otro tiempo a Augusto.


LIX. Aparte de estos actos de crueldad gratuita, cometió diariamente otros espantosos con el pretexto de administrar justicia y corregir las costumbres, pero, en realidad, para satisfacer su inclinación perversa. Por esta causa circularon muy pronto versos atribuyéndole los males presentes y señalándole como culpable de los futuros:


Aper et immitis, breviter vis omnia dicam?
Dispeream, si te mater amare potest
.Non es eques. Quare? non sunt tibi millia centum:
Omnia si quoeras, et Rhodos exsiliun est.
Aurea mutasti Saturti secura Cesar:
Incolumi nam te ferrea semper erunt.
Fastidit vinum, quia jam sitit iste cruorem:
Tam bibit hunc avide, quam bibit ante merum.
Aspice felicem sibi, non tibi, Romule, Sullan:
Et Marium, si vis, aspice, sed reducem:
Neo non Antonio, civilia bella moventis,
Nec semel infectas aspice coede manus:
Et dic, Roma perit; regnabit sanguine multo.
Ad regnum quisquis Cenit ab exsilio.

Al principio quiso Tiberio que se considerasen tales versos como obra de algunos descontentos, porque las reformas iban contra sus vicios, y como expresión de ciega cólera, más bien que de razonada opinión; y decía frecuentemente: que me odien con tal de que me respeten, pero no tardó en demostrar cuán fundadas y verdaderas eran aquellas acusaciones


LX. Pocos días después de su llegada a Capri, se le acercó de pronto un pescador en un momento en que estaba solo, presentándole un barbo de un enorme tamaño. Asustado Tiberio al ver a aquel hombre, que había llegado hasta él escalando el escarpado que rodea la isla, le hizo frotar la cara con su pescado. En medio del suplicio, el pescador se felicitó de no haber presentado también una enorme langosta que había cogido; Tiberio mandó traerla e hizo que le rasgasen también con ella la cara. Castigó con la muerte a un soldado pretoriano por haber robado un pavo real en una huerta. Durante un viaje, habiéndose enredado en unos matorrales la litera en que le llevaban, se lanzó sobre el centurión de la cohorte encargado de explorar el camino, lo echó al suelo y casi lo mató a golpes.


LXI. Ya roto todo freno, agotó todos los géneros de crueldad. Nunca le faltaron víctimas; persiguió uno tras otro a los amigos de su madre, de sus nietos, de su nuera, de secano y hasta a sus simples conocidos. Desde la muerte de Seyano se mostró, sin embargo, más cruel, lo cual hizo conocer que el papel de éste consistía menos en excitarle al crimen que en proporcionarle ocasiones y pretextos. No obstante, en las compendiosas Memorias que escribió sobre su vida, osó decir: que castigó a Seyano como perseguidor de los hijos de su hijo Germánico; pero Secano le había ya infundido sospechas cuando hizo perecer a uno, y había ya muerto cuando mató al otro. Sería prolijo referir en detalle todas estas atrocidades, y me limitaré a dar sólo una idea general con algunos ejemplos. No pasó un solo día que no quedase señalado con ejecuciones, sin exceptuar los que la religión ha consagrado, y ni siquiera el primero del año. Envolvía en la misma condena a la esposa e hijos de los acusados, y a sus parientes les estaba prohibido llorarlos. Se daba fuertes recompensas a los acusadores, y algunas veces hasta a los testigos. Se creía bajo su palabra a los delatores, y toda acusación acarreaba fatalmente la muerte; una simple palabra podía constituir un crimen. Acusóse a un poeta de haber injuriado a Agamenón en una tragedia, y a un historiador de haber llamado a Bruto y Casio los últimos de los romanos. Estos escritores fueron castigados y destruidos sus escritos, aunque los habían publicado muchos años antes con la aprobación de Augusto, que había escuchado su lectura. Entre las encarcelados los hubo a quienes se negó hasta el consuelo del estudio y también el alivio de conversar reunidos. Seguros de la condena, muchos de los llamados por la justicia suicidáronse para evitar los tormentos y la ignominia; otros se envenenaron en pleno Senado; se vendaba, sin embargo, a los heridos y se los llevaba moribundos y palpitantes a las prisiones públicas. Ni un solo condenado se libró de ser arrastrado con ganchos y arrojado después a las Gemonias. Se contaron hasta veinte en un día, y entre ellos mujeres y niños. Como una costumbre antigua prohibía estrangular a las vírgenes, el verdugo las violaba primeramente y las ahorcaba en seguida. Se obligaba a vivir a los que querían morir, pues consideraba la muerte como pena tan ligera, que habiendo muerto un acusado llamado Carnulio, ya prevenida su ejecución, dijo cuando lo supo: Ese Carnulio se me ha escapado. Un cierto día en que visitaba los calabozos contestó a un sentenciado que le suplicaba acelerase su suplicio: Ignoro que nos hagamos reconciliado. Un consular refiere en sus anales que en un festín, a que asistía él mismo, un enano que estaba frente a la mesa con otros bufones, preguntó de repente en voz alta a Tiberio, después de decir varias agudezas, por qué vivía tanto tiempo Paconio acusado de lesa majestad; que el príncipe reprimió en el acto la libertad de su lengua, pero a los pocos días escribió al Senado para que resolviese sin demora la pena que debía imponerse a Paconio.


LXII. Su crueldad no conoció freno ni límites cuando supo finalmente que su hijo Druso, a quien creía muerto a consecuencia de una enfermedad producida por su intemperancia, había sido envenenado por su esposa Lavila y por Seyano. Multiplicó entonces sin piedad contra todos indistintamente las torturas y los suplicios, y durante días enteros le absorbió completamente este proceso; hasta tal punto fue así, que habiendo llegado a Roma uno de Rodas, huésped suyo, llamado por cartas amistosas de Tiberio, cuando le anunciaron su visita, mandó en seguida darle tormento, persuadido de que acababan de traerle alguno de los condenados a la tortura. Cuando se descubrió el error, le hizo matar para acallar los rumores. Todavía se enseña en Capri el lugar de las ejecuciones; es una roca escarpada desde la cual, en presencia suya y a una señal dada por él, arrojaban al mar a los sentenciados después de haberles hecho sufrir tormentos prolongados e inauditos. Abajo los esperaban marineros que golpeaban los cuerpos con sus remos por si acaso quedaba en ellos un soplo de vida. Entre otras horribles invenciones había imaginado hacer beber a algunos convidados, a fuerza de pérfidas instancias, gran cantidad de vino, y en seguida les hacía atar el miembro viril, para que sufriesen a la vez el dolor de la atadura y la viva necesidad de orinar. Si no se le hubiese adelantado la muerte, y si Trasilo, previendo, según dicen, este acontecimiento no le hubiera decidido con esperanzas de larga vida a aplazar algunas de sus venganzas, hubiera hecho perecer muchas personas más, y no habría, sin duda, perdonado a ninguno de sus otros nietos. Cayo le era sospechoso, Y el joven Tiberio, como hijo adulterino, sólo le inspiraba desprecio. Hace verosímil esta opinión el haberle oído frecuentemente envidiar a Príamo la felicidad de haber sobrevivido a todos los suyos.


LXIII. Existen muchas pruebas de que en medio de tantos horrores fue odiado y execrado universalmente, y también de que le persiguieron los terrores del crimen y los ultrajes de algunos hombres. Prohibió consultar en secreto y sin testigos a los arúspices. Intentó suprimir los oráculos que había en las inmediaciones de Roma; pero renunció a ello aterrado por un prodigio que protegió los vaticinios de Prenesto, pues, a pesar de haberlos llevado sellados a Roma, no los encontraron en el cofre en que los habían encerrado, no reapareciendo hasta que el cofre quedó colocado en el templo. Ocurrióle nombrar consulares para el gobierno de algunas provincias y no atreverse a enviarlos a ellas; reteníalos a su lado y al cabo de algunos años, estando ellos presentes, nombrábales sucesores. Pero como les dejaba en Roma el título de su cargo, les remitía algunos asuntos, que éstos hacían resolver a sus coadjutores y legados.


LXIV. A su nuera y nietos, después de haberlos condenado, nunca los hizo cambiar de residencia, sino encadenados y en litera bien cerrada, con guardia que impedía a los viajeros y transeúntes mirar o detenerse.


LXV. Cuando resolvió perder a Seyano, que conspiraba contra él y cuyo poder estaba tan cimentado que se celebraba públicamente el día de su nacimiento, venerando incluso sus doradas estatuas, utilizó la astucia y la sutileza más bien que la autoridad del poder. En primer lugar, para alejarle de él con honroso pretexto, le tomó por colega en su quinto consulado, que, aunque ausente y a largo intervalo del anterior, solicitó con este objeto; le lisonjeó, después, con la esperanza de una unión de familia y con el poder tribunicio, y de pronto acusole ante el Senado, en una vil y miserable peroración, dirigiendo a los senadores, entre otras súplicas, la de que le enviasen uno de los cónsules con encargo de conducir a su presencia, con escolta militar, al viejo emperador, a quien todos abandonaban. No bastaron, sin embargo, estas precauciones para tranquilizarle; temiendo turbulencias, ordenó que en caso de alarma pusiesen en libertad a su nieto Druso, que continuaba preso en Roma, y le diesen el mando de las fuerzas militares. Tenia también naves preparadas para refugiarse en alguno de los ejércitos, y esperaba en lo alto de una roca las señales que había mandado le hiciesen desde lo más lejos posible, con objeto de quedar prontamente advertido de todo lo que ocurriese, y sin temor a que pudiesen interceptar los mensajes. Una vez sofocada la conjuración de Seyano, no se mostró por ello más tranquilo ni más confiado, y durante los nueve meses que siguieron permaneció encerrado en su casa de campo, llamada casa de Júpiter.


LXVI. Uníase aún a sus inquietudes el disgusto de verse injuriado constantemente, pues no había un sentenciado que no le execrase cara a cara o en libelos que se encontraban en la orquesta. Mostrábase por esto, diversamente afectado; unas veces la vergüenza le hacía desear que quedasen ignorados todos los ultrajes; otras fingía despreciarlos y los repetía él mismo haciéndolos públicos. Nada le molesto tanto como una carta de Artaban, rey de los partos, que le censuraba sus asesinatos, su cobardía, sus desórdenes y le exhortaba a dar satisfacción cuanto antes, por medio del suicidio, al justo e implacable odio de sus conciudadanos.


LXVII. Hecho odioso, en fin, a sí mismo, reveló su miserable estado hasta en una carta dirigida al Senado, y que empezaba así: ¿Qué os escribiré, padres conscriptos, o cómo debo escribiros, o qué no os escribiré en la situación en que me encuentro? Si lo sé, que los dioses y diosas me hayan perecer con muerte más miserable de la que me siento morir todos los días. No falta quien cree que el conocimiento que poseía del porvenir le había revelado su suerte, y que sabía muy de antemano cuánta infamia y amargura le aguardaban en aquella época. En previsión de esto, se asegura que al tomar posesión del Imperio, rehusó con obstinación el título de PADRE DE LA PATRIA y el privilegio de que se jurase por sus actos, temiendo que tan grandes honores, de los que sería muy pronto indigno, hiciesen destacar más y más su envilecimiento. Esto, al menos, es lo que puede deducirse del discurso que pronunció en aquella circunstancia, cuando dijo: que siempre seria semejante a si mismo y no cambiaria sus costumbres mientras conservarse la razón; pero que el Senado no debía dar el peligroso ejemplo de jurar obediencia a los actos de quienquiera que fuese estando todos sujetos a cambiar; o cuando añadió: si alguna vez llegáis a poner en duda la pureza de mis costumbres y mi abnegación hacia vosotros (¡ojalá llegue mi último día antes que tal desgracia!), ese nombre de PADRE DE LA PATRIA nada añadirá a mi honor; y vosotros mereceréis la censura de habérmelo otorgado con ligereza o de haber formado luego de mi opinión contraria a la primera.


LXVIII. Era grueso y robusto, y su estatura mayor que la ordinaria, ancho de hombros y de pecho, apuesto y bien proporcionado. Tenía la mano izquierda más robusta y ágil que la otra, y tan fuertes las articulaciones, que traspasaba con el dedo una manzana, y de un capirote abría una herida en la cabeza de un niño y hasta en la de un joven. Tenía la tez blanca, los cabellos, según costumbre de su familia, los llevaba largos por detrás, cayéndole sobre el cuello; tenía el rostro hermoso, pero sujeto a cubrirse súbitamente de granos; sus ojos eran grandes, y cosa extraña, veía también de noche y en la obscuridad, aunque durante poco tiempo y cuando acababa de dormir; después su vista se obscurecía poco a poco. Marchaba con la cabeza inmóvil y baja, con aspecto triste y casi siempre en silencio; no dirigía ni una palabra a los que le rodeaban, o si les hablaba, cosa muy rara en él, era con lentitud y con blanda gesticulación de dedos. Augusto, que había observado sus costumbres desagradables y arrogantes, trató más de una vez de excusarlas ante el pueblo y el Senado como defectos hijos de la naturaleza y no del carácter. Gozó de salud poco menos que inalterable durante casi todo el tiempo de reinado, aunque desde la edad de treinta años la dirigió a su antojo, sin ayuda ni consejo de ningún médico.


LXIX. Tenía tanto menos celo por los dioses y la religión, cuanto que se había entregado a la astrología y había llegado a la persuasión de que todo lo dirigía el Destino. Sin embargo, temía extraordinariamente a los truenos, y cuando había tempestad, llevaba en la cabeza una corona de laurel, por tener tales hojas la virtud de alejar el rayo.


LXX. Cultivó con ardor las letras griegas y latinas, y eligió por modelo, entre los oradores de Roma, a Mesala Corvino, cuya laboriosa ancianidad había despertado desde muy joven su admiración; pero obscurecía su estilo a fuerza de afectación y por el empleo de formas extrañas; por esta causa, lo que improvisaba valía algunas veces más que lo que había meditado. Compuso un poema lírico titulado Lamentos sobre la muerte de L. César. Escribió, asimismo, poesías griegas, en las que imitó a Euforión, Riano y Partenio, que eran sus autores preferidos, y cuyas obras y retratos hizo colocar en las bibliotecas públicas entre los de los escritores antiguos más ilustres; a causa de esto, muchos eruditos le dirigieron comentarios sobre estos poemas. Mostró también por la historia de la fábula un gusto que llegaba hasta el ridículo y lo absurdo. Así, para experimentar el saber de los gramáticos, de los que, como ya hemos dicho, formaba su sociedad habitual, les proponía cuestiones como está: ¿Quién era la madre de Hécuba? ¿Cuál era el nombre de Aquiles entre las doncellas? ¿Qué contaban ordinariamente las sirenas? El día en que por primera vez entró en el Senado, después de la muerte de Augusto, para satisfacer a la vez la piedad filial y la religión, creyó deber ofrecer, como hizo Minos tras la muerte de su hizo, sacrificio de vino e incienso, pero sin tocar la flauta.


LXXI. Hablaba con facilidad la lengua griega, pero no la utilizaba en todas las ocasiones, absteniéndose sobre todo de ella en el Senado, y habiendo empleado un día la palabra monopolio, pidió perdón por haber pronunciado aquel vocablo de origen extranjero. Otro día, cuando delante de él daban lectura a un decreto de los senadores en el que se encontraba la palabra griega que significa incrustaciones de oro, dijo que debía cambiarse aquel término extraño y que lo reemplazasen con una perífrasis. A un soldado, a quien se pedía testimonio en griego, le prohibió que contestase de otra manera que no fuera en latín.

LXXII. En todo el tiempo que duró su retiro, dos veces únicamente trató de regresar a Roma. La primera llego en un trirreme hasta los jardines inmediatos a la Naumaquia, no sin antes haber mandado colocar soldados en las dos orillas del Tíber para contener a cuantos salieran a recibirle; la segunda llegó por la vía Apia hasta siete millas de Roma; pero no hizo mas que mirar las murallas y se volvió. Sábese que en esta ocasión le había asustado un prodigio, pero no se sabe con claridad la causa que pudo obligarle a regresar en el primer viaje. Tenía una serpiente de la especie de los dragones, que criaba con placer y alimentaba con su mano; la encontró un día comida por las hormigas, y un augur le advirtió entonces que temiese las fuerzas de la multitud. Volvió, por ello, apresuradamente a Campania, prosiguiendo hasta Circeia. Allí y para que no se sospechase su debilidad, asistió a los juegos militares y hasta disparó dardos a un jabalí que habían soltado en la arena. Estos esfuerzos le produjeron dolores de costado; se vio expuesto al aire estando sudoroso y volvió a caer peligrosamente enfermo. No obstante, resistió algún tiempo aún y habiéndose hecho llevar hasta Misena, nada suprimió de su ordinario género de vida, ni siquiera los festines y demás placeres, bien por intemperancia, bien por disimulo. Cierto día en que, levantado de la mesa se disponía a dejarla, el médico Caricles le cogió la mano para besársela; creyó él que intentaba examinarle el pulso, y le rogó que volviese a sentarse prolongando la comida. Ni siquiera se abstuvo aquel día de su costumbre de permanecer en pie después de la comida en medio del comedor, con un lictor a su lado, para recibir la despedida de los convidados y despedirse él mismo.

LXXIII. Mientras tanto, habiendo leído en las actas del Senado que habían declarado obsueltos, sin oírlos siquiera, a muchos acusados sobre los cuales se habla limitado a escribir que los había nombrado un denunciante, pensó, temblando de temor, que se despreciaba su autoridad y quiso volver a Capri, fuese como fuese, no atreviendose a emprender nada sino al abrigo de sus rocas. Detenido, sin embargo, por vientos contrarios y por los progresos de la enfermedad, se detuvo en una casa de campo de Lúculo, muriendo en ella a los setenta y ocho años de edad, y veintitrés de su imperio, el 17 de las calendas de abril (80), bajo el consulado de Cn. Acerronio Próculo y de C. Poncio Nigrino. Hay quien cree que Calígula le había dado un veneno lento; otros, que le impidieron comer en un momento en que le había abandonado la calentura; y algunos, en fin, que le ahogaron debajo de un colchón porque, recobrado el conocimiento, reclamaba su anillo que le habían quitado durante su desmayo. Séneca ha escrito que, sintiendo cercano su fin, se había quitado el anillo como para darlo a alguien; que después de tenerlo algunos instantes, se lo había puesto otra vez en el dedo, permaneciendo largo rato sin moverse, con la mano izquierda fuertemente cerrada; que de pronto había llamado a sus esclavos, y que, no habiéndole contestado nadie, se levanto precipitadamente, pero que faltándole las fuerzas, cayó muerto junto a su lecho.


LXXIV. En el ultimo aniversario de su nacimiento vio en sueños a Apolo Temenites, cuya colosal y admirable estatua había hecho traer de Siracusa, para colocarla en la biblioteca de un templo nuevo, y el cual le dijo que no seria él quien la consagrara Pocos días antes de su muerte, un terremoto abatió en Capri la torre del faro; en Misena, cenizas calientes y carbones que habían llevado para calentar el comedor, y que se habían extinguido y enfriado, se encendieron de pronto por la tarde y ardieron hasta muy entrada la noche.


LXXV. La noticia de su muerte despertó en Roma tan grande alegría, que todos corrían por las calles, gritando unos: Tiberio al Tíber, y pidiendo otros a la madre Tierra y a los dioses Manes que sólo entre los impíos concediesen lugar al muerto; otros amenazaban, en fin, al cadáver con el garfio de las Gemonias. A la evocación de sus antiguas atrocidades se unían aún el horror de una crueldad reciente. Un senadoconsulto había establecido que el suplicio de los condenados se diferiera siempre hasta el décimo día; había algunos desgraciados que debían ser ejecutados precisamente el día en que se supo la muerte de Tiberio, e imploraban la compasión pública. Como no había, sin embargo, nadie a quien dirigirse, estando todavía ausente Cayo, los guardias, temiendo faltar a lo ordenado, los estrangularon y arrojaron a las Gemonias. Esto acreció el odio contra el tirano, cuya barbarie se hacia sentir aún después de su muerte. Cuando trasladaron su cuerpo de Misena, la mayor parte de los habitantes gritaron que era necesario quemarle en el anfiteatro de Atela (81); pero los soldados le llevaron a Roma y una vez allí lo quemaron con las ceremonias habituales.


LXXVI. Dos años antes de su muerte había hecho testamento y existen de él dos ejemplares; uno de su puño y letra, el otro escrito por un liberto, pero los dos perfectamente idénticos y firmados con nombres muy obscuros. Instituía herederos, por parte iguales, a sus nietos Cayo y Tiberio, que lo eran el primero por Germánico y el segundo por Druso, y los substituta el uno al otro. Dejaba también legados a muchas personas, entre otras a las vestales, a todos los soldados, al pueblo romano y a los inspectores de los barrios.


En el libro Los Doce Césares
Cayo Suetonio Tranquilo
Escrito en el siglo II D.C.