domingo, 13 de diciembre de 2009

TIBERIO NERÓN

I. La familia patricia de los Claudios (porque existió también una plebeya, no inferior a la otra en poder y dignidad) es oriunda de Regillis, en el país de los sabinos. De allí vino, con numeroso acompañamiento de clientes, a establecerse en Roma, recientemente edificada; fue acogida por el Senado entre las patricias a propuesta de Tito Tacio, colega de Rómulo, o lo que parece más cierto, cerca de seis años después de la expulsión de los reyes; eran entonces Atta Claudio cabeza de la familia. Diósele terreno más allá del Anio para sus clientes, y sitio para su sepultura al pie del Capitolio (65). En el transcurso de los años consiguió esta familia veintiocho consulados, cinco dictaduras, siete censuras, siete triunfos y dos ovaciones. Distinguióse con nombres y apellidos diferentes, pero mostrase unánime en rechazar el de Lucio, porque a dos miembros suyos que lo llevaron se les probó que habían cometido el uno robos y el otro asesinatos. Entre otros apellidos, tomó con frecuencia el de Nerón, que en lengua sabina significa valiente y activo.

II. Muchos servicios buenos y malos prestaron los Claudios a la República; pero citaremos sólo los principales: Apio Ceco impidió que se concertase una alianza desventajosa con el rey Pirro. Claudio Caudex fue el primero que cruzó el mar con una nota y expulsó a los cartagineses de la Sicilia; Claudio Nerón batió a Asdrúbal que con fuerzas considerables venia de España a reunirse con su hermano Aníbal. Por otra parte, Claudio Apio Regilano, nombrado decenviro para la redacción de las leyes, se atrevió a reclamar como esclava suya a una joven de condición libre, llegando hasta a emplear la violencia para satisfacer su pasión, lo que ocasionó nueva ruptura entre el pueblo y el Senado. Claudio Rufo se hizo erigir en el Foro de Apio una estatua coronada con una diadema y quiso ocupar a Italia con sus clientes. Claudio Pulcher, que mandaba en Sicilia, viendo que los pollos sagrados no querían comer y hacer de este modo los auspicios favorables, osó con menosprecio de la religión arrojarlos al mar para que bebiesen, ya que no comían, y habiendo trabado a continuación batalla naval, fue vencido; cuando el Senado le instaba para que nombrase un dictador, injurió de nuevo al infortunio público, eligiendo para esta dignidad a un mensajero suyo llamado Glicias. También entre las mujeres de esta familia se dieron buenos y malos ejemplos: una Claudia fue la que extrajo de los bajos del Tíber, donde estaba encallado, el buque en que se encontraba la estatua de Cibeles, rogando en alta voz a los dioses que le diesen fuerza para mover aquella nave, como testimonio de su castidad. Otra Claudia fue acusada ante el pueblo del delito de lesa majestad, extraño hasta entonces a las mujeres, porque avanzando con dificultad su carro entre los apiñados grupos de la multitud, expresó públicamente su deseo de que resucitase su hermano Pulcher y perdiese otra flota para disminuir la población de Roma. Se sabe, además, que todos los Claudios, excepto P. Clodio, quien con objeto de desterrar a Cicerón, se hizo adoptar por un plebeyo que era incluso más joven que él, permanecieron siempre siendo apoyo y a veces defensores únicos del poder y dignidad de los patricios, y tan implacables y violentos enemigos del pueblo, que ni bajo el peso de acusación capital quiso vestir ninguno el traje de luto ni implorar la compasión de la multitud; se sabe también que en las discordias civiles, muchos de ellos hirieron a tribunos. Viese asimismo una Claudia, sacerdotisa de Vesta, montar en el carro de su hermano, que iba en triunfo a pesar del pueblo, y acompañarle de este modo hasta el Capitolio, con objeto de que los tribunos nada pudieran contra él.

III. De este linaje descendía Tiberio César por padre y madre. Su origen paterno remontaba a Tiberio Nerón; el materno a Apio Pulcher, dos hijos de Apio Ceco. También estaba enlazado con la familia de los Livios por su abuelo materno, que había entrado en ella por adopción. Esta familia, aunque plebeya, había prosperado mucho, obteniendo ocho consulados, dos censuras, tres triunfos, la dictadura y el mando de la caballería. De ella han salido hombres célebres, especialmente Salinator y los Drusos. Salinator, siendo censor, acusó de infamia a todas las tribus romanas, como culpables de ligereza, por haberle hecho por segunda vez cónsul y censor después de condenarle a una multa al expirar su primer consulado. Druso recibió este nombre, que legó a sus descendientes, por haber dado muerte luchando frente a frente a un general enemigo llamado Drausus. Se dice también que trajo de la Galia, adonde fue enviado como propretor, el oro que en otro tiempo se diera a los senones cuando sitiaban el Capitolio, y que no fue rescatado por Camilo, como se creía. Su bisnieto, que por su valerosa resistencia a las empresas de los Gracos fue llamado el jefe del Senado, dejó un hijo que, comprometido en parecidas querellas y meditando atrevidos proyectos, concluyó por caer en las asechanzas y bajo los golpes del partido opuesto.


IV. El padre de Tiberio fue cuestor de C. César durante la guerra de Alejandría, y mandaba su nota, contribuyendo mucho a la victoria. Por esta razón fue nombrado pontífice en lugar de S. Scipión y encargado de establecer en la Galia gran número de colonias, entre otras Narbona y Arlés. Después de la muerte de César, y no obstante el criterio de todo el Senado, que quería dejar impune el asesinato para evitar nuevas turbulencias, llegó hasta pedir que se votasen recompensas para los tiranicidas. Estaba por terminar el año de su pretura, cuando estalló la discordia entre los triunviros; conservó con esto más del tiempo prescrito las insignias de su dignidad, siguió a Perusa al cónsul L. Antonio, hermano del triunviro, y fue el único que le permaneció fiel tras la defección de todo su partido. Retirase primeramente a Prenesto, pasó después a Nápoles, y no habiendo conseguido sublevar a los esclavos, a los que prometía la libertad, huyó a Sicilia. Indignado allí porque le hicieron esperar una audiencia de Sexto Pompeyo y prohibido el uso de las fasces, se trasladó a Acaya al lado de M. Antonio. No tardó, sin embargo, en volver con él a Roma, una vez restablecida la paz, y fue entonces cuando, a petición de Augusto, le cedió su mujer Livia Drusila, que se encontraba encinta y le había dado ya un hijo. Murió poco tiempo después, dejando dos hijos, Tiberio y Druso, denominados Nerones.


V. Se ha creído, por conjeturas poco sólidas, que Tiberio nació en Fondi, porque allí vio la luz su abuela materna y porque en virtud de un senadoconsulto erigiese también allí una estatua a la Felicidad. Pero la mayoría de los autores y los más dignos de crédito afirman que nació en Roma, sobre el monte Palatino, el 16 de las calendas de diciembre, bajo el consulado de M. Emilio Lépido y de L. Munacio Planeo, después de la batalla de Filipos. Así esta al menos consignado en los fastos y en las actas públicas. Sin embargo, no faltan escritores que le suponen nacido el año anterior, bajo el consulado de Hircio y de Pansa, y otros en el año siguiente, bajo el de Servilio Isáurico y de Antonio.


VI. Laboriosa y agitada transcurrió su infancia, porque desde la más tierna edad estuvo expuesto a fatigas y peligros, acompañando a sus padres por todas partes en su huida. Cuando iban a embarcarse secretamente para huir de Nápoles, adonde acudían sus enemigos, estuvo a punto de denunciarlos con sus gritos, primero cuando le arrancaron del seno de su nodriza, y después en los brazos de su madre, a quien en tan peligrosa coyuntura querían aliviar de su carga algunas mujeres. Llevado por Sicilia y por Acaya y entregado a la fe de los lacedemonios, que estaban bajo el protectorado de Claudio, se vio en peligro de morir una noche en que había dejado aquel nuevo asilo; habiendo estallado en efecto un voraz incendio en un bosque que atravesaba, le rodearon las llamas tan súbitamente, así como a los que iban con él, que se propagó el fuego a los vestidos y cabellos de Livia. Todavía se muestran en Baias los regalos que recibió en Sicilia, de Pompeya, hermana de Sexto Pompeyo, consistente en una toga, un broche y pendientes de oro. Tras su regreso a Roma, el senador M. Galio lo adoptó por testamento. Tiberio recibió su herencia; pero no tardó en abstenerse de llevar su nombre, porque Galio había pertenecido al partido contrario a Augusto. Contaba nueve años cuando pronunció el elogio fúnebre de su padre, en la tribuna de las arengas. Entraba en la edad púber cuando acompañó a caballo el carro de Augusto el día de su triunfo de Actium, cabalgando a la izquierda del triunfador, mientras Marcelo, hijo de Octavio, lo hacía a la derecha. Presidió asimismo los juegos que se dieron por aquella victoria, y en los de Circo, llamados troyanos, mandaba el grupo de los jóvenes.

VII. Después de vestir la toga viril, su juventud, y el tiempo que medió después hasta su reinado, Pasaron del siguiente modo: dio dos veces espectáculos de gladiadores, uno en memoria de su padre, otro en honor de su abuelo Druso, en épocas y parajes diferentes; el primero en el Foro y el segundo en el Anfiteatro; en esta ocasión presentó algunos rudiarios (66), que pagó en cien mil sestercios. Dio también, aunque ausente, juegos en que desplegó gran magnificencia, y cuyos gastos pagaron su madre y su suegro. Casó primero con Agripina, nieta del caballero romano Cecilio Atico, a quien dirigió sus cartas Cicerón. Agripina le dio un hijo, llamado Druso, y él le profesaba hondo cariño, pero, a pesar de ello, se vio obligado a repudiarla durante su segundo embarazo, para casarse inmediatamente con Julia, hija de Augusto. Este matrimonio le causó tanto más disgusto, cuanto que apreciaba profundamente a la primera y reprobaba los hábitos de Julia, la cual, viviendo aún su primer marido, le había hecho públicamente insinuaciones, hasta el punto de haberse divulgado su pasión. No pudo por ello consolarse de su divorcio con Agripina, y habiéndola encontrado un día por casualidad, fijó en ella los ojos con tanta pena, que se tuvo cuidado para lo sucesivo de que no se presentase delante de el. Vivió al principio en bastante buena inteligencia con Julia y hasta correspondió a su amor, pero no tardó en mostrarle aversión, haciéndole ultraje de no compartir con ella el lecho desde la muerte de su hijo, todavía niño, que había nacido en Aquilea y única prenda de su amor. Tiberio perdió en Germania a su hermano Druso, y trajo su cuerpo a Roma, precediéndole a pie durante todo el camino.


VIII. Defendió ante el tribunal de Augusto al rey Arqueleo, a los tralianos y tesalos, en diferentes causas, siendo éste su aprendizaje en los deberes civiles. Intercedió también en el Senado en favor de los habitantes de Laodicea, de Tiatiro y de Quios, que habían sufrido un terremoto e imploraban la ayuda de Roma. Acusó de lesa majestad e hizo condenar por los jueces a Fanio Cepión que, con Varrón Murena, había conspirado contra Augusto. En aquel tiempo estaba encargado de dos misiones de importancia: el abastecimiento de Roma, en la que empezaban a faltar los víveres, y la inspección de todos los obradores de esclavos que contenía Italia, por que se acusaba a los dueños de estos obradores de retener por violencia no sólo a los viajeros que podían sorprender, sino también a los que acudían a ocultarse en ellos para substraerse al servicio militar.


IX. Su primera campaña la hizo Tiberio en la expedición de los cántabros como tribuno de los soldados; fue enviado después a Oriente con un ejército, devolviendo a Tigranes el reino de Armenia, y coronándole, sentado en su tribunal. Recibió asimismo las águilas romanas que en otro tiempo arrebataron los partos a M. Craso. Gobernó después cerca de un año la Galia Cabelluda, alterada entonces por las incursiones de los bárbaros y las querellas de sus jefes. Hizo poco después la guerra de Recia y de Vindelicia, y más adelante la de Germania. En la de Recia y Vindelicia sometió a los pueblos alpasos; en la de Panonia, a los bruecos y dálmatas; y, finalmente, en la Germania recibió por convenio cuarenta mil enemigos, que trasladó a la Galia, dándoles tierras en las orillas del Rin. Mereció por estas hazañas la ovación, y entrar en Roma en un carro con los adornos triunfales, honor que, a lo que dicen, nunca se había concedido a nadie. Con la edad obtuvo todas las magistraturas, y ejerció casi sin interrupción la cuesturas la pretura y el consulado; fue creado cónsul por segunda vez, y después de breve intervalo, revestido del poder tribunicio por cinco años.


X. Entre tantas prosperidades, en la plenitud de la edad y de la salud, decidió inesperadamente retirarse y alejarse bien por evadirse de su esposa, a la que no se atrevió a acusar ni repudiar, a pesar de no poderla sufrir, o porque creyese que la ausencia, mejor que una importuna asiduidad, aumentaría su importancia en el caso de que la República le necesitase. Hay quien opina que viendo crecer a los hijos de Augusto, había querido, tras haber sido por mucho tiempo dueño del segundo orden, aparentar, a ejemplo de M. Agripa, que lo abandonaba a ellos voluntariamente; Agripa, en efecto, cuando Marcelo participo en la administración pública, marchase a Mitilena para no desempeñar con él papel de concurrente o de censor. El mismo Tiberio confesó después que había tenido idénticos motivos. Pretextando entonces saciedad de honores y precisión de descanso, pidió permiso para ausentarse. Su madre quiso retenerle, instándole por todos los medios, y Augusto llegó incluso a quejarse en pleno Senado de quedar abandonado. Tiberio se mostró inflexible, y como se obstinasen en impedirle la marcha, permaneció cuatro días sin comer. Obtuvo al fin licencia para alejarse, y dejando en Roma su esposa y su hijo, tomó al punto el camino de Ostia, sin contestar palabra a las preguntas de los que le acompañaron, limitándose a besar a algunos al separarse de ellos.


XI. Iba desde Ostia costeando la Campania, cuando supo el mal estado de salud de Augusto, y se detuvo algunos días; pero habiéndose difundido el rumor de que solo interrumpía su viaje por la esperanza de un acontecimiento decisivo, embarcase, a pesar del mal tiempo reinante, para la isla de Rodas, cuyo saludable y apacible clima le había deleitado en extremo durante su estancia en ella al regreso de Armenia. Ocupó allí una casa muy modesta, con un campo muy reducido, y vivió como el ciudadano más humilde, visitando a veces los gimnasios, sin lictor ni ujier, manteniendo con los griegos comercio diario de atenciones, casi en un plano de igualdad. Cierta mañana, al disponer las ocupaciones del día, ocurriósele decir que quería ver a todos los enfermos de la ciudad, y equivocando los que estaban con él el sentido de las palabras, hicieron llevar aquel mismo día todos los enfermos a una galería pública, donde los colocaron reunidos por género de enfermedad. Impresionado por aquel inesperado espectáculo se acercó al lecho de cada uno de ellos, y pidió perdón por aquel error hasta a los más pobres y desconocidos. Al parecer, usó sólo de los derechos del poder tribunicio, y lo hizo en las circunstancias siguientes. Asistía con gran asiduidad a las escuelas y lecciones de los profesores: cierto día trabaron en su presencia vivo altercado dos sofistas opuestos, y creyendo uno de ellos, por haberle visto intervenir, que favorecía a su adversario, pronunció contra él palabras injuriosas Tiberio se fue sin decir nada, y poco después se presentó con su aparitor, hizo citar a su tribunal por medio de pregón al autor de los denuestos y mandó encarcelarlo. En Rodas se enteró que su esposa Julia acaba de ser condenada por sus desórdenes y adulterios, y que Augusto, por su propia autoridad, había proclamado el divorcio. Fue grande su regocijo al saber esta noticia, a pesar de lo cual, creyó deber suyo escribir al padre varias cartas en favor de su hija, suplicándola dejara a Julia todos los presentes que le había hecho, por indigna que hubiese sido su conducta. Expirado el tiempo de su poder tribunicio, confesó entonces no haber tenido otro motivo al alejarse que el de evitar toda sospecha de rivalidad con Cayo y Lucio; solicitó permiso, no temiendo ya la sospecha, puesto que estos príncipes estaban ya sólidamente establecidos en la posesión del segundo rango, para volver a ver las personas queridas que había dejado en Roma y, que se le habían hecho ahora más deseadas. Lejos, sin embargo, de obtenerlo, recibió el inesperado aviso de no ocuparse en manera alguna de una familia a la que con tanto apresuramiento había dejado.


XII. Permaneció, pues, a pesar suyo, en Rodas, y no sin trabajo consiguió al fin, por medio de su madre, que Augusto, con objeto de disimular la afrenta, le concediese el titulo de legado suyo en aquella isla. A partir de entonces, ni siquiera llevó ya la vida de un particular, sino la de un hombre sospechoso y constantemente amenazado. Ocultábase en el interior de la isla para evitar las frecuentes visitas y asiduos homenajes de todos aquellos que atravesaban el mar para tomar posesión de un mando militar, de una magistratura, y que no dejaban de detenerse ex profeso en Rodas. Se unieron a estos temores otros graves motivos de inquietud. Habiendo pasado a Samos para ver a su yerno Cayo, que mandaba en Oriente, observó que las insinuaciones de M. Lolio, compañero y profesor del joven príncipe, le habían enajenado su afecto. Se sospechó también de él que había dado a centuriones de su íntima confianza, cuando venían de su semestre y volvían a los ejércitos, instrucciones equívocas que parecían tener por objeto sondear sus disposiones acerca de un posible cambio de dueño. Informado de estas acusaciones por el mismo Augusto, pidió incesantemente le enviase a uno cualquiera que le vigilara, fuera quien fuese, y observara sus palabras y acciones.


XIII, Llegó incluso a renunciar a sus ordinarios ejercicios de equitación y armas; abandonó el traje romano y adoptó el calzado y manto griegos. Vivió cerca de dos años en este estado, haciéndose cada día más odioso y objeto de desprecio, y llegó a tal punto este sentimiento, que los habitantes de Nimes destruyeron sus imágenes y estatuas, y en una comida de familia, habiendo recaído en él la conversación, un comensal propuso a Cayo marchar al instante, si lo mandaba, a Rodas y traerle la cabeza del desterrado, porque este nombre se le daba. No fue sólo temor, sino peligro verdadero lo que le obligó a unir sus súplicas a las instancias de su madre, para conseguir su regreso; hasta que una casualidad hizo que se le concediera. Augusto había declarado que en este asunto se atendría absolutamente a la decisión de su hijo mayor; éste, que estaba enemistado entonces con M. Lolio, dejóse ablandar la facilidad en favor de su suegro. Llamaron, pues, a Tiberio con el consentimiento de Cayo, pero a condición de que no tomarla participación alguna en el gobierno.


XIV. Después de ocho años de ausencia, volvió, pues, a Roma, con grandes esperanzas para lo por venir, fundadas en los prodigios y predicciones que desde tierna edad le habían llamado a los altos destinos. Estaba, en efecto, Livia encinta de él, y quería saber por diferentes presagios si daría a luz un varón; quitó un huevo a una gallina que incubaba y calentándolo en sus manos y en las de sus criadas el tiempo necesario, salió al fin de él un pollo con una hermosa cresta. También el matemático Scribonio había pronosticado a aquel niño un brillante destino, diciendo que llegaría a reinar algún día, pero sin las insignias reales, pues ni siquiera se conocía aún la especie de poder ejercido por los césares. En su primera expedición militar, cuando conducía su ejército por la Macedonia para llegar a Siria, y pasaba cerca del campo de batalla de Filipos, lanzaron de pronto llamas los altares elevados en aquel paraje a las legiones victoriosas. Más adelante, llegado a Iliria, consultó cerca de Padua al oráculo de Gerión, el cual declaró que, para saber lo que deseaba, tenía que arrojar dados de oro en la fuente de Apona. Obedeció él y sacó el número más alto, todavía hoy pueden verse estos dados en el fondo del agua. Pocos días antes de que se le llamara, un águila, de una especie que no se había visto aún en Rodas, posóse sobre el techo de su casa, y la víspera del día en que recibió el permiso de volver, cuando se mudaba de ropa, viese arder su túnica. En aquel momento principalmente pudo convencerse de la ciencia del matemático Trasilo, a quien había tomado a su servicio como profesor de filosofía, y que le anunció que una nave, a la vista entonces de la isla, le era portadora de buenas noticias. Pocos momentos antes, paseando juntos, cansado Tiberio de sus vanas predicciones, había tenido el pensamiento de arrojarle al mar, para castigar al impostor y confidente de peligrosos secretos.


XV. De regreso a Roma, y una vez que hubo abierto a su hijo Druso la entrada del Foro, dejó el barrio de Carinis y la casa Pompeya para trasladarse a las Esquilias, a los jardines de Mecenas. Entregóse allí a un absoluto descanso, no cumpliendo otros deberes que los de la vida privada, y absteniéndose de toda función pública. Cayo y Lucio habían muerto tres años antes y Augusto le adoptó al mismo tiempo que a su hermano M. Agripa; pero él mismo se había visto obligado a adoptar poco antes a su sobrino Germánico. Desde este tiempo no hizo nada como padre de familia; no ejerció ninguno de los derechos que le concedía la adopción; no hizo ninguna donación, ninguna manumisión, ni recibió ya legados ni herencias sino a títulos de peculio. Nada se olvidó, sin embargo, de lo que podía acrecer su importancia, sobre todo desde que el alejamiento de Agripa, renegado por Augusto, hizo recaer en él sólo la seguridad de sucederlo en el mando.


XVI. Le dieron otra vez por cinco años el poder tribunicio y recibió el encargó de pacificar la Germania. Los embajadores de los partos, tras haber obtenido audiencia de Augusto en Roma, recibieron orden de ir a ver a Tiberio en su gobierno. Noticioso de la defección de la Iliria pasó a este país, y emprendió con quince legiones e igual número de tropas auxiliares aquella guerra nueva, la más terrible de todas las extranjeras, desde las de los cartagineses, y la cual terminó en tres años, en medio de innumerables dificultades y de espantosa penuria. Aunque no cesaban de llamarle, obtinóse en no volver, temeroso de que el enemigo, constantemente sobre él, y enardecido ya con algunas ventajas, convirtiese en derrota su retirada voluntaria. Gran recompensa obtuvo por su perseverancia, puesto que sometió y añadió al Imperio toda la Iliria, es decir, todo el país situado entre Italia, el reino de Nórica, la Tracia y la Macedonia, desde el Danubio hasta el golfo Adriático.


XVII. La oportunidad de este triunfo subió al colmo su gloria, porque por el mismo tiempo pereció en Germania, con tres legiones, Quintilio Varo, y no dudóse que los germanos triunfadores, se hubiesen unido a los de Panonia de no haber sido sometida la Iliria antes de este desastre. Decretóse el triunfo para Tiberio, añadiéndole brillantes y numerosas distinciones. Algunos senadores opinaron llamarle Panónico, otros Invencible, algunos Piadoso. Pero Augusto impidió que se le otorgase ninguno de estos títulos, decidiendo que podía contentarse con el que le dejaría después de su muerte. Tiberio aplazó voluntariamente su triunfo a causa del dolor que había producido en Roma la derrota de Varo. Entró, sin embargo, en la ciudad con la pretexta y la corona de laurel; subió a un tribunal que le habían alzado en el campo de Marte, y sentase con Augusto entre los dos cónsules estando presente y en pie el Senado. Desde allí, después de saludar al pueblo, marchó seguido de numeroso cortejo a visitar los templos.


XVIII. Al año siguiente regresó a la Germania, y habiéndose convencido de que la derrota de Varo no había tenido otra causa que la negligencia y temeridad de este general, no hizo nada sin someterlo a la opinión de un consejo; así aquel jefe soberbio, que nunca había consultado a nadie, tuvo por primera vez que comunicar sus planes de campaña a sus subordinados. Redobló también la atención y vigilancia; dispuesto a pasar el Rin, determinó por sí mismo la clase y peso de los bagajes, y, situado en la orilla del río, no permitió el paso hasta después de haberse asegurado, comprobando la carga de los carros, que no llevaban más que lo necesario o autorizado por sus reglamentos. Una vez cruzado el Rin, fue costumbre habitual suya comer sobre la hierba, acostándose en muchas ocasiones a la intemperie sin utilizar tienda. Daba por escrito todas las órdenes para el día siguiente, y hasta instrucciones que circunstancias repentinas podían hacer necesarias; cuidaba siempre de añadir que hasta en las menores dificultades se dirigiesen a él solo para resolverlas, a cualquiera hora que fuese del día o de la noche.


XIX. Mantuvo con rigor la disciplina y restableció muchas penas severas e ignominiosas de la antigüedad, que habían caído en desuso. Impuso nota de infamia a un jefe de legión por haber dado permiso a algunos soldados para que fuesen a cazar con un liberto suyo al otro lado del río. Aunque, como general, concedía muy poco a la fortuna y casualidad, libraba batalla confiado cuando en sus veladas se apagaba inesperadamente la luz, presagio que, en la guerra, no había engañado nunca a él ni a sus mayores. Quedó victorioso, aunque faltó poco para que un bructero le diese muerte; éste se había deslizado, en efecto, para ello entre las personas de su comitiva, pero su turbación le denunció, arrancándole la tortura la confesión del crimen que proyectaba.


XX. De regente de la Germania, donde permaneció dos años, celebró el triunfo que había aplazado. Detrás de él marchaban sus legados, para los cuales había conseguido los ornamentos triunfales. Antes de subir al Capitolio, bajó de su carro y abrazó las rodillas de su padre, que presidió la solemnidad. Estableció en Ravena y colmó de magníficos regalos a un jefe panonio, llamado Batón, que un día, hallándose él encerrado con sus legiones en un desfiladero, le dejó escapar. Hizo servir al pueblo una comida en mil mesas, y repartir a cada uno de los convidados cien sestercios. Dedicó un templo a la Concordia y otro a Cástor y Pólux, en nombre de su hermano y en el suyo, con el precio de los despojos del enemigo.


XXI. Una ley dictada por los cónsules confióle poco después la administración de las provincias en unión con Augusto, y el cuidado de hacer el censo; luego, cerrado el lustro, marchó a Iliria. Llamáronle inmediatamente, y halló a Augusto ya muy quebrantado, pero respirando aún, y permaneció encerrado con él todo un día. No ignoro que es creencia común que cuando salió Tiberio, desde aquella conferencia secreta, los esclavos de servicio oyeron a Augusto que exclamaba: “Desgraciado pueblo romano que va a ser presa de tan lentas mandíbulas.” Tampoco ignoro que han escrito algunos autores que Augusto censuraba públicamente y sin miramiento la rudeza de sus costumbres, hasta el punto de que, en cuanto le veía aparecer, interrumpía toda conversación libre y alegre; que al adoptarle, cedió a las incesantes instancias de su esposa; y que, finalmente, en esta preferencia entró cierto interés de amor propio y que había querido que se sintiese más su ausencia al elegir tal sucesor. Pero nunca se logrará persuadirme que un príncipe tan prudente y reflexivo obrase en nada con ligereza en asunto de tanta importancia; creo más bien que después de haber pesado los vicios y virtudes de Tiberio, le pareció que prevalecía en él lo bueno. Tanto más lo creo así, cuanto que juró en plena Asamblea haberle adoptado “por el bien de la República”, y por ver que en sus cartas le alababa sin cesar, como consumado general, como el único sostén del pueblo romano. Como prueba de ello citaré algunos pasajes: “Adiós, mi muy querido Tiberio; se feliz en todo, tú que mandas por mí y por las Musas; juro por mi fortuna que eres el más amado de los hombres, el más valiente de los guerreros y el general más entendido. Adiós.” Y en otro lugar: “Apruebo decididamente tus campamentos. Persuadido estoy, querido Tiberio, que en medio de circunstancias tan difíciles, y con tan débiles tropas, nadie hubiese obrado con más sabiduría que tú. Cuantos han estado contigo te aplican unánimemente este verso:

Unus homo nobis vigilando restituit rem.

Ningún asunto grave me ocurre, ningún motivo de disgusto me asalta, querido Tiberio, sin que recuerde en seguida aquellos versos de Homero:

“Con tal hábil guía podría abrirme,camino a través del fuego” .

Afirmo por los dioses que tiemblo en todo mi cuerpo cuando se me dice que el exceso de trabajo debilita tu salud. Cúidate, te lo suplico, pues si llegases a enfermar moriríamos de dolor tu madre y yo, y Roma quedaría turbada en la posesión del Universo. ¿Que importaría mi salud si la tuya no fuese buena? Ruego a los dioses que te conserven, y que en todo tiempo velen por ti, si no son enemigos del pueblo romano.”

XXII. Tiberio no dio a conocer la muerte de Augusto hasta después de haberse asegurado de la del joven Agripa. Un tribuno militar, destinado a la guardia de este príncipe, le dio muerte después de mostrarle la orden que había recibido. Se ignora si Augusto firmó esta orden al fallecer; para evitar las turbulencias que podían producirse tras su muerte, o si Livia la había dado en nombre de Augusto, y si en este caso fue por consejo de Tiberio o sin saberlo él. En todo caso, cuando el tribuno fue a comunicarle que había dado cumplimiento a aquella orden, contestó que no había dado ninguna orden y que había de dar cuenta al Senado de su conducta. Mas por lo pronto quiso librarse de la indignación pública y no se habló más del asunto.


XXIII. En virtud del derecho que le confería el poder tribunicio, convocó el Senado; empezó un discurso, pero se detuvo de pronto, como ahogado por los sollozos y vencido por el dolor. Hubiese querido -dijo-, perder la vida al mismo tiempo que la voz. Y entregó su manuscrito a su hijo Druso, para que terminase la lectura. Trajeron en seguida el testamento de Augusto, no permitiendo acercarse, de los que lo habían firmado, más que a los senadores; los demás comprobaron su firma fuera del Senado. Un liberto leyó el testamento, que comenzaba así: Habiéndome arrebatado la adversa fortuna de mis hijos Cayo y Lucio, nombró a Tiberio César mi heredero por una mitad, más el sexto. Este preámbulo confirmó la opinión de que le nombraba sucesor más por necesidad que por gusto, pues que no se abstenía de decirlo claramente.


XXIV. Aunque Tiberio no vacilase un momento en apoderarse del mando y de ejercerlo; aunque tenía ya a su alrededor, con nutrida guardia, el aparato del honor y de la fuerza, no dejó de rehusarlo largo tiempo con impudentísima comedia; contestaba, en efecto, a las instancias de sus amigos, que ignoraban ellos cuánto pesaba el mando, y mantenía en suspenso, por medio de respuestas ambiguas y artificiosa vacilación, al Senado suplicante y consternado. Algunos perdieron la paciencia, y un senador exclamó entre la multitud: Que acepte o desista; otro le dijo cara a cara: que era costumbre esperar largo tiempo para hacer lo prometido, pero que él empleaba largo tiempo para prometer lo que había hecho. Aceptó al fin el mando como obligado, lamentándose de la miserable y onerosa servidumbre que le imponían, y reservándose como condición la esperanza de dimitir algún día, lo que expuso con estas palabras: Esperaré el momento en que juzguéis de justicia conceder algún descanso a mi vejez.


XXV. La razón que tenía para vacilar era el miedo a los muchos peligros que le amenazaban, y a menudo solía decir que sujetaba a un lobo por las orejas (69). Un esclavo de Agripa, llamado Clemente (70), había reunido, en efecto, fuerzas considerables para vengar a su amo: L. Escribonio Libón, ciudadano, de noble origen, tramaba una revuelta: las tropas se habían sublevado en dos provincias: en la Iliria y en la Germania.

Los dos ejércitos exponían pretensiones exorbitantes y numerosas, queriendo ante todo disfrutar de igual paga que los pretorianos. Los soldados de la Germania se negaban a reconocer a un príncipe que no habían elegido, y alentaban a su jefe Germánico a que se apoderase del mando, cosa que rehusó con firmeza. Tiberio, que sentía gran temor a todo lo que procedía de este lado, pidió a los senadores que le concedieran en el gobierno la parte que quisiesen, afirmando que no era posible soportar uno solo todo el peso ni prescindir del concurso de uno o más colegas. Fingió también hallarse conforme, para que Germánico esperase con más paciencia una próxima sucesión o la segura participación en la soberanía. Sin embargo, se apaciguaron las sediciones, y Clemente, cogido por traición, cayó en su poder. En cuanto a Libón, no queriendo Tiberio principiar su reinado con rigores, esperó más de un año para acusarle ante el Senado. Permaneció hasta entonces en guardia contra él y un día en que sacrificaban juntos con los pontífices cuidó de hacer que le dieran un cuchillo de plomo en vez del de acero; en otra ocasión, habiéndole pedido aquél una audiencia privada, no se la concedió sino en presencia de su hijo Druso y durante la conversación, que celebraron paseando, le tuvo cogida la mano derecha como para apoyarse en él.


XXVI. Libre ya de recelos, condújose al principio con gran moderación, y vivió con tanta sencillez como un particular.

De todas las distinciones que le ofrecieron, aceptó muy pocas y las menos brillantes. Habiendo coincidido el aniversario de su nacimiento con los juegos plebeyos del Circo (71), consintió con dificultad que se agregase en honor suyo, a las ceremonias acostumbradas, un carro con dos caballos. Se opuso a que le consagrasen templos, sacerdotes, flamines, e incluso a que le erigiesen estatuas sin su consentimiento expreso; impuso además la condición de que no habían de erigirlas entre las de los dioses, sino puestas sencillamente como adorno. Prohibió jurar obediencia a sus actos y dar al mes de septiembre el nombre de Tiberio, y al de octubre el de Livio; rehusó asimismo el título de emperador y el dictado de Padre de la Patria, así como la corona cívica con que querían adornar el vestíbulo de su palacio. Ni siquiera usó el nombre de Augusto que le correspondía por herencia, a no ser en las cartas a los príncipes y soberanos. Únicamente ejerció el poder consular tres veces: la primera, durante pocos días; la segunda por tres meses; y la tercera, aunque ausente, hasta los idus de mayo.


XXVII. Mostró viva repugnancia por la adulación, y nunca consintió que ningún senador marchase junto a su litera para saludarle o para hablarle de negocios. Un día, ante un consular que le pedía perdón y que quiso abrazarse a sus rodillas, retrocedió él con tanta precipitación que cayó de espaldas. Si en discurso público o en conversación decían de él cosas demasiado lisonjeras, interrumpía al punto al que hablaba, le reprendía y le obligaba a cambiar sus expresiones. Habiéndole llamado uno señor, le pidió que no le hiciese aquella ofensa. Comentando otro sus ocupaciones, calificándolas de sagradas, obligóle él a substituir la palabra con la de laboriosas; dijo otro que se había presentado al Senado por orden suya, y el le obligó a decir por su consejo.


XXVIII. Insensible a la maledicencia, a los rumores insidiosos, y a los versos difamatorios propagados contra él y los suyos, frecuentemente decía que en una ciudad libre, la lengua y el pensamiento debían ser libres. Habiendo pedido el Senado que se averiguase esta clase de delitos y se persiguiese a los culpables, contestó: No estamos tan libres de ocupaciones que debamos emplear el tiempo en tantos asuntos. Si abrís esa puerta, no podréis atender ya a otra cosa, y con este pretexto nos convertirán en juguete de todas las enemistades se han conservado también de él estas palabras impregnadas de gran moderación: si alguno habla mal de mí, procuraré contestarle con mis acciones, y si continúa odiándome, le odiaré a mi vez.

XXIX. Esta conducta era tanto más loable cuanto que por su parte mostraba algo más que deferencia en las alabanzas y manifestaciones de respeto que prodigaba a todos los ciudadanos en general y en particular. Cierto día en que había contradicho a Q. Haterio en el Senado: Perdóname, le dijo, si he hablado libremente contra ti, cual conviene a un senador. Y dirigiéndose a los demás, añadió: Lo he dicho a menudo y lo digo otra vez, P. C., un príncipe que desea la felicidad de la patria, que ha recibido de vosotros una autoridad tan grande, tan extensa, debe estar siempre al servicio del Senado, con frecuencia hasta al de todos los ciudadanos y algunas veces el de cada uno de ellos en particular; lo he dicho y no me pesa, puesto que siempre he encontrado en vosotros compañeros benévolos y justos.


XXX. Restableció incluso una apariencia de libertad, devolviendo al Senado y a las magistraturas los privilegios y majestad que formaban en otro tiempo su grandeza. Daba cuenta al Senado de todo asunto, importante o pequeño, público o particular. Le consultaba acerca del establecimiento de impuestos, de la concesión de los monopolios, de construcción o reparación de edificios públicos, del levantamiento de tropas del licenciamiento de los soldados, del acantonamiento de las legiones y de las tropas auxiliares; le consultaba asimismo acerca de la prórroga de los mandos, de la dirección de las guerras extranjeras, de las respuestas que debían darse a las cartas de los reyes, y hasta acerca de la forma en que debían redactarse las contestaciones. Entró siempre solo en el Senado, y un día que le llevaron enfermo en su litera, despidió en seguida a su comitiva.


XXXI. Habiéndose dado algunos decretos contra su parecer, no se quejo siquiera. Un pretor designado solicitó y obtuvo misión libre (72) el mismo día en que había dicho él que todos los que estaban nombrados magistrados, por honor de su cargo, debían permanecer en Roma. Había opinado que una cantidad legada a los habitantes de Trebia para la construcción de un teatro se emplease, de acuerdo con la voluntad de los interesados, en la construcción de un camino; sin embargo, a pesar de su intervención, se cumplió la voluntad del testador. Cierto día en que se votaba en el Senado sobre una proposición, al pasar de uno a otro lado de la sala (73) se juntó al grupo más pequeño, no pasando nadie detrás de él. Los demás asuntos los trataban los magistrados de acuerdo con el derecho común. Estaba tan firmemente cimentada la autoridad de los cónsules, que los embajadores de Africa acudieron a ellos en queja de César, acerca de quién los había enviado, porque no resolvía sobre su petición. Debe notarse también que se levantaba siempre ante los cónsules y se apartaba para dejarles paso.


XXXII. Reprendió a los consulares que estaban al frente de los ejércitos, porque no daban cuenta de su conducta a los Senadores y porque le pedían autorización para conceder recompensas militares como si no tuviesen en ello completa autoridad. Felicitó a un pretor por haber recordado en un discurso, según las antiguas costumbres, al hacerse cargo de su magistratura, las virtudes de sus antecesores Acompañó hasta la pira los funerales de muchos ciudadanos ilustres. Había llamado a Roma a los magistrados de Rodas, que le habían dirigido cartas a nombre de esta ciudad, sin terminarlas con las fórmulas ordinarias de cortesía; lejos de tratarlos mal, contentase, antes de despedirlos con hacerles añadir dichas fórmulas a sus cartas. Durante su permanencia en Rodas, el gramático Diógenes, que sólo daba sus conferencias en sábado, rehusó darle una lección particular, diciéndole, por medio de un esclavo, que volviese pasados siete días. Fue Diógenes a Roma un tiempo después y presentándose en su casa para saludarle, Tiberio le hizo decir que volviese pasados siete años. Algunos gobernadores de provincias le aconsejaban que aumentase los tributos, y les contestó que el buen pastor trasquilaba sus ovejas, pero no las desollaba.


XXXIII. A poco entró, sin embargo, en el ejercicio de la soberanía, y aunque con variable conducta, en general con actos que satisfacía a todos y con loables inclinaciones a la utilidad pública. Al principio se dedicó a anular abusos y dejó sin efecto muchas disposiciones del Senado; ofreciese en ocasiones como consejero a los magistrados reunidos en su tribunal y sentase al lado de ellos o enfrente en puesto más alto. También si sabía que por el favor iba a salvarse algún acusado, se presentaba repentinamente, y desde su puesto, o desde el del primer juez, recordaba a los demás sus juramentos, las leyes y el delito que tenían el deber de castigar. Reformó asimismo los usos antiguos y modernos que eran causa de corrupción en las costumbres públicas.


XXXIV. Restringió los gastos de juegos y espectáculos, reduciendo el salario de los actores y determinando el número de gladiadores. Quejábase amargamente de que los vasos de Corinto hubiesen alcanzado un precio exorbitante, y de que tres barbos se hubiesen vendido en treinta mil sestercios. Juzgó conveniente poner límites al lujo en los muebles, y de hacer que el Senado fijase anualmente el precio de los artículos alimenticios. Los ediles recibieron órdenes para usar de toda la severidad en la policía de las tabernas y de los parajes de desorden, no permitiendo que se vendiesen en ellos ni siquiera pastelitos. Para dar ejemplo de economía, hacía servir en su casa, aun en las comidos más solemnes, viandas del día anterior, y ya empezadas, como la mitad de un jabalí, y decía que aquella mitad era tan sabrosa como el cuerpo entero. Prohibió también la costumbre de besarse todos los días, y prohibió también demorar más allá de las calendas de enero el cambio de regalos de primero de año; acostumbraba recompensar en el acto y por su propia mano los que le hacían a él, con el cuádruplo de su valor; pero cansado de que le distrajesen a cada momento todo el mes, a los que, no habían podido visitarle el primer día no les dio ya nada.


XXXV. Restableció la antigua costumbre de que un consejo de familia acordase por unanimidad de votos el castigo de las mujeres adúlteras que no tenían acusadores públicos. A un caballero romano, que había prometido no repudiar jamás a su esposa y que habiéndola sorprendido en adulterio con su yerno podía, por consiguiente, echarla, Tiberio le relevó de su juramento. Mujeres que habían perdido la reputación (74), para ponerse al abrigo de las penas que dictaba contra ellas la ley y librarse de los deberes de una incómoda dignidad, habían optado por hacerse inscribir como cortesanas. También se había visto a jóvenes libertinos de los dos primeros órdenes hacerse tachar de infamia por un tribunal, para, a pesar de las prohibiciones del Senado, obtener así el derecho a presentarse en el escenario del teatro o en la arena. Tiberio desterrólos a todos, para que no se creyese encontrar refugio en estos artificios. Despojó de la lacticlavia a un senador que había ido a vivir en el campo por las calendas de julio, con la intención de alquilar luego en Roma casa más barata, habiendo pasado el plazo de arriendo. Quitó a otro la cuestura por haber repudiado el día siguiente de su matrimonio a una mujer que había obtenido por sorteo la víspera.


XXXVI. Prohibió las ceremonias extranjeras, como los ritos egipcios y judaicos (75), y a los que profesaban tales supersticiones los obligó a quemar las vestiduras y todos los objetos que servían para su culto. Repartió la juventud hebrea, bajo el pretexto del servicio militar, en las provincias más insalubres. Expulsó de Roma el resto de esta nación y a todos los que formaban parte de sus sectas, bajo pena de perpetua esclavitud si regresaban. Desterró también a los astrólogos, pero les permitid regresar, bajo la promesa que le hicieron de no ejercer más su arte.


XXXVII. Cuidó de manera especial que no se turbase la paz con asesinatos, latrocinios y sediciones. Estableció en Italia puestos militares más numerosos que antes; también estableció en Roma un campamento para las cohortes pretorianas, repartidas hasta allí en la ciudad y sus inmediaciones. Reprimió con rigor los tumultos populares, y atendió sobre todo a prevenirlos. Habiéndose cometido un homicidio a raíz de una cuestión suscitada en el teatro, desterró a los jefes de los partidos rivales y a los actores por quienes se había suscitado la disputa, y no quiso nunca llamarlos, pese a cuantas instancias le hizo el pueblo. Los habitantes de Polentino detuvieron un día en una plaza el carro de un centurión primipilario, no dejándole partir sino después de haber arrancado por fuerza a los herederos una cantidad de dinero para un espectáculo de gladiadores; Tiberio envió desde Roma una cohorte y otra del reino de Cotcio, ocultando el motivo de su marcha y entrando de repente en la ciudad por todas las puertas, desenvainadas las espadas y a son de trompetas, encadenaron a perpetuidad a la mayor parte de los habitantes y hasta a senadores. Abolió el derecho de asilo en todos los lugares donde lo había mantenido la tradición. A los habitantes de Gicico, que habían cometido violencia contra ciudadanos romanos, les quitó la libertad que habían conseguido en la guerra contra Mitrídates. No hizo, durante su imperio, ninguna expedición militar, conteniendo por medio de sus legados, los movimientos de los enemigos, y siempre tarde y como a pesar suyo, con los reyes, ostensiblemente enemigos o sospechosos, usó quejas y amenazas con más frecuencia que la fuerza para contenerlos. Atrajo a algunos de ellos a Roma con promesas y lisonjas, y no los dejó ya partir; encontrábase en este número Marabodo el Germano, Rascúpolis el Tracio y Arquelao el Capadocio, cuyo reino redujo a provincia romana.


XXXVIII. Durante los dos primeros anos de su ascensión al poder no salió de Roma, y en lo sucesivo visitó sólo las ciudades vecinas, sin pasar nunca de Ancio, y aun esto escasas veces y por pocos días. Anunció, a menudo, que visitaría las provincias y los ejércitos, y casi todos los años hacía los preparativos de marcha; se retenían para él los carruajes en el camino; preparaban las provisiones en los municipios y las colonias, y llegando incluso a consentir que se hiciesen votos solemnes por su viaje y su regreso; por esta razón se le llamaba en burla Calípides, nombre proverbial de un antiguo histrión que corría por el teatro sin avanzar nunca más de un codo.


XXXIX. Sin embargo, cuando perdió a sus dos hijos, Germánico y Druso, muertos el uno en Siria y el otro en Roma, se retiró a la Campania, pensando todos entonces que no volvería ya a Roma y que sucumbiría muy pronto. En efecto, no regresó a Roma, y pocos días después de su partida, mientras cenaba cerca de Terracina en una casa de campo llamaba la Gruta, desprendiéronse de la bóveda varias piedras enormes, que aplastaron a muchos convidados y esclavos ocupados en servirles, librándose él milagrosamente.


XL. Después de haber recorrido la Campania y haber hecho la dedicación del Capitolio en Capua, como también la del templo de Augusto en Nola, que fue pretexto de su viaje, marchó a Capri, gustándole esta isla en gran manera, porque sólo era abordable por un lado y por muy estrecha entrada, haciéndola inaccesible por los otros escarpadas y altísimas rocas y el abismo de los mares. No tardaron, sin embargo, en llamarle las reiteradas súplicas del pueblo, asustado por el desastre que acababa de ocurrir en Fídenas, donde el hundimiento de un anfiteatro había hecho perecer a veinte mil personas que presenciaban un combate de gladiadores. Pasó, pues, al continente y, mostrase tanto más accesible a todos cuanto que, al salir de Roma, había prohibido por un edicto que nadie se le acercarse y había alejado en todo el camino a los que se presentaban para verlo.


XLI. De regreso a su isla abandono el cuidado del gobierno y desde aquella época no completó ya las decurias de los caballeros, no llevó a cabo ningún cambio en los tribunos militares, ni en los mandos de la caballería, ni en los gobernadores de las provincias. Dejó, durante muchos años, a España y la Siria en legados consulares; dejó que los partos ocupasen la Armenia, que los dacios y sármatas devastasen la Mesia y que los germanos invadiesen la Galia, sin cuidarse para nada del deshonor ni del peligro que entrañaba ello para el Imperio.


XLII. A favor de la soledad y lejos de las miradas de Roma, entregase finalmente sin freno a todos los vicios que hasta entonces, y aunque torpemente, había disimulado. De ellos trataré ahora y también de su origen. En los campamentos, y desde que empezó la vida militar, se le conocía por su extraordinaria afición al vino, hasta el punto de llamarle los soldados, en vez de Tiberius, Biberius, en vez de Claudius, Caldius, y en vez de Nero, Mero (76). Siendo emperador, y en la misma época en que trabajaba en la reforma de las costumbres públicas, pasó dos días y una noche comiendo y bebiendo con Pomponio Flaco y L. Pisón. A la salida de esta bacanal, dio al primero el gobierno de la Siria y al segundo la prefectura de Roma, llamándolos en los nombramientos sus más amables compañeros y amigos de todas las horas. Pocos días después de haber apostrofado violentamente en el Senado a Sestio Galo, anciano pródigo y lujurioso, tachado de infamia en otro tiempo por Augusto, pidióle que le invitase a cenar a condición de que aquel día no cambiase en nada sus costumbres y de que habían de servir la cena jóvenes desnudas. A muchos candidatos ilustres que solicitaban la cuestura prefirió el mas obscuro, porque se habían bebido en la mesa toda una ánfora de vino que él mismo le había servido. Dio doscientos mil sestercios a Aselio Sabino por un diálogo en el que la seta, el becafigo, la ostra y el zorzal se disputaban la preeminencia. Creó, en fin, una nuevo cargo, que fue la intendencia de los placeres, y con el cual revistió a T. Cesonio Prisco, caballero romano.


XLIII. En su quinta de Capri tenía una habitación destinado a sus desórdenes más secretos, guarnecida toda de lechos en derredor. Un grupo elegido de muchachas, de jóvenes y de disolutos, inventores de placeres monstruosos, y a los que llamaba sus maestros de voluptuosidad (spintrias), formaban allí entre sí una triple cadena, y entrelazados de este modo se prostituían en su presencia para despertar, por medio de este espectáculo, sus estragados deseos. Tenía, además, diferentes cámaras dispuestas diversamente para este género de placeres, adornadas con cuadros y bajo relieves lascivos, y llenas de libros de Elefantidis, con objeto de tener en la acción modelos que imitar. Los bosques y las selvas no eran así más que asilos consagrados a Venus, y se veía a la entrada de las grutas y en los huecos de las rocas a la juventud de ambos sexos mezclada en actitudes voluptuosas, con trajes de ninfas y silvanos. A causa de esto, el pueblo, jugando con el nombre de la isla, daba a Tiberio el de Caprineum.


XLIV. La obscenidad fue llevada por él todavía más lejos, y hasta a excesos tan difíciles de creer como de referir. Se dice que había adiestrado a niños de tierna edad, a los que llamaba sus pececillos, a que jugasen entre sus piernas en el baño, excitándole con la lengua y los dientes, y también que, a semejanza de niños creciditos, pero todavía en lactancia, le mamasen los pechos, género de placer al que por su inclinación y edad se sentía principalmente inclinado. Así, habiéndole legado uno el cuadro de Parrasino en el que Atalanta prostituye su boca a Meleagro, y dándole facultad el testamento, si le desagradaba el asunto, de recibir en lugar de él un millón de sestercios, prefirió el cuadro y mandó colocarlo como objeto sagrado en su alcoba. Se afirma también que cierto día, durante un sacrificio, enamorado de la belleza del que llevaba el incienso, apenas esperó a que terminase la ceremonia para satisfacer secretamente su nefanda pasión, a la que tuvo que prestarse también un hermano del joven, que era flautista; luego les hizo romper las piernas, porque mutuamente se echaban en cara su infamia.


XLV. La muerte de Malonia demuestra también hasta qué punto se burlaba de la vida de las mujeres ilustres: llevada, en efecto, ésta a su casa, se negó siempre a satisfacer sus repugnantes deseos. Hízola él acusar por delatores, y, durante el proceso, no cesó un instante de preguntarle si se arrepentía. Habiendo, no obstante, podido ella escapar del tribunal, después de tratarle públicamente de viejo de boca impúdica, y que, velludo como un macho cabrio, tenía también su hediondez. Por esta causa, en los primeros juegos que se celebraron todos los espectadores aplaudieron, aplicando a Tiberio este pasaje de un atalánico: Así se ve al cabrón viejo lamer las partes sexuales de la cabra.


XLVI. Era inclinado al dinero, y difícilmente se le arrancaba: prestábase a alimentar bien a los que le acompañaban a la guerra, pero no les daba ningún salario. Sólo se cita de él una liberalidad, que fue pagada, sin embargo, por Augusto, y fue así: Había repartido aquel día su comitiva en tres clases, según la dignidad de cada uno, e hizo distribuir a la primera seiscientos sestercios, cuatrocientos a la segundo y doscientos a la tercera, compuesta de aquellos que, sin ser amigos suyos, le eran, según él, agradables.


XLVII. No señaló su Imperio con ningún monumento de valor, y los únicos que emprendió los dejó sin terminar; fueron el templo de Augusto y el teatro de Pompeyo, que se propuso restaurar, comenzados muchos años antes. Tampoco dio ningún espectáculo, y rara vez asistió a los que daban los particulares; pues temía que se aprovechase la circunstancia para hacerle alguna petición, desde que se vio obligado por las instancias del pueblo a manumitir al cómico Accio. Alivió la penuria de algunos senadores; pero, a fin de que el ejemplo no sentase precedentes, declaró que en adelante sólo concedería auxilio a los que justificasen ante el Senado las causas de su pobreza. Así fue que la mayor parte guardaron silencio por pudor y modestia, entre ellos Hortalo, nieto del orador G. Hortensio, que, con muy modestas riquezas se había casado por complacer a Augusto y se veía padre de cuatro hijos.


XLVIII. Como emperador realizó sólo dos munificencias: una cuando prestó al pueblo por tres años y sin interés cien millones de sestercios; la otra, después del incendio de algunas casas situadas sobre el monte Cello, en que abonó su valor a los propietarios. De estas dos liberalidades, la primera casi le fue arrancada por el clamor público en una época en que había gran escasez de dinero, habiendo ordenado por medio de un senadoconsulto que los usureros colocasen en fincas agrarias las dos terceras partes de sus deudas, cosa que era generalmente imposible; la segunda la concedió a la desgracia de los tiempos, y tanto la hizo valer, que quiso que el monte Celio cambiase de nombre y fuera llamado Augusto. Duplicó la cantidad que Augusto legó por testamento a los soldados; pero nada les dio, exceptuando mil dineros por cabeza a los pretorianos, porque no habían favorecido los proyectos de Seyano, y algunas gratificaciones a las legiones de Siria, por ser las únicas que no habían colocado el retrato de este favorito como objeto de veneración entre las insignias militares. Rara vez concedió licencias a los veteranos, esperando que morirían de vejez en el servicio y que su muerte habría de serle provechosa. Tampoco hizo liberalidad alguna a las provincias, exceptuando la del Asia, donde un terremoto había destruido gran número de ciudades.


XLIX. La avaricia le arrastró con los años a la rapiña. Es cosa sabida que persiguió con importunidades y amenazas, hasta hacerle imposible la vida, al augur Cn. Léntulo, poseedor de un inmenso caudal, con el fin de arrancarle la promesa de nombrarle su único heredero; que, por complacer a Quirino, varón consular, riquisímo y sin hijos, condenó a Lépida, muy virtuosísima, repudiada veinte años antes por este Quirino, acusándola él mismo de haber querido en otro tiempo envenenarle; que confiscó los bienes de los principales ciudadanos de las Galias, de las Españas, de la Siria y de la Grecia, con fútiles pretextos y acusaciones absurdas, como la de poseer en dinero una parte de su caudal (77); que privó a muchos particulares y algunas ciudades de sus antiguas inmunidades, principalmente, del derecho de explotar las minas y de levantar impuestos; y, finalmente, que Vonón, rey de los partos, expulsado por los suyos y refugiado con sus tesoros en Antioquia, fue cobardemente despojado y muerto.


L. Su aversión a sus parientes se manifestó en primer lugar contra su hermano Druso, al mostrar una carta de éste en que se hablaba de obligar a Augusto a restablecer la libertad; su odio extendióse muy pronto a todos los demás. Estuvo tan lejos de tener para con su esposa Julia, que continuaba desterrada, las mínimas atenciones que impone la humanidad, que le prohibió salir de su casa y ver a nadie, a pesar de que Augusto le había dado toda una ciudad por prisión; hasta el peculio cuyo goce le dejaba su padre y la pensión anual que le añadía, se los retiró, con el pretexto del respeto debido a las leyes comunes y por no decir nada acerca de esto el testamento de Augusto. Se le hizo odiosa su madre Livia, creyéndola rival que aspiraba a participar de su poder. Procuró verla lo menos posible, y ya no tuvo con ella largas y secretas conversaciones, temiendo que se creyera que se dejaba influir por sus consejos, a los que, sin embargo, había recurrido algunas veces, y de los que usaba en ciertas ocasiones. Le pareció muy mal que se propusiera en el Senado agregar a sus títulos y a su nombre de hijo de Augusto el de hijo de Livia. No permitió nunca que se la llamase madre de la Patria, ni que en público recibiese ningún honor extraordinario. Le advirtió, incluso, con mucha frecuencia, que no se mezclase en asuntos importantes, que no convengan a las mujeres, sobre todo, desde que en un incendio, cerca del templo de Vesta, la vio intervenir en medio del pueblo y de los soldados y apresurar los auxilios lo mismo que cuando vivía su marido.


LI. Muy pronto se separó completamente de ella, y según se dice, por la siguiente causa: Livia le rogaba continuamente que inscribiese en las decurias a un hombre que había sido honrado ya con el derecho de ciudadanía; le dijo él, al fin, que consentiría en ello a condición de añadir en el cuadro de la orden, que tal favor se lo había arrancado su madre. Ofendida Livia, fue a buscar en el santuario consagrado a Augusto las antiguas cartas de este príncipe en que hablaba sin rebozo del carácter duro y tiránico de Tiberio, y volvió en seguida a leérselas. Fue tanta su indignación de que hubiesen conservado aquellas cartas y de que se las presentase su indignada madre, que ésta fue según algunos escritores una de las causas principales de su retirada a Capri. En los tres años que vivió todavía Livia después de su marcha de Roma sólo la vio una vez y no más que algunas horas. Después no se digno visitarla ni siquiera cuando estuvo enferma y después de su muerte se hizo esperar muchos días para los funerales a los que había prometido asistir de suerte que el cuerpo estaba ya en putrefacción cuando lo colocaron en la pira. Se opuso a que se le decretaran los honores divinos con el pretexto de que ella misma lo había prohibido; declaró nulo su testamento y consumó en poco tiempo la ruina de todos sus amigos y protegidos y principalmente de aquellos a quienes ella, al morir, había encargado el cuidado de sus funerales; hasta uno de ellos, perteneciendo al orden ecuestre, fue condenado al trabajo infamante de las bombas.


LII. Nunca sintió amor de padre ni por su propio hijo Druso, ni por Germánico, su hijo adoptivo. Odiaba en Druso su carácter blando y la molicie de su vida; no se mostró por ello sensible a su muerte, y apenas terminados los funerales, se dedicó a sus acostumbradas ocupaciones y mandó abrir los tribunales. Habiendo llegado algo tarde los enviados de Troya a darle el pésame por esta pérdida, les dijo burlandose, y como quien solamente conserva un vago recuerdo, que él también se lo daba por la muerte de un ciudadano tan excelente como Héctor. Celoso de Germánico, procuraba rebajar como inútiles sus actos más hermosos, y lamentar como funestas para el Imperio sus victorias más gloriosas. Quejóse en el Senado de que Germánico se hubiese trasladado sin orden suya a Alejandría, donde se había declarado de pronto un hambre espantosa. Se cree, incluso, que se sirvió de Cn. Pisón, su legado en Siria, para hacerle perecer, y que acusado luego del crimen, declaró que habría mostrado órdenes de Tiberio si no se las hubiesen substraído secretamente. Por ello se escribió en muchos parajes y gritaban de noche: Devuélvenos a Germánico. El propio Tiberio confirmó estas sospechas, persiguiendo cruelmente a la viuda e hijos de aquel héroe.


LIII. A su nuera Agripina, que se le quejo con alguna libertad después de la muerte de su marido, la cogió del brazo, y citando un verso griego, le dijo: si no oprimes, hija mía, te crees oprimida. Desde entonces ya no se digno hablarle; y más adelante, fundándose en que se había negado un día en su mesa a probar unas frutas que le ofreció, cesó de invitarla a sus comidas, con el pretexto de que le creía capaz de envenenarla. Todo esto estaba, sin embargo, convenido de antemano, sabiendo él que al ofrecerle aquellas frutas recibiría la negativa, porque había hecho advertirle que tuviese cuidado porque intentaban envenenarla. Por último la acusó de querer refugiarse al pie de la estatua de Augusto o entre los ejércitos, y la desterró a la isla Pandataria, haciéndola azotar por un centurión, que le hizo saltar un ojo. Habiendo decidido ella dejarse morir de hambre, mandó que le abriesen por fuerza la boca para introducirle los alimentos; pero persistió ella en su designio, acabando por sucumbir. Afeó su memoria con las peores imputaciones, y quiso que se incluyese entre los nefastos el día de su nacimiento. Pretendió, incluso, haberle favorecido no ordenando estrangularla y arrojarla luego a las Gemonias; y consintió que se le elogiase por tal clemencia en un decreto de acción de gracias que consagraba al mismo tiempo una ofrenda de oro a Júpiter Capitolino.


LIV. Tenía de Germánico tres nietos, Nerón, Druso y Cayo; de Druso, uno solo, llamado Tiberio. Tras la muerte de sus hijos, recomendó a los senadores los dos mayores de Germánico, Nerón y Druso, y celebró, con un congiario dado al pueblo, su ingreso en la carrera de las armas. Pero cuando supo que al empezar el año se habían hecho también por la salud de éstos votos solemnes, dijo, quejándose al Senado, que tales honores sólo debían concederse a dilatados servicios y a la edad madura, dejando ver así el fondo de su alma y exponiendo a los jóvenes a las acusaciones de todos los delatores, pues ya no hubo lazo que no les tendiesen para empujarlos al ultraje y por el ultraje a la muerte. El propio Tiberio los acusó en cartas, en las que acumulaba las más acerbas censuras; los hizo declarar enemigos públicos y morir de hambre, a Nerón en la isla Pontia, y a Druso en los subterráneos del palacio. Dícese que el primero decidióse a ello al ver al verdugo presentarse a él como por orden del Senado, y colocarle delante la cuerda y los garfios, instrumentos de su suplicio. En cuanto a Druso, tan rigurosamente se le privó de alimento, que intentó incluso devorar la lana de su colchón; los restos de los dos desgraciados príncipes fueron dispersados de tal suerte que difícilmente pudieran encontrarlos.


LV. Habíase asociado Tiberio, además de sus viejos amigos y familiares, a veinte de los principales ciudadanos de Roma a titulo de consejeros para los asuntos de Estado. Exceptuando a dos o tres, a todos los hizo perecer con diferentes pretextos, entre ellos a Elio Seyano, que arrastró a su ruina a considerable número de personas, y al que había elevado al más alto grado de poder, no tanto por amistad como para tener un cómplice cuya política artificiosa le librase de los hijos de Germánico y asegurase el imperio al de Druso, su nieto según la naturaleza.


LVI. No se mostró más moderado con los retóricos griegos, que vivían como huéspedes suyos y cuya conversación le era muy agradable. Cierto día preguntó a un tal Zenón, que afectaba un lenguaje muy rebuscado, qué dialéctica tan desagradable era la que usaba; y habiéndole contestado que la dórica, le desterró a la isla Cinaria, porque creyó ver en aquella respuesta una alusión ofensiva a su antigua permanencia en Rodas, donde se hablaba el dórico. Acostumbraba suscitar en la mesa cuestiones sacadas de sus lecturas de la jornada; y enterado de que el gramático Seleuco preguntaba diariamente a sus esclavos qué libro había leído, para acudir así preparado, comenzó por alejarse de su persona, y poco después le hizo morir.


LVII. Desde su infancia reveló un carácter feroz y disimulado. Dícese que el primero que lo adivinó fue su maestro de retórica Teodoro de Gadarea, definiéndolo exactamente al decir de él en enérgico lenguaje, que había barro diluido en su sangre. Pero este carácter fue el que principalmente se manifestó en el emperador y hasta en el principio de su reinado, cuando procuraba aún ganarse el favor del pueblo con apariencias de moderación. Un bromista, al ver pasar un cortejo fúnebre, encargó en alta voz al muerto que dijese a Augusto que todavía no habían pagado los legados que hizo al pueblo romano. Tiberio mandó prenderlo, le pagó lo que se le debía, y lo mandó al suplicio, recomendándole que dijese a Augusto la verdad. Poco tiempo después, un caballero romano, llamado Pompeyo, por haber combatido en el Senado el parecer de Tiberio, se vio amenazado por él con la prisión y con hacerle cambiar el nombre de Pompeyo con el de Pompeyano, acerva alusión al cruel destierro de los partidarios vencidos de esta familia.


LVIII. Por el mismo tiempo, habiéndole interrogado un pretor sobre si quería que se persiguiesen los delitos de lesa majestad, le contestó él que era preciso cumplir las leyes; y, en efecto, las cumplió con barbarie. Un ciudadano había quitado la cabeza a una estatua de Augusto para colocar otra en su lugar; se trató el asunto en el Senado, y como no pudo probarse el hecho sometieron al acusado al tormento de acusación al punto de convertir en crimen capital haber azotado a un esclavo o cambiado de vestido delante de la estatua de Augusto; haber estado en las letrinas o en paraje de desorden con un retrato de Augusto grabado en un anillo o en una moneda (78); haberse atrevido a censurar una palabra o un acto de Augusto. Un ciudadano fue condenado, en fin, a la muerte por haber consentido que le tributasen, honores en su provincia en el mismo día en que se los rindieron en otro tiempo a Augusto.


LIX. Aparte de estos actos de crueldad gratuita, cometió diariamente otros espantosos con el pretexto de administrar justicia y corregir las costumbres, pero, en realidad, para satisfacer su inclinación perversa. Por esta causa circularon muy pronto versos atribuyéndole los males presentes y señalándole como culpable de los futuros:


Aper et immitis, breviter vis omnia dicam?
Dispeream, si te mater amare potest
.Non es eques. Quare? non sunt tibi millia centum:
Omnia si quoeras, et Rhodos exsiliun est.
Aurea mutasti Saturti secura Cesar:
Incolumi nam te ferrea semper erunt.
Fastidit vinum, quia jam sitit iste cruorem:
Tam bibit hunc avide, quam bibit ante merum.
Aspice felicem sibi, non tibi, Romule, Sullan:
Et Marium, si vis, aspice, sed reducem:
Neo non Antonio, civilia bella moventis,
Nec semel infectas aspice coede manus:
Et dic, Roma perit; regnabit sanguine multo.
Ad regnum quisquis Cenit ab exsilio.

Al principio quiso Tiberio que se considerasen tales versos como obra de algunos descontentos, porque las reformas iban contra sus vicios, y como expresión de ciega cólera, más bien que de razonada opinión; y decía frecuentemente: que me odien con tal de que me respeten, pero no tardó en demostrar cuán fundadas y verdaderas eran aquellas acusaciones


LX. Pocos días después de su llegada a Capri, se le acercó de pronto un pescador en un momento en que estaba solo, presentándole un barbo de un enorme tamaño. Asustado Tiberio al ver a aquel hombre, que había llegado hasta él escalando el escarpado que rodea la isla, le hizo frotar la cara con su pescado. En medio del suplicio, el pescador se felicitó de no haber presentado también una enorme langosta que había cogido; Tiberio mandó traerla e hizo que le rasgasen también con ella la cara. Castigó con la muerte a un soldado pretoriano por haber robado un pavo real en una huerta. Durante un viaje, habiéndose enredado en unos matorrales la litera en que le llevaban, se lanzó sobre el centurión de la cohorte encargado de explorar el camino, lo echó al suelo y casi lo mató a golpes.


LXI. Ya roto todo freno, agotó todos los géneros de crueldad. Nunca le faltaron víctimas; persiguió uno tras otro a los amigos de su madre, de sus nietos, de su nuera, de secano y hasta a sus simples conocidos. Desde la muerte de Seyano se mostró, sin embargo, más cruel, lo cual hizo conocer que el papel de éste consistía menos en excitarle al crimen que en proporcionarle ocasiones y pretextos. No obstante, en las compendiosas Memorias que escribió sobre su vida, osó decir: que castigó a Seyano como perseguidor de los hijos de su hijo Germánico; pero Secano le había ya infundido sospechas cuando hizo perecer a uno, y había ya muerto cuando mató al otro. Sería prolijo referir en detalle todas estas atrocidades, y me limitaré a dar sólo una idea general con algunos ejemplos. No pasó un solo día que no quedase señalado con ejecuciones, sin exceptuar los que la religión ha consagrado, y ni siquiera el primero del año. Envolvía en la misma condena a la esposa e hijos de los acusados, y a sus parientes les estaba prohibido llorarlos. Se daba fuertes recompensas a los acusadores, y algunas veces hasta a los testigos. Se creía bajo su palabra a los delatores, y toda acusación acarreaba fatalmente la muerte; una simple palabra podía constituir un crimen. Acusóse a un poeta de haber injuriado a Agamenón en una tragedia, y a un historiador de haber llamado a Bruto y Casio los últimos de los romanos. Estos escritores fueron castigados y destruidos sus escritos, aunque los habían publicado muchos años antes con la aprobación de Augusto, que había escuchado su lectura. Entre las encarcelados los hubo a quienes se negó hasta el consuelo del estudio y también el alivio de conversar reunidos. Seguros de la condena, muchos de los llamados por la justicia suicidáronse para evitar los tormentos y la ignominia; otros se envenenaron en pleno Senado; se vendaba, sin embargo, a los heridos y se los llevaba moribundos y palpitantes a las prisiones públicas. Ni un solo condenado se libró de ser arrastrado con ganchos y arrojado después a las Gemonias. Se contaron hasta veinte en un día, y entre ellos mujeres y niños. Como una costumbre antigua prohibía estrangular a las vírgenes, el verdugo las violaba primeramente y las ahorcaba en seguida. Se obligaba a vivir a los que querían morir, pues consideraba la muerte como pena tan ligera, que habiendo muerto un acusado llamado Carnulio, ya prevenida su ejecución, dijo cuando lo supo: Ese Carnulio se me ha escapado. Un cierto día en que visitaba los calabozos contestó a un sentenciado que le suplicaba acelerase su suplicio: Ignoro que nos hagamos reconciliado. Un consular refiere en sus anales que en un festín, a que asistía él mismo, un enano que estaba frente a la mesa con otros bufones, preguntó de repente en voz alta a Tiberio, después de decir varias agudezas, por qué vivía tanto tiempo Paconio acusado de lesa majestad; que el príncipe reprimió en el acto la libertad de su lengua, pero a los pocos días escribió al Senado para que resolviese sin demora la pena que debía imponerse a Paconio.


LXII. Su crueldad no conoció freno ni límites cuando supo finalmente que su hijo Druso, a quien creía muerto a consecuencia de una enfermedad producida por su intemperancia, había sido envenenado por su esposa Lavila y por Seyano. Multiplicó entonces sin piedad contra todos indistintamente las torturas y los suplicios, y durante días enteros le absorbió completamente este proceso; hasta tal punto fue así, que habiendo llegado a Roma uno de Rodas, huésped suyo, llamado por cartas amistosas de Tiberio, cuando le anunciaron su visita, mandó en seguida darle tormento, persuadido de que acababan de traerle alguno de los condenados a la tortura. Cuando se descubrió el error, le hizo matar para acallar los rumores. Todavía se enseña en Capri el lugar de las ejecuciones; es una roca escarpada desde la cual, en presencia suya y a una señal dada por él, arrojaban al mar a los sentenciados después de haberles hecho sufrir tormentos prolongados e inauditos. Abajo los esperaban marineros que golpeaban los cuerpos con sus remos por si acaso quedaba en ellos un soplo de vida. Entre otras horribles invenciones había imaginado hacer beber a algunos convidados, a fuerza de pérfidas instancias, gran cantidad de vino, y en seguida les hacía atar el miembro viril, para que sufriesen a la vez el dolor de la atadura y la viva necesidad de orinar. Si no se le hubiese adelantado la muerte, y si Trasilo, previendo, según dicen, este acontecimiento no le hubiera decidido con esperanzas de larga vida a aplazar algunas de sus venganzas, hubiera hecho perecer muchas personas más, y no habría, sin duda, perdonado a ninguno de sus otros nietos. Cayo le era sospechoso, Y el joven Tiberio, como hijo adulterino, sólo le inspiraba desprecio. Hace verosímil esta opinión el haberle oído frecuentemente envidiar a Príamo la felicidad de haber sobrevivido a todos los suyos.


LXIII. Existen muchas pruebas de que en medio de tantos horrores fue odiado y execrado universalmente, y también de que le persiguieron los terrores del crimen y los ultrajes de algunos hombres. Prohibió consultar en secreto y sin testigos a los arúspices. Intentó suprimir los oráculos que había en las inmediaciones de Roma; pero renunció a ello aterrado por un prodigio que protegió los vaticinios de Prenesto, pues, a pesar de haberlos llevado sellados a Roma, no los encontraron en el cofre en que los habían encerrado, no reapareciendo hasta que el cofre quedó colocado en el templo. Ocurrióle nombrar consulares para el gobierno de algunas provincias y no atreverse a enviarlos a ellas; reteníalos a su lado y al cabo de algunos años, estando ellos presentes, nombrábales sucesores. Pero como les dejaba en Roma el título de su cargo, les remitía algunos asuntos, que éstos hacían resolver a sus coadjutores y legados.


LXIV. A su nuera y nietos, después de haberlos condenado, nunca los hizo cambiar de residencia, sino encadenados y en litera bien cerrada, con guardia que impedía a los viajeros y transeúntes mirar o detenerse.


LXV. Cuando resolvió perder a Seyano, que conspiraba contra él y cuyo poder estaba tan cimentado que se celebraba públicamente el día de su nacimiento, venerando incluso sus doradas estatuas, utilizó la astucia y la sutileza más bien que la autoridad del poder. En primer lugar, para alejarle de él con honroso pretexto, le tomó por colega en su quinto consulado, que, aunque ausente y a largo intervalo del anterior, solicitó con este objeto; le lisonjeó, después, con la esperanza de una unión de familia y con el poder tribunicio, y de pronto acusole ante el Senado, en una vil y miserable peroración, dirigiendo a los senadores, entre otras súplicas, la de que le enviasen uno de los cónsules con encargo de conducir a su presencia, con escolta militar, al viejo emperador, a quien todos abandonaban. No bastaron, sin embargo, estas precauciones para tranquilizarle; temiendo turbulencias, ordenó que en caso de alarma pusiesen en libertad a su nieto Druso, que continuaba preso en Roma, y le diesen el mando de las fuerzas militares. Tenia también naves preparadas para refugiarse en alguno de los ejércitos, y esperaba en lo alto de una roca las señales que había mandado le hiciesen desde lo más lejos posible, con objeto de quedar prontamente advertido de todo lo que ocurriese, y sin temor a que pudiesen interceptar los mensajes. Una vez sofocada la conjuración de Seyano, no se mostró por ello más tranquilo ni más confiado, y durante los nueve meses que siguieron permaneció encerrado en su casa de campo, llamada casa de Júpiter.


LXVI. Uníase aún a sus inquietudes el disgusto de verse injuriado constantemente, pues no había un sentenciado que no le execrase cara a cara o en libelos que se encontraban en la orquesta. Mostrábase por esto, diversamente afectado; unas veces la vergüenza le hacía desear que quedasen ignorados todos los ultrajes; otras fingía despreciarlos y los repetía él mismo haciéndolos públicos. Nada le molesto tanto como una carta de Artaban, rey de los partos, que le censuraba sus asesinatos, su cobardía, sus desórdenes y le exhortaba a dar satisfacción cuanto antes, por medio del suicidio, al justo e implacable odio de sus conciudadanos.


LXVII. Hecho odioso, en fin, a sí mismo, reveló su miserable estado hasta en una carta dirigida al Senado, y que empezaba así: ¿Qué os escribiré, padres conscriptos, o cómo debo escribiros, o qué no os escribiré en la situación en que me encuentro? Si lo sé, que los dioses y diosas me hayan perecer con muerte más miserable de la que me siento morir todos los días. No falta quien cree que el conocimiento que poseía del porvenir le había revelado su suerte, y que sabía muy de antemano cuánta infamia y amargura le aguardaban en aquella época. En previsión de esto, se asegura que al tomar posesión del Imperio, rehusó con obstinación el título de PADRE DE LA PATRIA y el privilegio de que se jurase por sus actos, temiendo que tan grandes honores, de los que sería muy pronto indigno, hiciesen destacar más y más su envilecimiento. Esto, al menos, es lo que puede deducirse del discurso que pronunció en aquella circunstancia, cuando dijo: que siempre seria semejante a si mismo y no cambiaria sus costumbres mientras conservarse la razón; pero que el Senado no debía dar el peligroso ejemplo de jurar obediencia a los actos de quienquiera que fuese estando todos sujetos a cambiar; o cuando añadió: si alguna vez llegáis a poner en duda la pureza de mis costumbres y mi abnegación hacia vosotros (¡ojalá llegue mi último día antes que tal desgracia!), ese nombre de PADRE DE LA PATRIA nada añadirá a mi honor; y vosotros mereceréis la censura de habérmelo otorgado con ligereza o de haber formado luego de mi opinión contraria a la primera.


LXVIII. Era grueso y robusto, y su estatura mayor que la ordinaria, ancho de hombros y de pecho, apuesto y bien proporcionado. Tenía la mano izquierda más robusta y ágil que la otra, y tan fuertes las articulaciones, que traspasaba con el dedo una manzana, y de un capirote abría una herida en la cabeza de un niño y hasta en la de un joven. Tenía la tez blanca, los cabellos, según costumbre de su familia, los llevaba largos por detrás, cayéndole sobre el cuello; tenía el rostro hermoso, pero sujeto a cubrirse súbitamente de granos; sus ojos eran grandes, y cosa extraña, veía también de noche y en la obscuridad, aunque durante poco tiempo y cuando acababa de dormir; después su vista se obscurecía poco a poco. Marchaba con la cabeza inmóvil y baja, con aspecto triste y casi siempre en silencio; no dirigía ni una palabra a los que le rodeaban, o si les hablaba, cosa muy rara en él, era con lentitud y con blanda gesticulación de dedos. Augusto, que había observado sus costumbres desagradables y arrogantes, trató más de una vez de excusarlas ante el pueblo y el Senado como defectos hijos de la naturaleza y no del carácter. Gozó de salud poco menos que inalterable durante casi todo el tiempo de reinado, aunque desde la edad de treinta años la dirigió a su antojo, sin ayuda ni consejo de ningún médico.


LXIX. Tenía tanto menos celo por los dioses y la religión, cuanto que se había entregado a la astrología y había llegado a la persuasión de que todo lo dirigía el Destino. Sin embargo, temía extraordinariamente a los truenos, y cuando había tempestad, llevaba en la cabeza una corona de laurel, por tener tales hojas la virtud de alejar el rayo.


LXX. Cultivó con ardor las letras griegas y latinas, y eligió por modelo, entre los oradores de Roma, a Mesala Corvino, cuya laboriosa ancianidad había despertado desde muy joven su admiración; pero obscurecía su estilo a fuerza de afectación y por el empleo de formas extrañas; por esta causa, lo que improvisaba valía algunas veces más que lo que había meditado. Compuso un poema lírico titulado Lamentos sobre la muerte de L. César. Escribió, asimismo, poesías griegas, en las que imitó a Euforión, Riano y Partenio, que eran sus autores preferidos, y cuyas obras y retratos hizo colocar en las bibliotecas públicas entre los de los escritores antiguos más ilustres; a causa de esto, muchos eruditos le dirigieron comentarios sobre estos poemas. Mostró también por la historia de la fábula un gusto que llegaba hasta el ridículo y lo absurdo. Así, para experimentar el saber de los gramáticos, de los que, como ya hemos dicho, formaba su sociedad habitual, les proponía cuestiones como está: ¿Quién era la madre de Hécuba? ¿Cuál era el nombre de Aquiles entre las doncellas? ¿Qué contaban ordinariamente las sirenas? El día en que por primera vez entró en el Senado, después de la muerte de Augusto, para satisfacer a la vez la piedad filial y la religión, creyó deber ofrecer, como hizo Minos tras la muerte de su hizo, sacrificio de vino e incienso, pero sin tocar la flauta.


LXXI. Hablaba con facilidad la lengua griega, pero no la utilizaba en todas las ocasiones, absteniéndose sobre todo de ella en el Senado, y habiendo empleado un día la palabra monopolio, pidió perdón por haber pronunciado aquel vocablo de origen extranjero. Otro día, cuando delante de él daban lectura a un decreto de los senadores en el que se encontraba la palabra griega que significa incrustaciones de oro, dijo que debía cambiarse aquel término extraño y que lo reemplazasen con una perífrasis. A un soldado, a quien se pedía testimonio en griego, le prohibió que contestase de otra manera que no fuera en latín.

LXXII. En todo el tiempo que duró su retiro, dos veces únicamente trató de regresar a Roma. La primera llego en un trirreme hasta los jardines inmediatos a la Naumaquia, no sin antes haber mandado colocar soldados en las dos orillas del Tíber para contener a cuantos salieran a recibirle; la segunda llegó por la vía Apia hasta siete millas de Roma; pero no hizo mas que mirar las murallas y se volvió. Sábese que en esta ocasión le había asustado un prodigio, pero no se sabe con claridad la causa que pudo obligarle a regresar en el primer viaje. Tenía una serpiente de la especie de los dragones, que criaba con placer y alimentaba con su mano; la encontró un día comida por las hormigas, y un augur le advirtió entonces que temiese las fuerzas de la multitud. Volvió, por ello, apresuradamente a Campania, prosiguiendo hasta Circeia. Allí y para que no se sospechase su debilidad, asistió a los juegos militares y hasta disparó dardos a un jabalí que habían soltado en la arena. Estos esfuerzos le produjeron dolores de costado; se vio expuesto al aire estando sudoroso y volvió a caer peligrosamente enfermo. No obstante, resistió algún tiempo aún y habiéndose hecho llevar hasta Misena, nada suprimió de su ordinario género de vida, ni siquiera los festines y demás placeres, bien por intemperancia, bien por disimulo. Cierto día en que, levantado de la mesa se disponía a dejarla, el médico Caricles le cogió la mano para besársela; creyó él que intentaba examinarle el pulso, y le rogó que volviese a sentarse prolongando la comida. Ni siquiera se abstuvo aquel día de su costumbre de permanecer en pie después de la comida en medio del comedor, con un lictor a su lado, para recibir la despedida de los convidados y despedirse él mismo.

LXXIII. Mientras tanto, habiendo leído en las actas del Senado que habían declarado obsueltos, sin oírlos siquiera, a muchos acusados sobre los cuales se habla limitado a escribir que los había nombrado un denunciante, pensó, temblando de temor, que se despreciaba su autoridad y quiso volver a Capri, fuese como fuese, no atreviendose a emprender nada sino al abrigo de sus rocas. Detenido, sin embargo, por vientos contrarios y por los progresos de la enfermedad, se detuvo en una casa de campo de Lúculo, muriendo en ella a los setenta y ocho años de edad, y veintitrés de su imperio, el 17 de las calendas de abril (80), bajo el consulado de Cn. Acerronio Próculo y de C. Poncio Nigrino. Hay quien cree que Calígula le había dado un veneno lento; otros, que le impidieron comer en un momento en que le había abandonado la calentura; y algunos, en fin, que le ahogaron debajo de un colchón porque, recobrado el conocimiento, reclamaba su anillo que le habían quitado durante su desmayo. Séneca ha escrito que, sintiendo cercano su fin, se había quitado el anillo como para darlo a alguien; que después de tenerlo algunos instantes, se lo había puesto otra vez en el dedo, permaneciendo largo rato sin moverse, con la mano izquierda fuertemente cerrada; que de pronto había llamado a sus esclavos, y que, no habiéndole contestado nadie, se levanto precipitadamente, pero que faltándole las fuerzas, cayó muerto junto a su lecho.


LXXIV. En el ultimo aniversario de su nacimiento vio en sueños a Apolo Temenites, cuya colosal y admirable estatua había hecho traer de Siracusa, para colocarla en la biblioteca de un templo nuevo, y el cual le dijo que no seria él quien la consagrara Pocos días antes de su muerte, un terremoto abatió en Capri la torre del faro; en Misena, cenizas calientes y carbones que habían llevado para calentar el comedor, y que se habían extinguido y enfriado, se encendieron de pronto por la tarde y ardieron hasta muy entrada la noche.


LXXV. La noticia de su muerte despertó en Roma tan grande alegría, que todos corrían por las calles, gritando unos: Tiberio al Tíber, y pidiendo otros a la madre Tierra y a los dioses Manes que sólo entre los impíos concediesen lugar al muerto; otros amenazaban, en fin, al cadáver con el garfio de las Gemonias. A la evocación de sus antiguas atrocidades se unían aún el horror de una crueldad reciente. Un senadoconsulto había establecido que el suplicio de los condenados se diferiera siempre hasta el décimo día; había algunos desgraciados que debían ser ejecutados precisamente el día en que se supo la muerte de Tiberio, e imploraban la compasión pública. Como no había, sin embargo, nadie a quien dirigirse, estando todavía ausente Cayo, los guardias, temiendo faltar a lo ordenado, los estrangularon y arrojaron a las Gemonias. Esto acreció el odio contra el tirano, cuya barbarie se hacia sentir aún después de su muerte. Cuando trasladaron su cuerpo de Misena, la mayor parte de los habitantes gritaron que era necesario quemarle en el anfiteatro de Atela (81); pero los soldados le llevaron a Roma y una vez allí lo quemaron con las ceremonias habituales.


LXXVI. Dos años antes de su muerte había hecho testamento y existen de él dos ejemplares; uno de su puño y letra, el otro escrito por un liberto, pero los dos perfectamente idénticos y firmados con nombres muy obscuros. Instituía herederos, por parte iguales, a sus nietos Cayo y Tiberio, que lo eran el primero por Germánico y el segundo por Druso, y los substituta el uno al otro. Dejaba también legados a muchas personas, entre otras a las vestales, a todos los soldados, al pueblo romano y a los inspectores de los barrios.


En el libro Los Doce Césares
Cayo Suetonio Tranquilo
Escrito en el siglo II D.C.

lunes, 30 de noviembre de 2009

OCTAVIO AUGUSTO

OCTAVIO AUGUSTO

I. Muchos monumentos atestiguan que la familia de Octavio era en la antigüedad de las primeras de Vélitres. Una parte importante de la ciudad se llamaba desde mucho tiempo barrio Octavio, y se exhibía en ella un altar consagrado por un Octavio, que designado general en una guerra contra un pueblo vecino, y advertido un día, en medio de un sacrificio al dios Marte, de la repentina irrupción del enemigo, quitó de las llamas las carnes casi crudas de la víctima, las distribuyó según el rito, corrió al combate y regresó victorioso. Existía también un decreto que ordenaba ofrecer de la misma manera en lo sucesivo al dios Marte las víctimas y que se llevaran los restos a los Octavios.

II. Admitida esta familia entre las romanas por el rey Tarquino el Viejo, clasificada después por Serv. Tulio entre las patricias, pasó más adelante por voluntad propia a la condición plebeya. El primero de esta familia que obtuvo por sufragios del pueblo una magistratura fue C. Rufo, que siendo cuestor tuvo dos hijos, Cneo y Cayo, troncos de dos ramas de Octavios, cuyos destinos fueron muy diferentes: Cneo y todos sus descendientes desempeñaron los cargos más importantes del Estado. Pero Cayo y los suyos, bien por fortuna, bien por propia voluntad, permanecieron en el orden ecuestre hasta el padre de Augusto. El bisabuelo de éste sirvió en Sicilia durante la segunda Guerra Púnica, como tribuno militar, bajo el mando de Emilio Papo. Su abuelo no pasó de las magistraturas municipales y envejeció en la abundancia y en la paz. Sin embargo, no convienen todos en esto, y el mismo Augusto escribió que procedía de una antigua y opulenta familia de simples caballeros, y que su padre fue el primer senador de su nombre. M. Antonio le echa en cara que su bisabuelo fue liberto, cordelero en el barrio de Thurium, y su abuelo, corredor. Sólo esto he encontrado con relación a los antepasados paternos de Augusto.

III. Su padre, C. Octavio, gozó desde joven de considerables bienes y de la pública estimación y me admira que algunos escritores le hayan hecho corredor y hasta agente para la compra de votos en las asambleas agrarias. Educado en la opulencia, alcanzó con facilidad las más elevadas magistraturas, desempeñándolas noblemente. Después de su pretura, designóle la suerte la Macedonia; en el camino destruyó los restos fugitivos de los ejércitos de Spartaco y Catilina, que ocupaban el territorio de Thurium, encargo extraordinario que le encomendó el Senado. En el gobierno de su provincia mostró tanta equidad como valor. Derrotó a los besos y a los tracios en una gran batalla, y trató tan noblemente a los aliados, que M. Tulio Cicerón, en muchas cartas que aún existen, exhorta a su hermano Quinto, procónsul entonces en Asia, donde no disfrutaba de muy buena fama, a que imitase a su vecino Octavio y mereciera, como él, gratitud de los aliados.

IV. Al regreso de Macedonia, y, antes de proponer su candidatura al consulado, falleció repentinamente, dejando de Ancaria, Octavia la mayor, y de Acia, su segunda esposa, Octavia la menor y Augusto. Acia era hija de M. Acio Balbo y de Julia, hermana de C. César Balbo, por parte de padre, era originario de Aricia, y contaba muchos senadores en su familia; por otra parte de madre, era pariente cercano de Pompeyo el Grande: honrado con la pretura, fue también uno de los veinte comisarios que, en virtud de la ley Julia, quedaron encargados de repartir al pueblo las tierras de la Campania. Sin embargo, fingiendo Antonio igual desdén hacia los antepasados maternos de Augusto, afirma que su bisabuelo era de raza africana, que tuvo una tienda en Aricia, unas veces de perfumes y otras de pan. Casio de Parma, en una de sus epístolas, no se contenta con llamar a Augusto nieto de panadero, sino también nieto de un corredor de dinero, diciéndole: La harina que vendía tu madre salía del peor molino de Arican, y el cambista de Nerulum la amasaba con sus manos ennegrecidas por el cobre.

V. Nació Augusto bajo el consulado de M. Tulio Cicerón y de Antonio, el IX de las calendas de octubre, poco antes de salir el sol, en el barrio Palatino, cerca de las Cabezas de Buey, en el sitio donde ahora existe un templo, que fue construido poco tiempo después de su muerte. En las actas del Senado, se ve, en efecto, que un joven patricio, llamado C. Letorio, convicto de adulterio, para evitar la rigurosa pena impuesta a este delito, alego ante los senadores su edad, su origen y especialmente su calidad de propietario y guardián en cierto modo, del suelo que había tocado Augusto al nacer; habiendo, pues, pedido gracia en consideración a este dios, que era como su divinidad particular y doméstica, consagrase por decreto la parte de casa donde había nacido Augusto.

VI. Todavía hoy, en una casa de campo perteneciente a sus antepasados, cerca de Vélitres, se enseña la habitación donde le lactaron, que es muy reducida y parecida a una cocina, siendo creencia en los alrededores de que nació allí. Deber religioso es no entrar en esta cámara sino por necesidad y con sumo respeto, porque, según una antigua creencia, el que tiene la audacia de penetrar en ella, se ve asaltado de repente por una mezcla de horror y de temor secretos; confirma este rumor popular el que, habiéndose acostado en esta estancia un nuevo propietario de la finca, ya sea por casualidad, ya por ver lo que ocurría, se sintió a las pocas horas arrebatado por repentina y misteriosa fuerza, encontrándosele moribundo delante de la puerta, adonde fue lanzado desde el lecho.

VII. En su infancia, y en memoria del origen de sus mayores, se le dio el nombre de Turino, aunque se dice también que la causa estuvo en que poco después de su nacimiento, su padre Octavio venció en territorio de Turino a los esclavos fugitivos. Puedo afirmar con certeza que se llamó Turino, porque tuve en mi poder una antigua medalla de bronce que le representa niño y cuya inscripción, en letras de hierro y casi borradas, expresa aquel nombre. Entregué esta medalla a nuestro príncipe, quien la colocó con piadoso respeto entre sus dioses domésticos. Otra prueba más: M. Antonio, creyendo ultrajarla, le llamó en sus cartas muchas veces Turino, contentándose Augusto con responderle, que extrañaba se quisiese injuriarle con su primer nombre. Tomó más adelante el de CESAR y al fin el de AUGUSTO: uno en virtud del testamento de su tío paterno, y el otro a propuesta de Munacio Planco, aunque algunos senadores deseaban que se le llamase Rómulo, por haber sido, en cierto modo, el segundo fundador de Roma. Prevaleció, sin embargo, el nombre de Augusto, porque era nuevo, y sobre todo porque era más respetable; en efecto, los parajes consagrados por la religión o por el ministerio de los augures se llamaban augustos, ya sea que esta palabra deriva de auctus (acrecentamiento), ya que proceda de gestus o de gustus, empleadas las dos en los presagios de las aves, según dice Ennio en este verso:Augusto augurio postquam inclita condita Roma est.

VIII. Tenía cuatro años cuando perdió a su padre; a los doce pronunció, delante del pueblo reunido, el elogio fúnebre de su abuela Julia; a los dieciséis vistió la toga civil, y aunque por su edad estaba exceptuado aún del servicio, el día del triunfo de César por la guerra de Africa, recibió recompensas militares. Habiendo partido su tío, pocos días después, para España, contra los hijos de Cn. Pompeyo, Augusto, apenas restablecido de una enfermedad grave, siguióle con algunos compañeros por caminos infestados de enemigos, le alcanzó a pesar de un naufragio, le prestó grandes servicios, e hizo admirar, además de su conducta durante el viaje, la índole de su carácter. César, que después de sujetadas las Españas, meditaba una expedición contra los dacios, y otra contra los partos, le envió de antemano a Apolonia, donde se entregó al estudio. Allí supo que César había sido asesinado y que le había instituido heredero; y estuvo dudando durante algún tiempo si imploraría el socorro de las legiones inmediatas, pero rechazó al fin este paso como imprudente y precipitado. Regresó a Roma, donde entró en posesión de la herencia, a pesar de las vacilaciones de su madre y de las obstinadas observaciones de su suegro, Marcio Filipo, varón consular. Levantó en seguida ejércitos, gobernando la República, primero con Antonio y Lépido; hízolo después con Antonio solo, durante cerca de doce años, y por último, solo durante cuarenta y cuatro.

IX. Tal es el resumen de su vida. Ahora expondré separadamente los diferentes actos llevados a cabo por él, no por orden de tiempos sino según su naturaleza, para que se comprendan más clara y distintamente. Tuvo que hacer frente a cinco guerras civiles, las Mulciense, Filipense, Perusiana, Siciliana y la de Actium; la primera y la última contra Marco Antonio; la segunda contra Bruto y Casio; la tercera contra Luc. Antonio, hermano del triunviro; la cuarta contra Sex. Pompeyo, hijo de Cneo.

X. Fue la causa e inicio de todas estas guerras la obligación que se impuso de vengar la muerte de su tío y mantener la validez de sus actos. Así, pues, desde que regresó de Apolonia, decidió atacar a Bruto y Casio inesperada y abiertamente; vio que escapaban a aquel peligro, que supieron prevenir, y se armó entonces contra ellos de la autoridad de las leyes, y acusándolos, aunque ausentes, como asesinos. No atreviéndose los encargados de dar los juegos establecidos por las victorias de César a cumplir con este deber, los celebró él mismo. Para afianzar mejor la ejecución de sus designios, quiso reemplazar un tribuno del pueblo, que acababa de morir, y, a pesar de no ser todavía senador y sí sólo patricio, se presentó candidato. Fracasaron, sin embargo, todos sus esfuerzos ante la oposición del cónsul M. Antonio, del que contaba hacer su principal apoyo, y que pretendía no dejarle gozar de nada, ni siquiera del derecho ordinario y común, sino poniendo a su connivencia un precio exorbitante; volviese entonces al partido de los grandes, de quienes era detestado Antonio, porque tenía sitiado en Mutina a Décimo Bruto, esforzándose en arrojarle por las armas de una provincia que le había dado César y confirmado el Senado. Por consejo de algunos partidarios suyos, Octavio trató de hacerle asesinar; pero descubierta la maquinación y temiendo a su vez, levantó para su defensa y la de la República un ejército de veteranos, al que colmó de prodigalidades. Recibió entonces, con el título de propretor, el mando de este ejército y la orden de reunirse con los nuevos cónsules Hircio y Pansa, para llevar auxilios a Décimo Bruto. En tres meses y dos batallas terminó esta guerra. Escribe Antonio que en la primera huyó, presentándose pasados dos días sin caballo y sin el manto de general; pero no hay duda alguna que en la segunda llenó a la vez los deberes de jefe y de soldado, pues que en lo más recio de la pelea, viendo gravemente herido al abanderado de su legión, tomó las águilas sobre su hombro, llevándolas muy largo rato.

XI. Perecieron en esta guerra Hircio y Pansa, el primero en la batalla, y el segundo poco después, de una herida que recibió en ella y corrió entonces e] rumor de que Octavio los había hecho matar a los dos, con la esperanza de que la derrota de Antonio y la muerte de los cónsules le dejarían dueño único de los ejércitos victoriosos. Tales sospechas excitó la muerte de Pansa, que fue reducido a prisión el médico Clicón como culpable de haber envenenado la herida. Aguilio Niger añade a estas acusaciones que Octavio mismo mató al otro cónsul Hircio en la confusión del combate.

XII. Mas cuando supo que Antonio había sido recibido, tras su fuga, en el campamento de M. Lépido, y que los otros generales, de acuerdo con sus ejércitos, se unían a sus adversarios, abandonó sin vacilar la causa de los grandes, alegando para justificar su mudanza las quejas que tenía de los discursos y conducta de muchos de ellos; que unos, según él, le habían tratado de niño, proclamando que se le debía elogiar y ensalzar (tollerumque) con objeto de dispensarse del agradecimiento que se le debía, igualmente que a sus veteranos. Para hacer resaltar más y más su disgusto por haber servido a aquel partido, impuso una elevada multa a los habitantes de Nursia, que habían erigido un monumento fúnebre a los ciudadanos muertos delante de Mutina, con una inscripción que decía: Muertos por la libertad; no pudieron pagarla, por lo cual fueron expulsados de la ciudad por él.

XIII. Lograda la alianza con Antonio y Lépido, terminó también en dos batallas la guerra Filipense, a pesar de estar débil y enfermo. En la primera le tomaron su campamento, consiguiendo escapar con gran esfuerzo, ganando el ala que mandaba Antonio. No mostró moderación en la victoria, enviando a Roma la cabeza de Bruto, para que la arrojaran a los pies de la estatua de César, aumentado así con sangrientos ultrajes los castigos que impuso a los prisioneros más ilustres. Se refiere que a uno de éstos, que le suplicaba le concediese sepultura, le contestó que aquel favor pertenecía a los buitres; a otros, padre e hijo, que le pedían la vida, les mandó la jugasen a la suerte o combatiesen entre si, prometiendo otorgar gracia al vencedor; el padre se arrojó entonces contra la espada del hijo, y éste, al verle muerto, se quitó la vida, mientras Octavio los veía morir complacido. Por esta causa, cuando llevaron a los otros cautivos, con la cadena al cuello, delante de los vencedores, todos, y especialmente M. Favonio, el émulo de Catón, convinieron, después de saludarle con el nombre de Imperator, en dirigirle crueles injurias. En la distribución que siguió a la victoria, quedó encargado Antonio de constituir el Oriente, y Octavio de llevar los veteranos a Italia para establecerlos en los territorios de las ciudades municipales; pero sólo consiguió disgustar a la vez a los antiguas poseedores y a los veteranos, quejándose unos que se los despojaba y los otros de que no se los recompensaba como tenían derecho a esperar por sus servicios.

XIV. Confiando L. Antonio por este tiempo en el consulado de que estaba investido y en el poder de su hermano, quiso suscitar disturbios, pero Octavio le obligó a huir a Perusa, reduciéndole por hambre, aunque no sin correr él mismo grandes peligros antes y durante esta guerra. Ocurrió, en efecto, que en un espectáculo, un simple soldado tomó asiento en uno de los bancos de los caballeros; le hizo él arrojar por medio de un aparitor, y pocos momentos después sus enemigos difundieron el rumor de que le había hecho morir en los tormentos, faltando muy poco para que pereciese Octavio bajo los golpes de la turba militar que había acudido indignada, y sólo el presentar sano y salvo al que se decía muerto pudo salvarse entonces de la muerte. En otra ocasión, al sacrificar cerca de Perusa, estuvo a punto de perecer a manos de algunos gladiadores que habían salido bruscamente de la ciudad.

XV. Tomada Perusa, se mostró cruel con sus habitantes; a cuantos pedían gracia o trataban de justificarse les contestaba que era necesario morir. Según algunos autores, de los sometidos eligió a trescientos de los dos órdenes y los hizo inmolar en los idus de marzo, como las victimas, de los sacrificios, delante del altar elevado a Julio César. Pretenden otros que sólo provocó esta guerra para obligar a sus enemigos secretos, y a aquellos a quienes retenía el temor más aún que la voluntad, a que se descubriesen al fin, dándoles por jefe a L. Antonio, y con objeto de que sus bienes confiscados le sirviesen después de su derrota para dar a los veteranos las recompensas que les había ofrecido.

XVI. La guerra de Sicilia fue una de sus primeras empresas, pero la condujo despacio, interrumpiéndola muchas veces, tanto para reparar el daño causado a sus flotas, incluso durante el verano, por continuas tempestades y naufragios, como para hacer la paz a instancias del pueblo, que, interceptados los víveres, se veía amenazado por el hambre. Cuando hizo reparar los buques y adiestró en la maniobra a veinte mil esclavos a quienes concedió la libertad, creó el puerto Julio, cerca de Baias, y abrió al mar el lago Lucrino y el Averno; batió a Pompeyo entre Mylas y Nauloco, sintiéndose poco antes del combate asaltado de tan invencible necesidad de dormir, que tuvieron que despertarle para que diese la señal. Este hecho, dio pie, a mi parecer, a los sarcasmos de Antonio, cuando le censura de no haber podido mirar de frente una linea de batalla, y haberse acostado de espaldas, temblado y levantando al cielo estúpidos ojos, sin abandonar esta actitud, para mostrarse a los soldados, hasta que M. Agripa hubo puesto en fuga los buques enemigos. Otros le censuran una frase y un acto impíos, como haber pronunciado, viendo su flota destruida por la tempestad que sabría vencer a pesar de Neptuno, y de haber suprimido en los primeros juegos del circo la estatua de este dios, uno de los ornamentos de aquella solemne ceremonia. En ninguna otra guerra estuvo tan expuesto, contra su voluntad, a tantos y tan grandes peligros. Después de haber hecho pasar un ejército a Sicilia, izaba velas hacia el continente para buscar el resto de sus tropas, cuando se vio atacado improvisadamente por Democnares y Apollofano, legados de Pompeyo, y no sin gran trabajo pudo ponerse a salvo con una sola nave. Otro día, pasando a pie cerca de Locros, en ruta a Regio, vio las galeras del partido de Pompeyo costeando la tierra, creyéndolas suyas, bajó a la playa y estuvo a punto de que le capturasen. Ocurrió asimismo que, mientras huía por extraviados vericuetos, un esclavo de Emilio Paulo que le acompañaba, recordando que en otro tiempo había proscrito al padre de su amo y cediendo a la tentación de la venganza, trató de darle muerte. Después de la huida de Pompeyo, M. Lépido, el segundo de sus colegas, a quien había llamado de Africa en socorro suyo, ensoberbecido con el apoyo de sus veinte legiones, reclamaba con amenazas el primer puesto en el Estado. Octavio le quitó el ejército, y perdonándole la vida que pedía de rodillas, le desterró a la isla Circeya para toda su vida.

XVII. Rompió al fin su alianza con M. Antonio, alianza siempre incierta y dudosa, mal observada con frecuentes reconciliaciones; y, para demostrar cuánto se distanciaba su rival de las costumbres patrias, mandó abrir y leer delante del pueblo reunido el testamento que había dejado aquél en Roma (46), y en el cual colocaba en el número de sus herederos a los hijos de Cleopatra. Sin embargo, después de hacerle declarar enemigo de la República, le envió todos sus parientes y amigos, entre otros a C. Sosio y Cn. Domicio, cónsules entonces, perdonando también a los habitantes de Bolonia, que desde muy antiguo figuraban en el partido de los Antonios, que hubiesen tomado las armas contra él como toda Italia. Poco después le derrotó en una batalla naval dada cerca de Actium, que se prolongó hasta el obscurecer, pasando el vencedor la noche en una nave. De Actium pasó a establecer cuarteles de invierno en Samos; pero enterado de que los soldados escogidos en todos los cuerpos después de la victoria, y que por orden suya le habían precedido a Brindis, acababan de sublevarse solicitando recompensas y el licenciamiento, emprendió, lleno de zozobra, el camino de Italia. Dos veces se vio combatido por la tempestad durante la travesía: primeramente entre los promontorios del Peloponeso y de la Eolia, y después cerca de los montes Cerámicos, pereció en este doble desastre una parte de sus naves liburnesas, perdiendo la suya todo el aparejo y rompiéndosele el timón. Solo veintisiete días permaneció en Brindis, para satisfacer las exigencias de los soldados; pasó de allí a Egipto por Asia y la Siria, puso sitio a Alejandría, donde se había refugiado Antonio con Cleopatra, y se hizo dueño a poco de la ciudad. Antonio quiso hablar de paz, pero ya no era tiempo: Octavio oblígole a morir, pasándole a ver después de muerto. Uno de sus deseos más vehementes era reservar a Cleopatra para su triunfo, y como se creía que había muerto de la mordedura de un áspid, hizo que algunos psilos chupasen el veneno de la herida. Concedió a los dos esposos que reposaran en sepultura común, y ordenó que se concluyese la tumba que ellos mismos habían comenzado a construir. El joven Antonio, el mayor de los dos hijos que el triunvirio había tenido de Fulvia, fue tras continuas e inútiles súplicas, a refugiarse a los pies de la estatua de César; Augusto le arrancó de allí y mandó darle muerte. Cesarión, que Cleopatra decía haber tenido de César, fue alcanzado mientras intentaba huir y entregado al suplicio. En cuanto a los otros hijos de Antonio y de la reina, los consideró como miembros de su familia, los educó y aseguró posición en proporción a su nacimiento.

XVIII. Por esta época mandó abrir la tumba de Alejandro Magno; sacado el cuerpo, estuvo un momento contemplándolo le puso en la cabeza una corona de oro y le cubrió de flores en muestra de homenaje. Consultado si quería ver también el Ptolomeum, contestó: que había venido a ver un rey y no muertos. Convirtió a Egipto en provincia romana, y con objeto de asegurar la producción necesaria para los bastimentos de Roma, mandó a sus soldados limpiaran todos los canales abiertos por los desbordamientos del Nilo y que el tiempo había cubierto de limo. Para perpetuar en la memoria de los siglos la gloria del triunfo de Actium, fundó cerca de esta ciudad la de Nicópolis, estableciendo juegos quinquenales. Amplió, asimismo, el antiguo templo de Apolo, adornó con un trofeo naval el sitio donde tuvo su campamento y lo consagró solemnemente a Neptuno y a Marte.

XIX. Gran número de turbulencias, sediciones y conspiraciones, de que tuvo conocimiento, fueron sofocados por él en su origen; dominó también, en diferentes épocas, la conspiración del joven Lépido; después la de Varrón Murena y de Fannio Cepión, de M. Egnacio, de Plaucio Rufo, de Lucio Paulo, esposo de su nieta, de L. Audasio, acusado de falsario, y a quien la edad había debilitado el cuerpo y la razón, de Asinio Epicardio, mestizo de parto, y en fin, de Telefo, esclavo nomenclator de una mujer; pues se vio asimismo amenazado por maquinaciones de hombres de baja extracción. Audasio y Epicardio querían arrebatar a su hija Julia y a su nieto Agripo de las islas donde estaban confinados, para presentarlos a los ejércitos, y Telefo, que se creía destinado al imperio, había concebido el proyecto de asesinar a Augusto y al Senado; se encontró también a cierto mercenario del ejército de Iliria, escondido una noche cerca de su lecho, hasta donde había penetrado burlando la vigilancia de los guardias, y que llevaba en la cintura un cuchillo de caza. Ignórase si fingió demencia o si, efectivamente, había perdido la razón, no pudiendo arrancarle ninguna confesión en la tortura.

XX. Por si mismo solamente dirigió dos guerras exteriores: la de Dalmacia, en su juventud, y la de los cántabros tras la derrota de Antonio. Fue herido dos veces en Dalmacia: una en la rodilla, de una pedrada, y la otra en un muslo y los dos brazos por hundimiento de un puente. Las otras dos guerras las dirigieron sus legados; sin embargo, tomó parte en algunas expediciones en Panomia y Germania, o estuvo, cuando menos, cerca del teatro de la guerra, yendo de Roma hasta Ravena, Milán y Aquilea.

XXI. Sometió personalmente o por sus generales la Cantabria, la Aquitania, la Panomia y la Dalmacia con toda la Iliria; sujetó la Recia, la Vindelicia y los Salesos, pueblos de los Alpes; contuvo las incursiones de los dacios, destruyó la mayor parte de sus ejércitos y les mató tres jefes. Arrojó a los germanos al otro lado del Elba; recibió la sumisión de los Ubios y sicambros, trasladándolos a la Galia y asignándoles las tierras próximas al Rin. Redujo también a la obediencia otras naciones inquietas y turbulentas, pero no movió guerra a ningún pueblo sin justa causa o imperiosa necesidad, pues estaba muy lejos de ambicionar aumento del Imperio o de su gloria militar, con lo cual obligó a algunos reyes bárbaros a jurarle, en el templo de Marte Vengador, permanecer fieles a la paz que de él solicitaban. Exigió, asimismo, a algunos de ellos nuevo género de rehenes, esto es, mujeres pues había observado que se estimaban en poco los hombres dados con tal carácter. No obstante, dejaba siempre a sus aliados la facultad de retirar sus rehenes cuando desearan; y nunca castigó sus frecuentes sublevaciones y sus perfidia más que vendiendo sus prisioneros, a condición de que no habían de servir en países vecinos ni ser libres antes de treinta años. La reputación de fuerza y moderación que alcanzó con esta conducta, determinó a los indos y escitas, de los que sólo se conocía entonces el nombre, a pedir por medio de embajadores su amistad y la del pueblo romano. También los partos le cedieron fácilmente la Armenia que reivindicaba, devolviéndole, además. a su petición, las enseñas militares arrebatadas a M. Craso y a M. Antonio y ofreciéndole también rehenes; y, por último, muchos príncipes, que desde antiguo se disputaban entre sí el mando, reconocieron al designado por él.

XXII. El templo de Jano Quirino, que sólo había estado cerrado dos veces desde la fundación de Roma, lo estuvo entonces tres, en un transcurso de tiempo mucho más corto, estando asegurada la paz por mar y por tierra. Dos veces entró en Roma con los honores de la ovación, una después de la batalla Filipense, y la otra después de la guerra de Sicilia. Celebró con tres triunfos curules sus victorias de Dalmacia, Actium y Alejandría, Y cada triunfo duró tres días.

XXIII. En cuanto a derrotas graves e ignominiosas sufrió las de Lolio y Varo, ambas en Germania, siendo la primera más vergonzosa que irreparable; la de Varo pudo, en cambio, ser fatal al Imperio, pues que en ella fueron pasadas a cuchillo tres legiones con el general, los legados y todos los auxiliares. Cuando recibió la noticia mandó colocar en Roma guardias militares para prevenir posibles desórdenes; confirmó en sus Poderes a los gobernadores de las provincias, para que su experiencia y habilidad, contuviesen en su deber a los aliados; y ofreció grandes juegos a Júpiter para que mejorase la situación de la República, como se había hecho en la guerra de los cimbrios y de los marsos. Dícese, en fin, que experimentó tal desesperación, que se dejó crecer la barba y los cabellos durante muchos meses, golpeándose a veces la cabeza contra las paredes, y exclamando Quintilio Varo, devuélveme mis legiones. Los aniversarios de este desastre fueron siempre para él tristes y lúgubres jornadas.

XXIV. Cambió muchas cosas y muchas otras estableció en la organización militar, poniendo en vigor otras relegadas ya de tiempo al olvido. Mantuvo con severidad la disciplina, y sólo permitió a sus legados que fuesen a ver a sus esposas en los meses de invierno, y aun esto con gran dificultad. A un caballero romano, por haber amputado el dedo pulgar a sus dos hijos para librarlos del servicio militar, hízolo vender en subasta con todos sus bienes; pero viendo que se apresuraban a comprarlo los asentistas públicos, lo hizo adjudicar a un liberto suyo, que tenía orden de llevarlo a los campos y dejarle libre. Licenció ignominiosamente a toda la décima legión, que sólo obedecía murmurando; y a otras que con tono imperioso pedían la licencia se la concedió, aunque sin las recompensas prometidas a sus largos servicios. Si alguna legión retrocedía, la diezmaba, dándole sólo cebada por toda comida. Castigó con la muerte como a simples soldados a centuriones que abandonaron sus puestos. En cuanto a los otros delitos, los castigaba con diferentes penas infamantes, como permanecer en pie todo el día delante de la tienda del general, o bien salir con túnica y sin cinturón, llevando en la mano una medida agraria o un puñado de césped.

XXV Después de las guerras civiles, dejó de dar a los soldados el título de compañeros en las arengas y en los edictos; les llamaba sólo soldados, y no permitía tampoco que sus hijos o yernos les diesen otro nombre cuando mandaban, pues creía que el de compañeros era una adulación que no convenía a la conservación de la disciplina, ni al estado de paz, ni a la majestad de los césares. Salvo para los casos de incendio y para las sediciones que podían producir la carestía de víveres, sólo dos veces alistó esclavos libertos: la primera para la defensa de las colonias vecinas a la Iliria, y la segunda, para proteger las orillas del Rin. En estas dos veces habían de ser esclavos que los hombres y mujeres más ricos de Roma hubiesen comprado y manumitido en el acto; colocábalos en primera línea, sin mezclarlos con los libres ni tampoco armarlos como a éstos. Prefería dar como recompensas militares arneses, collares y preseas, cuyo valor lo constituían el oro y la plata, a coronas valarias o murales, mucho más ambicionadas. Extraordinariamente avaro de estas últimas, jamás las concedió al favor, y las dio casi siempre a simples soldados. Regaló a Agripa, después de su victoria naval en Sicilia, un estandarte de color de mar. Nunca otorgó estas distinciones a los que habían disfrutado los honores del triunfo, por más que hubiesen tomado parte en sus expediciones y contribuido a sus victorias; la razón era que ellos mismos habían tenido derecho para distribuir como quisieran estas recompensas. En su opinión, nada convenía menos a un gran capitán que la precipitación y la temeridad, y así repetía frecuentemente el adagio griego: Apresúrate lentamente, y este otro: Mejor es el jefe prudente que temerario, o también éste: se hace muy pronto lo que se hace muy bien. Decía asimismo que sólo debe emprenderse una guerra o librar una batalla cuando se puede esperar más provecho de la victoria que perjuicio de la derrota; porque, añadía, el que en la guerra aventura mucho para ganar poco, se parece al hombre que pescara con anzuelo de oro, de cuya pérdida no podría compensarle ninguna presa.

XXVI. Antes de la edad se vio elevado a las magistraturas y honores, de los que muchos fueron de creación nueva y a perpetuidad. A los veinte años invadió el consulado, haciendo marchar hacia Roma amenazadoramente a sus legiones, y mandando diputados a exigir para él esta dignidad a nombre del ejército. Como vacilara el Senado, el centurión Cornelio, que iba al frente de la diputación, abrió su manto, y mostrando el puño de la espada, se atrevió a exclamar: Éste lo hará, si vosotros no lo hacéis. Transcurrieron nueve años de su primero a su segundo consulado y sólo uno hasta el tercero. Siguió después hasta el undécimo sin interrupción, y, habiendo rehusado todos los que luego le ofrecieron, pidió él mismo el duodécimo diecisiete años más tarde; dos años después volvió a pedir el decimotercio, con objeto de recibir en el Foro, como primer magistrado de la República, a sus nietos Cayo y Lucio, que iban a entrar en la vida pública. Los cinco consulados que separan el decimosexto del undécimo fueron cada uno a un año, y los demás no los conservó más allá de nueve, seis, cuatro o tres meses, y el segundo solamente algunas horas. Apenas sentado, en efecto, en la silla curul, frente al templo de Júpiter Capitolino, en la mañana de las calendas de enero, dimitió el cargo, nombrando a otro cónsul en lugar suyo. No tomó posesión de todos sus consulados en Roma, pues el cuarto comenzó en Asia, el quinto en Samos y el octavo y el noveno en Tarragona.

XXVII. Durante diez años fue el jefe del triunvirato establecido para organizar la República; resistió por algún tiempo a sus colegas, oponiéndose a la proscripción, pero después desplegó mucha más crueldad que ninguno de ellos, ya que éstos, cuando menos, se dejaron ablandar algunas veces por las súplicas de la amistad; solamente él se opuso con toda su autoridad a que se perdonase a nadie, proscribiendo hasta a su tutor C. Toranio, que había sido, además, colega de su padre Octavio en la edilidad. Junio Saturno refiere este otro hecho: Después de las proscripciones, excusando Lépido el pasado en el Senado, hizo esperar que la clemencia iba a poner término al fin a los castigos; pero Octavio declaró, por el contrario, que solamente cesaría de proscribir a condición de hacer en todo lo que quisiese. No obstante, al tardío arrepentimiento de esta dureza debiese el que elevara a la dignidad de caballero a T. Vinio Filopemón, del que se decía haber ocultado en otro tiempo a su patrón proscrito. Por muchos rasgos especiales se hizo odioso durante un triunvirato; un día, por ejemplo, que arengaba a los soldados en presencia de los habitantes de los campos vecinos, vio a un caballero romano, llamado Pinario, que tomaba algunas notas furtivamente, y sólo por sospechas de que fuese un espía le hizo matar en el acto. A Tedio Afer, cónsul designado, que ridiculizó con un chiste un acto suyo, Octavio le dirigió tan furibundas amenazas que aquel desgraciado se dio la muerte. El pretor Q. Galio se acercó a él para saludarle llevando bajo la toga dobles tablillas; creyó Octavio que eran una espada, mas no atreviéndose a registrarle en el acto por temor de no encontrar armas, pocos momentos después le hizo arrancar de su tribuna por medio de centuriones y soldados, le mandó dar tormento como a un esclavo, y no obteniendo ninguna confesión, le hizo degollar, después de arrancarle los ojos con sus propias manos. Él mismo escribió de este asunto que Galio había querido matarle en una audiencia que le pidió; que reducido a prisión por orden suya, fue puesto en seguida en libertad, con prohibición de habitar en Roma, y que pereció en un naufragio o a manos de algunos bandidos (49). Augusto fue investido a perpetuidad con el poder tribunicio, dos veces tomó colega en esta dignidad, cada una durante un lustro. Fue investido también con la vigilancia perpetua de las costumbres y de las leyes, y en virtud de este derecho, que no era, sin embargo, el mismo que el de la censura, estableció tres veces el censo del pueblo: la primera y tercera con su colega, la segunda, solo.

XXVIII. Dos veces tuvo la idea de restablecer la República: primero después de la derrota de Antonio, que con frecuencia le había acusado de ser el único obstáculo al restablecimiento de la libertad; y luego, a consecuencia de los sufrimientos de una larga enfermedad, llegando a hacer ir a su casa a los magistrados y senadores y entregándoles las cuentas del Imperio. Reflexionó, sin embargo, que esto era exponer su vida privada a peligros ciertos y entregar imprudentemente la República a la tiranía de algunos ambiciosos, y decidió continuar en el poder, y no puede decirse qué se le ha de alabar más, si las consecuencias o los motivos de esta resolución. Se complacía en recordar algunas veces estos motivos, y hasta los dio a conocer así en uno de sus edictos. Permitaseme afirmar la República en estado permanente de esplendor y seguridad; con esto habré conseguido la recompensa que ambiciono, si se considera su felicidad obra mía y si puedo alabarme al morir de haberla establecido sobre bases inmutables. Él mismo aseguró la consecución de este deseo, esforzándose para que nadie tuviese que lamentarse del nuevo orden de cosas.

XXIX. Roma no era, en su aspecto, digna de la majestad del Imperio y estaba sujeta, por otra parte, a inundaciones e incendios. Él supo embellecerla de tal suerte, que con razón pudo alabarse de dejarla de mármol habiéndola recibido de ladrillos. También la aseguró contra los peligros del porvenir, cuanto la prudencia humana puede prever. Entre el gran número de monumentos públicos cuya construcción se le debe, se cuentan principalmente el Foro y el templo de Marte Vengador, el de Apolo en el Palatium y el de Júpiter Tonante en el Capitolio. Se construyó el Foro porque el creciente número de litigantes y de los negocios lo exigían, y resultaban insuficientes los dos primeros. Así, sin esperar a que el templo de Marte estuviese concluido, apresuróse a ordenar que se procediese especialmente en el Foro nuevo, al juicio de las causas criminales y a la elección de jueces. Por lo que toca al templo de Marte, había hecho el voto durante la guerra Filipense, emprendida para vengar a su padre. Decretó, en consecuencia, que allí se reuniría el Senado para deliberar acerca de las guerras y de los triunfos; que de allí partirían los que marchasen con algún mando a las provincias; y que allí irían, finalmente, a depositar las insignias del triunfo los generales victoriosos. El templo de Apolo, en el Palatium, se construyó en la parte de su casa destruida por el rayo, donde habían declarado los arúspices que el dios pedia morada, añadiéndole pórticos y una biblioteca latina y griega. En sus últimos años convocaba a menudo el Senado e iba a él para reconocer las decurias de los jueces. El templo de Júpiter Tonante fue erigido por él en memoria de haber escapado de un peligro durante una marcha nocturna; en una de sus expediciones contra los cántabros, un rayo alcanzó, en efecto, su litera, matando al esclavo que iba delante de él con una antorcha en la mano. Hizo, además, ejecutar otros trabajos bajo otro nombre que el suyo, por ejemplo, con los de sus nietos, su esposa y su hermana; tales son el pórtico de Cayo y la basílica de Lucio, los pórticos de Livia y de Octavio, y el teatro de Marcelo. Frecuentemente exhortó también a los principales ciudadanos a embellecer la ciudad, cada cual según sus medios, o con monumentos nuevos, o reparando y embelleciendo los antiguos; este solo deseo fue causa de que se levantasen gran número de construcciones. Marcio Filipo elevó el templo de Hércules y Museos; L. Cornificio, el de Diana; Asinio Polión, el vestíbulo del de la Libertad; Munacio Plauco, el templo de Saturno; Cornelio Balbo, un teatro; Stantilio Fauro, un anfiteatro, y, en fin, M. Agripa gran número de magníficos edificios.

XXX. Dividió a Roma en secciones y barrios, encargando la vigilancia de las secciones a los magistrados anuales (ediles, tribunos, pretores), que la lograban por suerte y la de los barrios a inspectores que habitaban en ellos y que eran elegidos entre el pueblo. Estableció rondas nocturnas para los incendios, y para prevenir las inundaciones del Tíber hizo limpiar y ensanchar su cauce, obstruido desde mucho tiempo por las ruinas y estrechado por el derrumbamiento de edificios. Con objeto de facilitar por todas partes el acceso a Roma, encargóse de reparar la vía Flaminia hasta Rímini, y quiso que, a imitación suya, todo ciudadano que hubiese recibido los honores del triunfo, emplease en pavimentar un camino el dinero que le pertenecía por su parte de botín. Reconstruyó los edificios sagrados que la acción del tiempo o los incendios habían destruido, y adornólos como los otros con valiosísimos presentes, llevando en una sola vez al santuario de Júpiter Capitolino dieciséis mil libras de peso de oro y cincuenta millones de sestercios en piedras preciosas y perlas.

XXXI. Muerto Lépido, y conseguido por él el pontificado máximo, que en vida de aquél no se atrevió a arrebatarles hizo reunir y quemar mas de dos mil volúmenes de predicciones griegas y latinas que estaban repartidos entre al público y tenían sólo una dudosa autenticidad. Conservó sólo los libros sibilinos, haciendo de ellos un espurgo y encerrándolos en dos cofrecillos dorados, bajo la estatua de Apolo Palatino. Redujo el método seguido antiguamente en la marcha del año, arreglada ya por Julio César, y en la que la negligencia de los pontífices había introducido de nuevo desorden y confusión. En esta obra dio su nombre al mes llamado sextilis (52), con preferencia al de septiembre en que había nacido, porque en aquél obtuvo su primer consulado y logró sus principales victorias. Aumentó el número de sacerdotes, su dignidad y hasta sus privilegios, especialmente los de las vestales. Habiendo fallecido una de éstas se trataba de reemplazarla, y como muchos ciudadanos solicitasen el favor de no someter sus hijas a los riesgos del sorteo, dijo él que si alguna hija suya hubiese llegado a la edad requerida la hubiese ofrecido espontáneamente. Restableció, asimismo, gran número de ceremonias antiguas caídas en desuso, entre ellas el augurio de Salud, los honores debidos al flamín Dial, las Lupercales, los juegos seculares y compitales. Prohibió que se corriese en las fiestas Lupercales antes de la edad de la pubertad, prohibiendo también a los jóvenes de uno y otro sexo que asistiesen durante los juegos seculares a los espectáculos nocturnos si no los acompañaba algún pariente de más edad que ellos. Estableció dos juegos anuales en honor de los dioses compitales, que debían ser adornados con flores de primavera y verano. Honró casi tanto como a los dioses inmortales la memoria de los grandes hombres que de tan débiles principios supieron levantar el poder romano a tan considerable grado de desenvolvimiento. Por esta razón hizo restaurar los monumentos que aquellos levantaron, dejándoles sus gloriosas inscripciones. Por orden suya fueron colocadas todas sus estatuas en traje triunfal bajo los dos pórticos de su Foro, y declaró en un edicto que quería que su ejemplo sirviese para que se le juzgase a él mismo mientras viviese y a todos los príncipes sucesores suyos. Hizo también trasladar la estatua de Pompeyo del salón donde mataron a César, bajo una arcada de mármol, enfrente del palacio contiguo al teatro del mismo Pompeyo.

XXXII. Corrigió gran número de abusos tan detestables como perniciosos, nacidos de las costumbres y licencias de las guerras civiles y que la paz misma no había podido destruir. La mayoría de los ladrones de caminos llevaban públicamente armas con el pretexto de atender a su defensa, y los viajeros de condición libre o servil eran aprisionados en los caminos y encerrados sin distinción en los obradores de los propietarios de esclavos. También se habían formado, bajo el título de gremios nuevos, asociaciones de malhechores que cometían toda suerte de crímenes. Augusto contuvo a los ladrones estableciendo guardias en los puntos convenientes; visitó los obradores de esclavos y disolvió todos los gremios, exceptuando los antiguos y legales. Quemó los registros en que estaban inscritos los antiguos deudores del Tesoro, a fin de poner término con ello a los pleitos de que habían llegado a ser origen tales registros. Ciertas partes de la ciudad, que el dominio público reivindicaba con títulos dudosos, los adjudicó a sus poseedores. Sobreseyó los procesos de los antiguos acusados, cuya sanción servía solamente para regocijar a sus adversarios, y sometió a la posibilidad de la misma pena que hubiese podido pronunciarse contra ellos a todo el que intentase perseguirlos de nuevo. Para que ningún delito quedase impune y ningún negocio se llevase con negligencia, restituyó, por otra parte, al trabajo más de treinta días exentos de él, por juegos honorarios. A las tres decurias de jueces añadió la cuarta, formada de personas de censo inferior al de los caballeros, la cual fue llamada la decuria de los ducenarios, teniendo a su cargo el juicio de los negocios de mediana importancia. Eligió jueces desde la edad de veinte años, es decir, cinco antes de lo que se había hecho hasta entonces; y como muchos ciudadanos rehusasen el honor de estas funciones, autorizó, aunque a disgusto, a cada decuria para que disfrutase por turno de vacaciones anuales, y a que, siguiendo la costumbre establecida, se suspendiese el juicio de censuras durante los meses de noviembre y diciembre.