lunes, 30 de noviembre de 2009

OCTAVIO AUGUSTO

OCTAVIO AUGUSTO

I. Muchos monumentos atestiguan que la familia de Octavio era en la antigüedad de las primeras de Vélitres. Una parte importante de la ciudad se llamaba desde mucho tiempo barrio Octavio, y se exhibía en ella un altar consagrado por un Octavio, que designado general en una guerra contra un pueblo vecino, y advertido un día, en medio de un sacrificio al dios Marte, de la repentina irrupción del enemigo, quitó de las llamas las carnes casi crudas de la víctima, las distribuyó según el rito, corrió al combate y regresó victorioso. Existía también un decreto que ordenaba ofrecer de la misma manera en lo sucesivo al dios Marte las víctimas y que se llevaran los restos a los Octavios.

II. Admitida esta familia entre las romanas por el rey Tarquino el Viejo, clasificada después por Serv. Tulio entre las patricias, pasó más adelante por voluntad propia a la condición plebeya. El primero de esta familia que obtuvo por sufragios del pueblo una magistratura fue C. Rufo, que siendo cuestor tuvo dos hijos, Cneo y Cayo, troncos de dos ramas de Octavios, cuyos destinos fueron muy diferentes: Cneo y todos sus descendientes desempeñaron los cargos más importantes del Estado. Pero Cayo y los suyos, bien por fortuna, bien por propia voluntad, permanecieron en el orden ecuestre hasta el padre de Augusto. El bisabuelo de éste sirvió en Sicilia durante la segunda Guerra Púnica, como tribuno militar, bajo el mando de Emilio Papo. Su abuelo no pasó de las magistraturas municipales y envejeció en la abundancia y en la paz. Sin embargo, no convienen todos en esto, y el mismo Augusto escribió que procedía de una antigua y opulenta familia de simples caballeros, y que su padre fue el primer senador de su nombre. M. Antonio le echa en cara que su bisabuelo fue liberto, cordelero en el barrio de Thurium, y su abuelo, corredor. Sólo esto he encontrado con relación a los antepasados paternos de Augusto.

III. Su padre, C. Octavio, gozó desde joven de considerables bienes y de la pública estimación y me admira que algunos escritores le hayan hecho corredor y hasta agente para la compra de votos en las asambleas agrarias. Educado en la opulencia, alcanzó con facilidad las más elevadas magistraturas, desempeñándolas noblemente. Después de su pretura, designóle la suerte la Macedonia; en el camino destruyó los restos fugitivos de los ejércitos de Spartaco y Catilina, que ocupaban el territorio de Thurium, encargo extraordinario que le encomendó el Senado. En el gobierno de su provincia mostró tanta equidad como valor. Derrotó a los besos y a los tracios en una gran batalla, y trató tan noblemente a los aliados, que M. Tulio Cicerón, en muchas cartas que aún existen, exhorta a su hermano Quinto, procónsul entonces en Asia, donde no disfrutaba de muy buena fama, a que imitase a su vecino Octavio y mereciera, como él, gratitud de los aliados.

IV. Al regreso de Macedonia, y, antes de proponer su candidatura al consulado, falleció repentinamente, dejando de Ancaria, Octavia la mayor, y de Acia, su segunda esposa, Octavia la menor y Augusto. Acia era hija de M. Acio Balbo y de Julia, hermana de C. César Balbo, por parte de padre, era originario de Aricia, y contaba muchos senadores en su familia; por otra parte de madre, era pariente cercano de Pompeyo el Grande: honrado con la pretura, fue también uno de los veinte comisarios que, en virtud de la ley Julia, quedaron encargados de repartir al pueblo las tierras de la Campania. Sin embargo, fingiendo Antonio igual desdén hacia los antepasados maternos de Augusto, afirma que su bisabuelo era de raza africana, que tuvo una tienda en Aricia, unas veces de perfumes y otras de pan. Casio de Parma, en una de sus epístolas, no se contenta con llamar a Augusto nieto de panadero, sino también nieto de un corredor de dinero, diciéndole: La harina que vendía tu madre salía del peor molino de Arican, y el cambista de Nerulum la amasaba con sus manos ennegrecidas por el cobre.

V. Nació Augusto bajo el consulado de M. Tulio Cicerón y de Antonio, el IX de las calendas de octubre, poco antes de salir el sol, en el barrio Palatino, cerca de las Cabezas de Buey, en el sitio donde ahora existe un templo, que fue construido poco tiempo después de su muerte. En las actas del Senado, se ve, en efecto, que un joven patricio, llamado C. Letorio, convicto de adulterio, para evitar la rigurosa pena impuesta a este delito, alego ante los senadores su edad, su origen y especialmente su calidad de propietario y guardián en cierto modo, del suelo que había tocado Augusto al nacer; habiendo, pues, pedido gracia en consideración a este dios, que era como su divinidad particular y doméstica, consagrase por decreto la parte de casa donde había nacido Augusto.

VI. Todavía hoy, en una casa de campo perteneciente a sus antepasados, cerca de Vélitres, se enseña la habitación donde le lactaron, que es muy reducida y parecida a una cocina, siendo creencia en los alrededores de que nació allí. Deber religioso es no entrar en esta cámara sino por necesidad y con sumo respeto, porque, según una antigua creencia, el que tiene la audacia de penetrar en ella, se ve asaltado de repente por una mezcla de horror y de temor secretos; confirma este rumor popular el que, habiéndose acostado en esta estancia un nuevo propietario de la finca, ya sea por casualidad, ya por ver lo que ocurría, se sintió a las pocas horas arrebatado por repentina y misteriosa fuerza, encontrándosele moribundo delante de la puerta, adonde fue lanzado desde el lecho.

VII. En su infancia, y en memoria del origen de sus mayores, se le dio el nombre de Turino, aunque se dice también que la causa estuvo en que poco después de su nacimiento, su padre Octavio venció en territorio de Turino a los esclavos fugitivos. Puedo afirmar con certeza que se llamó Turino, porque tuve en mi poder una antigua medalla de bronce que le representa niño y cuya inscripción, en letras de hierro y casi borradas, expresa aquel nombre. Entregué esta medalla a nuestro príncipe, quien la colocó con piadoso respeto entre sus dioses domésticos. Otra prueba más: M. Antonio, creyendo ultrajarla, le llamó en sus cartas muchas veces Turino, contentándose Augusto con responderle, que extrañaba se quisiese injuriarle con su primer nombre. Tomó más adelante el de CESAR y al fin el de AUGUSTO: uno en virtud del testamento de su tío paterno, y el otro a propuesta de Munacio Planco, aunque algunos senadores deseaban que se le llamase Rómulo, por haber sido, en cierto modo, el segundo fundador de Roma. Prevaleció, sin embargo, el nombre de Augusto, porque era nuevo, y sobre todo porque era más respetable; en efecto, los parajes consagrados por la religión o por el ministerio de los augures se llamaban augustos, ya sea que esta palabra deriva de auctus (acrecentamiento), ya que proceda de gestus o de gustus, empleadas las dos en los presagios de las aves, según dice Ennio en este verso:Augusto augurio postquam inclita condita Roma est.

VIII. Tenía cuatro años cuando perdió a su padre; a los doce pronunció, delante del pueblo reunido, el elogio fúnebre de su abuela Julia; a los dieciséis vistió la toga civil, y aunque por su edad estaba exceptuado aún del servicio, el día del triunfo de César por la guerra de Africa, recibió recompensas militares. Habiendo partido su tío, pocos días después, para España, contra los hijos de Cn. Pompeyo, Augusto, apenas restablecido de una enfermedad grave, siguióle con algunos compañeros por caminos infestados de enemigos, le alcanzó a pesar de un naufragio, le prestó grandes servicios, e hizo admirar, además de su conducta durante el viaje, la índole de su carácter. César, que después de sujetadas las Españas, meditaba una expedición contra los dacios, y otra contra los partos, le envió de antemano a Apolonia, donde se entregó al estudio. Allí supo que César había sido asesinado y que le había instituido heredero; y estuvo dudando durante algún tiempo si imploraría el socorro de las legiones inmediatas, pero rechazó al fin este paso como imprudente y precipitado. Regresó a Roma, donde entró en posesión de la herencia, a pesar de las vacilaciones de su madre y de las obstinadas observaciones de su suegro, Marcio Filipo, varón consular. Levantó en seguida ejércitos, gobernando la República, primero con Antonio y Lépido; hízolo después con Antonio solo, durante cerca de doce años, y por último, solo durante cuarenta y cuatro.

IX. Tal es el resumen de su vida. Ahora expondré separadamente los diferentes actos llevados a cabo por él, no por orden de tiempos sino según su naturaleza, para que se comprendan más clara y distintamente. Tuvo que hacer frente a cinco guerras civiles, las Mulciense, Filipense, Perusiana, Siciliana y la de Actium; la primera y la última contra Marco Antonio; la segunda contra Bruto y Casio; la tercera contra Luc. Antonio, hermano del triunviro; la cuarta contra Sex. Pompeyo, hijo de Cneo.

X. Fue la causa e inicio de todas estas guerras la obligación que se impuso de vengar la muerte de su tío y mantener la validez de sus actos. Así, pues, desde que regresó de Apolonia, decidió atacar a Bruto y Casio inesperada y abiertamente; vio que escapaban a aquel peligro, que supieron prevenir, y se armó entonces contra ellos de la autoridad de las leyes, y acusándolos, aunque ausentes, como asesinos. No atreviéndose los encargados de dar los juegos establecidos por las victorias de César a cumplir con este deber, los celebró él mismo. Para afianzar mejor la ejecución de sus designios, quiso reemplazar un tribuno del pueblo, que acababa de morir, y, a pesar de no ser todavía senador y sí sólo patricio, se presentó candidato. Fracasaron, sin embargo, todos sus esfuerzos ante la oposición del cónsul M. Antonio, del que contaba hacer su principal apoyo, y que pretendía no dejarle gozar de nada, ni siquiera del derecho ordinario y común, sino poniendo a su connivencia un precio exorbitante; volviese entonces al partido de los grandes, de quienes era detestado Antonio, porque tenía sitiado en Mutina a Décimo Bruto, esforzándose en arrojarle por las armas de una provincia que le había dado César y confirmado el Senado. Por consejo de algunos partidarios suyos, Octavio trató de hacerle asesinar; pero descubierta la maquinación y temiendo a su vez, levantó para su defensa y la de la República un ejército de veteranos, al que colmó de prodigalidades. Recibió entonces, con el título de propretor, el mando de este ejército y la orden de reunirse con los nuevos cónsules Hircio y Pansa, para llevar auxilios a Décimo Bruto. En tres meses y dos batallas terminó esta guerra. Escribe Antonio que en la primera huyó, presentándose pasados dos días sin caballo y sin el manto de general; pero no hay duda alguna que en la segunda llenó a la vez los deberes de jefe y de soldado, pues que en lo más recio de la pelea, viendo gravemente herido al abanderado de su legión, tomó las águilas sobre su hombro, llevándolas muy largo rato.

XI. Perecieron en esta guerra Hircio y Pansa, el primero en la batalla, y el segundo poco después, de una herida que recibió en ella y corrió entonces e] rumor de que Octavio los había hecho matar a los dos, con la esperanza de que la derrota de Antonio y la muerte de los cónsules le dejarían dueño único de los ejércitos victoriosos. Tales sospechas excitó la muerte de Pansa, que fue reducido a prisión el médico Clicón como culpable de haber envenenado la herida. Aguilio Niger añade a estas acusaciones que Octavio mismo mató al otro cónsul Hircio en la confusión del combate.

XII. Mas cuando supo que Antonio había sido recibido, tras su fuga, en el campamento de M. Lépido, y que los otros generales, de acuerdo con sus ejércitos, se unían a sus adversarios, abandonó sin vacilar la causa de los grandes, alegando para justificar su mudanza las quejas que tenía de los discursos y conducta de muchos de ellos; que unos, según él, le habían tratado de niño, proclamando que se le debía elogiar y ensalzar (tollerumque) con objeto de dispensarse del agradecimiento que se le debía, igualmente que a sus veteranos. Para hacer resaltar más y más su disgusto por haber servido a aquel partido, impuso una elevada multa a los habitantes de Nursia, que habían erigido un monumento fúnebre a los ciudadanos muertos delante de Mutina, con una inscripción que decía: Muertos por la libertad; no pudieron pagarla, por lo cual fueron expulsados de la ciudad por él.

XIII. Lograda la alianza con Antonio y Lépido, terminó también en dos batallas la guerra Filipense, a pesar de estar débil y enfermo. En la primera le tomaron su campamento, consiguiendo escapar con gran esfuerzo, ganando el ala que mandaba Antonio. No mostró moderación en la victoria, enviando a Roma la cabeza de Bruto, para que la arrojaran a los pies de la estatua de César, aumentado así con sangrientos ultrajes los castigos que impuso a los prisioneros más ilustres. Se refiere que a uno de éstos, que le suplicaba le concediese sepultura, le contestó que aquel favor pertenecía a los buitres; a otros, padre e hijo, que le pedían la vida, les mandó la jugasen a la suerte o combatiesen entre si, prometiendo otorgar gracia al vencedor; el padre se arrojó entonces contra la espada del hijo, y éste, al verle muerto, se quitó la vida, mientras Octavio los veía morir complacido. Por esta causa, cuando llevaron a los otros cautivos, con la cadena al cuello, delante de los vencedores, todos, y especialmente M. Favonio, el émulo de Catón, convinieron, después de saludarle con el nombre de Imperator, en dirigirle crueles injurias. En la distribución que siguió a la victoria, quedó encargado Antonio de constituir el Oriente, y Octavio de llevar los veteranos a Italia para establecerlos en los territorios de las ciudades municipales; pero sólo consiguió disgustar a la vez a los antiguas poseedores y a los veteranos, quejándose unos que se los despojaba y los otros de que no se los recompensaba como tenían derecho a esperar por sus servicios.

XIV. Confiando L. Antonio por este tiempo en el consulado de que estaba investido y en el poder de su hermano, quiso suscitar disturbios, pero Octavio le obligó a huir a Perusa, reduciéndole por hambre, aunque no sin correr él mismo grandes peligros antes y durante esta guerra. Ocurrió, en efecto, que en un espectáculo, un simple soldado tomó asiento en uno de los bancos de los caballeros; le hizo él arrojar por medio de un aparitor, y pocos momentos después sus enemigos difundieron el rumor de que le había hecho morir en los tormentos, faltando muy poco para que pereciese Octavio bajo los golpes de la turba militar que había acudido indignada, y sólo el presentar sano y salvo al que se decía muerto pudo salvarse entonces de la muerte. En otra ocasión, al sacrificar cerca de Perusa, estuvo a punto de perecer a manos de algunos gladiadores que habían salido bruscamente de la ciudad.

XV. Tomada Perusa, se mostró cruel con sus habitantes; a cuantos pedían gracia o trataban de justificarse les contestaba que era necesario morir. Según algunos autores, de los sometidos eligió a trescientos de los dos órdenes y los hizo inmolar en los idus de marzo, como las victimas, de los sacrificios, delante del altar elevado a Julio César. Pretenden otros que sólo provocó esta guerra para obligar a sus enemigos secretos, y a aquellos a quienes retenía el temor más aún que la voluntad, a que se descubriesen al fin, dándoles por jefe a L. Antonio, y con objeto de que sus bienes confiscados le sirviesen después de su derrota para dar a los veteranos las recompensas que les había ofrecido.

XVI. La guerra de Sicilia fue una de sus primeras empresas, pero la condujo despacio, interrumpiéndola muchas veces, tanto para reparar el daño causado a sus flotas, incluso durante el verano, por continuas tempestades y naufragios, como para hacer la paz a instancias del pueblo, que, interceptados los víveres, se veía amenazado por el hambre. Cuando hizo reparar los buques y adiestró en la maniobra a veinte mil esclavos a quienes concedió la libertad, creó el puerto Julio, cerca de Baias, y abrió al mar el lago Lucrino y el Averno; batió a Pompeyo entre Mylas y Nauloco, sintiéndose poco antes del combate asaltado de tan invencible necesidad de dormir, que tuvieron que despertarle para que diese la señal. Este hecho, dio pie, a mi parecer, a los sarcasmos de Antonio, cuando le censura de no haber podido mirar de frente una linea de batalla, y haberse acostado de espaldas, temblado y levantando al cielo estúpidos ojos, sin abandonar esta actitud, para mostrarse a los soldados, hasta que M. Agripa hubo puesto en fuga los buques enemigos. Otros le censuran una frase y un acto impíos, como haber pronunciado, viendo su flota destruida por la tempestad que sabría vencer a pesar de Neptuno, y de haber suprimido en los primeros juegos del circo la estatua de este dios, uno de los ornamentos de aquella solemne ceremonia. En ninguna otra guerra estuvo tan expuesto, contra su voluntad, a tantos y tan grandes peligros. Después de haber hecho pasar un ejército a Sicilia, izaba velas hacia el continente para buscar el resto de sus tropas, cuando se vio atacado improvisadamente por Democnares y Apollofano, legados de Pompeyo, y no sin gran trabajo pudo ponerse a salvo con una sola nave. Otro día, pasando a pie cerca de Locros, en ruta a Regio, vio las galeras del partido de Pompeyo costeando la tierra, creyéndolas suyas, bajó a la playa y estuvo a punto de que le capturasen. Ocurrió asimismo que, mientras huía por extraviados vericuetos, un esclavo de Emilio Paulo que le acompañaba, recordando que en otro tiempo había proscrito al padre de su amo y cediendo a la tentación de la venganza, trató de darle muerte. Después de la huida de Pompeyo, M. Lépido, el segundo de sus colegas, a quien había llamado de Africa en socorro suyo, ensoberbecido con el apoyo de sus veinte legiones, reclamaba con amenazas el primer puesto en el Estado. Octavio le quitó el ejército, y perdonándole la vida que pedía de rodillas, le desterró a la isla Circeya para toda su vida.

XVII. Rompió al fin su alianza con M. Antonio, alianza siempre incierta y dudosa, mal observada con frecuentes reconciliaciones; y, para demostrar cuánto se distanciaba su rival de las costumbres patrias, mandó abrir y leer delante del pueblo reunido el testamento que había dejado aquél en Roma (46), y en el cual colocaba en el número de sus herederos a los hijos de Cleopatra. Sin embargo, después de hacerle declarar enemigo de la República, le envió todos sus parientes y amigos, entre otros a C. Sosio y Cn. Domicio, cónsules entonces, perdonando también a los habitantes de Bolonia, que desde muy antiguo figuraban en el partido de los Antonios, que hubiesen tomado las armas contra él como toda Italia. Poco después le derrotó en una batalla naval dada cerca de Actium, que se prolongó hasta el obscurecer, pasando el vencedor la noche en una nave. De Actium pasó a establecer cuarteles de invierno en Samos; pero enterado de que los soldados escogidos en todos los cuerpos después de la victoria, y que por orden suya le habían precedido a Brindis, acababan de sublevarse solicitando recompensas y el licenciamiento, emprendió, lleno de zozobra, el camino de Italia. Dos veces se vio combatido por la tempestad durante la travesía: primeramente entre los promontorios del Peloponeso y de la Eolia, y después cerca de los montes Cerámicos, pereció en este doble desastre una parte de sus naves liburnesas, perdiendo la suya todo el aparejo y rompiéndosele el timón. Solo veintisiete días permaneció en Brindis, para satisfacer las exigencias de los soldados; pasó de allí a Egipto por Asia y la Siria, puso sitio a Alejandría, donde se había refugiado Antonio con Cleopatra, y se hizo dueño a poco de la ciudad. Antonio quiso hablar de paz, pero ya no era tiempo: Octavio oblígole a morir, pasándole a ver después de muerto. Uno de sus deseos más vehementes era reservar a Cleopatra para su triunfo, y como se creía que había muerto de la mordedura de un áspid, hizo que algunos psilos chupasen el veneno de la herida. Concedió a los dos esposos que reposaran en sepultura común, y ordenó que se concluyese la tumba que ellos mismos habían comenzado a construir. El joven Antonio, el mayor de los dos hijos que el triunvirio había tenido de Fulvia, fue tras continuas e inútiles súplicas, a refugiarse a los pies de la estatua de César; Augusto le arrancó de allí y mandó darle muerte. Cesarión, que Cleopatra decía haber tenido de César, fue alcanzado mientras intentaba huir y entregado al suplicio. En cuanto a los otros hijos de Antonio y de la reina, los consideró como miembros de su familia, los educó y aseguró posición en proporción a su nacimiento.

XVIII. Por esta época mandó abrir la tumba de Alejandro Magno; sacado el cuerpo, estuvo un momento contemplándolo le puso en la cabeza una corona de oro y le cubrió de flores en muestra de homenaje. Consultado si quería ver también el Ptolomeum, contestó: que había venido a ver un rey y no muertos. Convirtió a Egipto en provincia romana, y con objeto de asegurar la producción necesaria para los bastimentos de Roma, mandó a sus soldados limpiaran todos los canales abiertos por los desbordamientos del Nilo y que el tiempo había cubierto de limo. Para perpetuar en la memoria de los siglos la gloria del triunfo de Actium, fundó cerca de esta ciudad la de Nicópolis, estableciendo juegos quinquenales. Amplió, asimismo, el antiguo templo de Apolo, adornó con un trofeo naval el sitio donde tuvo su campamento y lo consagró solemnemente a Neptuno y a Marte.

XIX. Gran número de turbulencias, sediciones y conspiraciones, de que tuvo conocimiento, fueron sofocados por él en su origen; dominó también, en diferentes épocas, la conspiración del joven Lépido; después la de Varrón Murena y de Fannio Cepión, de M. Egnacio, de Plaucio Rufo, de Lucio Paulo, esposo de su nieta, de L. Audasio, acusado de falsario, y a quien la edad había debilitado el cuerpo y la razón, de Asinio Epicardio, mestizo de parto, y en fin, de Telefo, esclavo nomenclator de una mujer; pues se vio asimismo amenazado por maquinaciones de hombres de baja extracción. Audasio y Epicardio querían arrebatar a su hija Julia y a su nieto Agripo de las islas donde estaban confinados, para presentarlos a los ejércitos, y Telefo, que se creía destinado al imperio, había concebido el proyecto de asesinar a Augusto y al Senado; se encontró también a cierto mercenario del ejército de Iliria, escondido una noche cerca de su lecho, hasta donde había penetrado burlando la vigilancia de los guardias, y que llevaba en la cintura un cuchillo de caza. Ignórase si fingió demencia o si, efectivamente, había perdido la razón, no pudiendo arrancarle ninguna confesión en la tortura.

XX. Por si mismo solamente dirigió dos guerras exteriores: la de Dalmacia, en su juventud, y la de los cántabros tras la derrota de Antonio. Fue herido dos veces en Dalmacia: una en la rodilla, de una pedrada, y la otra en un muslo y los dos brazos por hundimiento de un puente. Las otras dos guerras las dirigieron sus legados; sin embargo, tomó parte en algunas expediciones en Panomia y Germania, o estuvo, cuando menos, cerca del teatro de la guerra, yendo de Roma hasta Ravena, Milán y Aquilea.

XXI. Sometió personalmente o por sus generales la Cantabria, la Aquitania, la Panomia y la Dalmacia con toda la Iliria; sujetó la Recia, la Vindelicia y los Salesos, pueblos de los Alpes; contuvo las incursiones de los dacios, destruyó la mayor parte de sus ejércitos y les mató tres jefes. Arrojó a los germanos al otro lado del Elba; recibió la sumisión de los Ubios y sicambros, trasladándolos a la Galia y asignándoles las tierras próximas al Rin. Redujo también a la obediencia otras naciones inquietas y turbulentas, pero no movió guerra a ningún pueblo sin justa causa o imperiosa necesidad, pues estaba muy lejos de ambicionar aumento del Imperio o de su gloria militar, con lo cual obligó a algunos reyes bárbaros a jurarle, en el templo de Marte Vengador, permanecer fieles a la paz que de él solicitaban. Exigió, asimismo, a algunos de ellos nuevo género de rehenes, esto es, mujeres pues había observado que se estimaban en poco los hombres dados con tal carácter. No obstante, dejaba siempre a sus aliados la facultad de retirar sus rehenes cuando desearan; y nunca castigó sus frecuentes sublevaciones y sus perfidia más que vendiendo sus prisioneros, a condición de que no habían de servir en países vecinos ni ser libres antes de treinta años. La reputación de fuerza y moderación que alcanzó con esta conducta, determinó a los indos y escitas, de los que sólo se conocía entonces el nombre, a pedir por medio de embajadores su amistad y la del pueblo romano. También los partos le cedieron fácilmente la Armenia que reivindicaba, devolviéndole, además. a su petición, las enseñas militares arrebatadas a M. Craso y a M. Antonio y ofreciéndole también rehenes; y, por último, muchos príncipes, que desde antiguo se disputaban entre sí el mando, reconocieron al designado por él.

XXII. El templo de Jano Quirino, que sólo había estado cerrado dos veces desde la fundación de Roma, lo estuvo entonces tres, en un transcurso de tiempo mucho más corto, estando asegurada la paz por mar y por tierra. Dos veces entró en Roma con los honores de la ovación, una después de la batalla Filipense, y la otra después de la guerra de Sicilia. Celebró con tres triunfos curules sus victorias de Dalmacia, Actium y Alejandría, Y cada triunfo duró tres días.

XXIII. En cuanto a derrotas graves e ignominiosas sufrió las de Lolio y Varo, ambas en Germania, siendo la primera más vergonzosa que irreparable; la de Varo pudo, en cambio, ser fatal al Imperio, pues que en ella fueron pasadas a cuchillo tres legiones con el general, los legados y todos los auxiliares. Cuando recibió la noticia mandó colocar en Roma guardias militares para prevenir posibles desórdenes; confirmó en sus Poderes a los gobernadores de las provincias, para que su experiencia y habilidad, contuviesen en su deber a los aliados; y ofreció grandes juegos a Júpiter para que mejorase la situación de la República, como se había hecho en la guerra de los cimbrios y de los marsos. Dícese, en fin, que experimentó tal desesperación, que se dejó crecer la barba y los cabellos durante muchos meses, golpeándose a veces la cabeza contra las paredes, y exclamando Quintilio Varo, devuélveme mis legiones. Los aniversarios de este desastre fueron siempre para él tristes y lúgubres jornadas.

XXIV. Cambió muchas cosas y muchas otras estableció en la organización militar, poniendo en vigor otras relegadas ya de tiempo al olvido. Mantuvo con severidad la disciplina, y sólo permitió a sus legados que fuesen a ver a sus esposas en los meses de invierno, y aun esto con gran dificultad. A un caballero romano, por haber amputado el dedo pulgar a sus dos hijos para librarlos del servicio militar, hízolo vender en subasta con todos sus bienes; pero viendo que se apresuraban a comprarlo los asentistas públicos, lo hizo adjudicar a un liberto suyo, que tenía orden de llevarlo a los campos y dejarle libre. Licenció ignominiosamente a toda la décima legión, que sólo obedecía murmurando; y a otras que con tono imperioso pedían la licencia se la concedió, aunque sin las recompensas prometidas a sus largos servicios. Si alguna legión retrocedía, la diezmaba, dándole sólo cebada por toda comida. Castigó con la muerte como a simples soldados a centuriones que abandonaron sus puestos. En cuanto a los otros delitos, los castigaba con diferentes penas infamantes, como permanecer en pie todo el día delante de la tienda del general, o bien salir con túnica y sin cinturón, llevando en la mano una medida agraria o un puñado de césped.

XXV Después de las guerras civiles, dejó de dar a los soldados el título de compañeros en las arengas y en los edictos; les llamaba sólo soldados, y no permitía tampoco que sus hijos o yernos les diesen otro nombre cuando mandaban, pues creía que el de compañeros era una adulación que no convenía a la conservación de la disciplina, ni al estado de paz, ni a la majestad de los césares. Salvo para los casos de incendio y para las sediciones que podían producir la carestía de víveres, sólo dos veces alistó esclavos libertos: la primera para la defensa de las colonias vecinas a la Iliria, y la segunda, para proteger las orillas del Rin. En estas dos veces habían de ser esclavos que los hombres y mujeres más ricos de Roma hubiesen comprado y manumitido en el acto; colocábalos en primera línea, sin mezclarlos con los libres ni tampoco armarlos como a éstos. Prefería dar como recompensas militares arneses, collares y preseas, cuyo valor lo constituían el oro y la plata, a coronas valarias o murales, mucho más ambicionadas. Extraordinariamente avaro de estas últimas, jamás las concedió al favor, y las dio casi siempre a simples soldados. Regaló a Agripa, después de su victoria naval en Sicilia, un estandarte de color de mar. Nunca otorgó estas distinciones a los que habían disfrutado los honores del triunfo, por más que hubiesen tomado parte en sus expediciones y contribuido a sus victorias; la razón era que ellos mismos habían tenido derecho para distribuir como quisieran estas recompensas. En su opinión, nada convenía menos a un gran capitán que la precipitación y la temeridad, y así repetía frecuentemente el adagio griego: Apresúrate lentamente, y este otro: Mejor es el jefe prudente que temerario, o también éste: se hace muy pronto lo que se hace muy bien. Decía asimismo que sólo debe emprenderse una guerra o librar una batalla cuando se puede esperar más provecho de la victoria que perjuicio de la derrota; porque, añadía, el que en la guerra aventura mucho para ganar poco, se parece al hombre que pescara con anzuelo de oro, de cuya pérdida no podría compensarle ninguna presa.

XXVI. Antes de la edad se vio elevado a las magistraturas y honores, de los que muchos fueron de creación nueva y a perpetuidad. A los veinte años invadió el consulado, haciendo marchar hacia Roma amenazadoramente a sus legiones, y mandando diputados a exigir para él esta dignidad a nombre del ejército. Como vacilara el Senado, el centurión Cornelio, que iba al frente de la diputación, abrió su manto, y mostrando el puño de la espada, se atrevió a exclamar: Éste lo hará, si vosotros no lo hacéis. Transcurrieron nueve años de su primero a su segundo consulado y sólo uno hasta el tercero. Siguió después hasta el undécimo sin interrupción, y, habiendo rehusado todos los que luego le ofrecieron, pidió él mismo el duodécimo diecisiete años más tarde; dos años después volvió a pedir el decimotercio, con objeto de recibir en el Foro, como primer magistrado de la República, a sus nietos Cayo y Lucio, que iban a entrar en la vida pública. Los cinco consulados que separan el decimosexto del undécimo fueron cada uno a un año, y los demás no los conservó más allá de nueve, seis, cuatro o tres meses, y el segundo solamente algunas horas. Apenas sentado, en efecto, en la silla curul, frente al templo de Júpiter Capitolino, en la mañana de las calendas de enero, dimitió el cargo, nombrando a otro cónsul en lugar suyo. No tomó posesión de todos sus consulados en Roma, pues el cuarto comenzó en Asia, el quinto en Samos y el octavo y el noveno en Tarragona.

XXVII. Durante diez años fue el jefe del triunvirato establecido para organizar la República; resistió por algún tiempo a sus colegas, oponiéndose a la proscripción, pero después desplegó mucha más crueldad que ninguno de ellos, ya que éstos, cuando menos, se dejaron ablandar algunas veces por las súplicas de la amistad; solamente él se opuso con toda su autoridad a que se perdonase a nadie, proscribiendo hasta a su tutor C. Toranio, que había sido, además, colega de su padre Octavio en la edilidad. Junio Saturno refiere este otro hecho: Después de las proscripciones, excusando Lépido el pasado en el Senado, hizo esperar que la clemencia iba a poner término al fin a los castigos; pero Octavio declaró, por el contrario, que solamente cesaría de proscribir a condición de hacer en todo lo que quisiese. No obstante, al tardío arrepentimiento de esta dureza debiese el que elevara a la dignidad de caballero a T. Vinio Filopemón, del que se decía haber ocultado en otro tiempo a su patrón proscrito. Por muchos rasgos especiales se hizo odioso durante un triunvirato; un día, por ejemplo, que arengaba a los soldados en presencia de los habitantes de los campos vecinos, vio a un caballero romano, llamado Pinario, que tomaba algunas notas furtivamente, y sólo por sospechas de que fuese un espía le hizo matar en el acto. A Tedio Afer, cónsul designado, que ridiculizó con un chiste un acto suyo, Octavio le dirigió tan furibundas amenazas que aquel desgraciado se dio la muerte. El pretor Q. Galio se acercó a él para saludarle llevando bajo la toga dobles tablillas; creyó Octavio que eran una espada, mas no atreviéndose a registrarle en el acto por temor de no encontrar armas, pocos momentos después le hizo arrancar de su tribuna por medio de centuriones y soldados, le mandó dar tormento como a un esclavo, y no obteniendo ninguna confesión, le hizo degollar, después de arrancarle los ojos con sus propias manos. Él mismo escribió de este asunto que Galio había querido matarle en una audiencia que le pidió; que reducido a prisión por orden suya, fue puesto en seguida en libertad, con prohibición de habitar en Roma, y que pereció en un naufragio o a manos de algunos bandidos (49). Augusto fue investido a perpetuidad con el poder tribunicio, dos veces tomó colega en esta dignidad, cada una durante un lustro. Fue investido también con la vigilancia perpetua de las costumbres y de las leyes, y en virtud de este derecho, que no era, sin embargo, el mismo que el de la censura, estableció tres veces el censo del pueblo: la primera y tercera con su colega, la segunda, solo.

XXVIII. Dos veces tuvo la idea de restablecer la República: primero después de la derrota de Antonio, que con frecuencia le había acusado de ser el único obstáculo al restablecimiento de la libertad; y luego, a consecuencia de los sufrimientos de una larga enfermedad, llegando a hacer ir a su casa a los magistrados y senadores y entregándoles las cuentas del Imperio. Reflexionó, sin embargo, que esto era exponer su vida privada a peligros ciertos y entregar imprudentemente la República a la tiranía de algunos ambiciosos, y decidió continuar en el poder, y no puede decirse qué se le ha de alabar más, si las consecuencias o los motivos de esta resolución. Se complacía en recordar algunas veces estos motivos, y hasta los dio a conocer así en uno de sus edictos. Permitaseme afirmar la República en estado permanente de esplendor y seguridad; con esto habré conseguido la recompensa que ambiciono, si se considera su felicidad obra mía y si puedo alabarme al morir de haberla establecido sobre bases inmutables. Él mismo aseguró la consecución de este deseo, esforzándose para que nadie tuviese que lamentarse del nuevo orden de cosas.

XXIX. Roma no era, en su aspecto, digna de la majestad del Imperio y estaba sujeta, por otra parte, a inundaciones e incendios. Él supo embellecerla de tal suerte, que con razón pudo alabarse de dejarla de mármol habiéndola recibido de ladrillos. También la aseguró contra los peligros del porvenir, cuanto la prudencia humana puede prever. Entre el gran número de monumentos públicos cuya construcción se le debe, se cuentan principalmente el Foro y el templo de Marte Vengador, el de Apolo en el Palatium y el de Júpiter Tonante en el Capitolio. Se construyó el Foro porque el creciente número de litigantes y de los negocios lo exigían, y resultaban insuficientes los dos primeros. Así, sin esperar a que el templo de Marte estuviese concluido, apresuróse a ordenar que se procediese especialmente en el Foro nuevo, al juicio de las causas criminales y a la elección de jueces. Por lo que toca al templo de Marte, había hecho el voto durante la guerra Filipense, emprendida para vengar a su padre. Decretó, en consecuencia, que allí se reuniría el Senado para deliberar acerca de las guerras y de los triunfos; que de allí partirían los que marchasen con algún mando a las provincias; y que allí irían, finalmente, a depositar las insignias del triunfo los generales victoriosos. El templo de Apolo, en el Palatium, se construyó en la parte de su casa destruida por el rayo, donde habían declarado los arúspices que el dios pedia morada, añadiéndole pórticos y una biblioteca latina y griega. En sus últimos años convocaba a menudo el Senado e iba a él para reconocer las decurias de los jueces. El templo de Júpiter Tonante fue erigido por él en memoria de haber escapado de un peligro durante una marcha nocturna; en una de sus expediciones contra los cántabros, un rayo alcanzó, en efecto, su litera, matando al esclavo que iba delante de él con una antorcha en la mano. Hizo, además, ejecutar otros trabajos bajo otro nombre que el suyo, por ejemplo, con los de sus nietos, su esposa y su hermana; tales son el pórtico de Cayo y la basílica de Lucio, los pórticos de Livia y de Octavio, y el teatro de Marcelo. Frecuentemente exhortó también a los principales ciudadanos a embellecer la ciudad, cada cual según sus medios, o con monumentos nuevos, o reparando y embelleciendo los antiguos; este solo deseo fue causa de que se levantasen gran número de construcciones. Marcio Filipo elevó el templo de Hércules y Museos; L. Cornificio, el de Diana; Asinio Polión, el vestíbulo del de la Libertad; Munacio Plauco, el templo de Saturno; Cornelio Balbo, un teatro; Stantilio Fauro, un anfiteatro, y, en fin, M. Agripa gran número de magníficos edificios.

XXX. Dividió a Roma en secciones y barrios, encargando la vigilancia de las secciones a los magistrados anuales (ediles, tribunos, pretores), que la lograban por suerte y la de los barrios a inspectores que habitaban en ellos y que eran elegidos entre el pueblo. Estableció rondas nocturnas para los incendios, y para prevenir las inundaciones del Tíber hizo limpiar y ensanchar su cauce, obstruido desde mucho tiempo por las ruinas y estrechado por el derrumbamiento de edificios. Con objeto de facilitar por todas partes el acceso a Roma, encargóse de reparar la vía Flaminia hasta Rímini, y quiso que, a imitación suya, todo ciudadano que hubiese recibido los honores del triunfo, emplease en pavimentar un camino el dinero que le pertenecía por su parte de botín. Reconstruyó los edificios sagrados que la acción del tiempo o los incendios habían destruido, y adornólos como los otros con valiosísimos presentes, llevando en una sola vez al santuario de Júpiter Capitolino dieciséis mil libras de peso de oro y cincuenta millones de sestercios en piedras preciosas y perlas.

XXXI. Muerto Lépido, y conseguido por él el pontificado máximo, que en vida de aquél no se atrevió a arrebatarles hizo reunir y quemar mas de dos mil volúmenes de predicciones griegas y latinas que estaban repartidos entre al público y tenían sólo una dudosa autenticidad. Conservó sólo los libros sibilinos, haciendo de ellos un espurgo y encerrándolos en dos cofrecillos dorados, bajo la estatua de Apolo Palatino. Redujo el método seguido antiguamente en la marcha del año, arreglada ya por Julio César, y en la que la negligencia de los pontífices había introducido de nuevo desorden y confusión. En esta obra dio su nombre al mes llamado sextilis (52), con preferencia al de septiembre en que había nacido, porque en aquél obtuvo su primer consulado y logró sus principales victorias. Aumentó el número de sacerdotes, su dignidad y hasta sus privilegios, especialmente los de las vestales. Habiendo fallecido una de éstas se trataba de reemplazarla, y como muchos ciudadanos solicitasen el favor de no someter sus hijas a los riesgos del sorteo, dijo él que si alguna hija suya hubiese llegado a la edad requerida la hubiese ofrecido espontáneamente. Restableció, asimismo, gran número de ceremonias antiguas caídas en desuso, entre ellas el augurio de Salud, los honores debidos al flamín Dial, las Lupercales, los juegos seculares y compitales. Prohibió que se corriese en las fiestas Lupercales antes de la edad de la pubertad, prohibiendo también a los jóvenes de uno y otro sexo que asistiesen durante los juegos seculares a los espectáculos nocturnos si no los acompañaba algún pariente de más edad que ellos. Estableció dos juegos anuales en honor de los dioses compitales, que debían ser adornados con flores de primavera y verano. Honró casi tanto como a los dioses inmortales la memoria de los grandes hombres que de tan débiles principios supieron levantar el poder romano a tan considerable grado de desenvolvimiento. Por esta razón hizo restaurar los monumentos que aquellos levantaron, dejándoles sus gloriosas inscripciones. Por orden suya fueron colocadas todas sus estatuas en traje triunfal bajo los dos pórticos de su Foro, y declaró en un edicto que quería que su ejemplo sirviese para que se le juzgase a él mismo mientras viviese y a todos los príncipes sucesores suyos. Hizo también trasladar la estatua de Pompeyo del salón donde mataron a César, bajo una arcada de mármol, enfrente del palacio contiguo al teatro del mismo Pompeyo.

XXXII. Corrigió gran número de abusos tan detestables como perniciosos, nacidos de las costumbres y licencias de las guerras civiles y que la paz misma no había podido destruir. La mayoría de los ladrones de caminos llevaban públicamente armas con el pretexto de atender a su defensa, y los viajeros de condición libre o servil eran aprisionados en los caminos y encerrados sin distinción en los obradores de los propietarios de esclavos. También se habían formado, bajo el título de gremios nuevos, asociaciones de malhechores que cometían toda suerte de crímenes. Augusto contuvo a los ladrones estableciendo guardias en los puntos convenientes; visitó los obradores de esclavos y disolvió todos los gremios, exceptuando los antiguos y legales. Quemó los registros en que estaban inscritos los antiguos deudores del Tesoro, a fin de poner término con ello a los pleitos de que habían llegado a ser origen tales registros. Ciertas partes de la ciudad, que el dominio público reivindicaba con títulos dudosos, los adjudicó a sus poseedores. Sobreseyó los procesos de los antiguos acusados, cuya sanción servía solamente para regocijar a sus adversarios, y sometió a la posibilidad de la misma pena que hubiese podido pronunciarse contra ellos a todo el que intentase perseguirlos de nuevo. Para que ningún delito quedase impune y ningún negocio se llevase con negligencia, restituyó, por otra parte, al trabajo más de treinta días exentos de él, por juegos honorarios. A las tres decurias de jueces añadió la cuarta, formada de personas de censo inferior al de los caballeros, la cual fue llamada la decuria de los ducenarios, teniendo a su cargo el juicio de los negocios de mediana importancia. Eligió jueces desde la edad de veinte años, es decir, cinco antes de lo que se había hecho hasta entonces; y como muchos ciudadanos rehusasen el honor de estas funciones, autorizó, aunque a disgusto, a cada decuria para que disfrutase por turno de vacaciones anuales, y a que, siguiendo la costumbre establecida, se suspendiese el juicio de censuras durante los meses de noviembre y diciembre.

GAYO JULIO CESAR

Escrito en el siglo II D.C.

GAYO JULIO CESAR

I. Cayo Julio César ... tenía dieciséis años de edad cuando murió su padre. Al siguiente año, nombrado flamin dial (sacerdote de Júpiter) , repudió a Cossutia, hija de simples aunque opulentos caballeros, con la cual estaba desposado desde la niñez, tomó por esposa a Cornelia, hija de Cina, que había sido cónsul cuatro veces; de ésta nació Julia, al cabo de poco, sin que el dictador Sila pudiese conseguir por ningún medio que la repudiase; por este motivo despojóle del sacerdocio, de los bienes de su esposa y de las herencias de su casa, persiguiéndole de tal forma que hubo de ocultarse, y aunque enfermo de fiebre cuartana, se veía obligado a mudar de asilo casi todas las noches y a rescatarse a precio de oro de manos de los que le perseguían; consiguió ser perdonado al fin por mediación de las Vírgenes Vestales, de Mamerco Emilio y de Aurelio Cotta, parientes y allegados suyos. Es cosa cierta que Sila denegó el perdón durante mucho tiempo a las súplicas de sus mejores amigos y de los personajes más importantes, y que al fin, vencido por la perseverancia de éstos, prorrumpió como impulsado por inspiración o presentimiento secreto:—Triunfaron, y con ellos lo llevan. Regocíjense, mas sepan que llegará un día en que ése, que tan caro les es, destruirá el partido de los nobles, que todos juntos hemos protegido; porque en César hay muchos Marios .

II. Hizo sus primeras armas en Asia con el pretor M. Termo; mandado por éste a Bitina en busca de una nota, se detuvo en casa de Nicomedes, corriendo el rumor de que se prostituyó a él ; rumor que creció por motivo de haber regresado pocas jornadas después a Bitina, con el pretexto de hacer enviar a un liberto, cliente suyo, cierta cantidad de dinero que le adeudaba. El resto de la campaña favoreció más su renombre; y en la toma de Mitilena recibió una corona cívica de manos de Termo .

III. Sirvió también en Cilicia, bajo Servilio Isaurcio aunque por poco tiempo, pues al tener noticia de la muerte de Sila, concibiendo la esperanza de que M. Lépido concitase nuevas turbulencias, apresurase a regresar a Roma. Sin embargo, aunque Lépido le hizo ofrecimientos ventajosos, se negó a secundar sus planes, no inspirándole confianza su carácter, ni pareciéndole tan favorable la ocasión como pensara.

IV. Calmada la insurrección civil, acusó de concusión a Cornelio Dolabella, varón consular a quien se habían otorgado los honores del triunfo; absuelto el acusado, decidió César retirarse a Rodas, tanto para prevenirse de sus enemigos, como para descansar y oír al sabio maestro Apolonio Molón. Durante la travesía, que hizo en invierno, le hicieron prisionero unos piratas cerca de la isla Farmacusa. Permaneció en poder de ellos cerca de cuarenta días, conservando siempre su entereza , sin otra compañía que su médico y dos cubicularios; porque inmediatamente envió a todos sus compañeros y al resto de los esclavos a que le trajesen el dinero preciso para el rescate. Se concertó éste en ciento cincuenta talentos, y en cuanto le desembarcaron, persiguió a los piratas al frente de una flota, capturándolos en la retirada y sometiéndolos al suplicio con que muchas veces los había amenazado como en broma. Por aquel entonces Mitrídates devastaba las regiones vecinas, y no queriendo aparecer César como indiferente a las desgracias de los aliados de Rodas, adonde marchó, trasladase al Asia, halló auxilio en ella, arrojó de la provincia al prefecto del rey y robusteció la fidelidad de las ciudades vacilantes.

V. A su regreso a Roma, la primera dignidad con que le invistió el voto del pueblo, fue la de tribuno militar , colaborando entonces con todas sus fuerzas con los que intentaban restablecer el poder tribunicio, profundamente quebrantado por Sila. Hizo aplicar también la proposición Plocia, para la repatriación de L. Cina, hermano de su esposa, y de todos cuantos en las turbulencias civiles se habían adherido a Lépido, recurriendo a Sertorio, tras la muerte de aquel cónsul, y hasta pronunció un discurso sobre este asunto.

VI. Siendo cuestor, pronunció en la tribuna de las arengas, según era costumbre , el elogio de su tía Julia y de su esposa Cornelia, que acababa de morir. En el primero estableció de la manera que sigue el doble origen de su tía y de su propio padre: Por su madre, mi tía Julia descendía de reyes; por su padre, está unida a los dioses inmortales; porque de Anco Marcio descendían los reyes Marcios, cuyo nombre llevó mi madre; de Venus procedían los Julios, cuya raza es la nuestra. Así se ven, conjuntas en nuestra familia, la majestad de los reyes, que son los dueños de los hombres, y la santidad de los dioses, que son los dueños de los reyes. Para reemplazar a Cornelia, casóse con Pompeya, hija de Q. Pompeyo y sobrina de L. Sila, de quien más adelante se divorció por sospecha de adulterio con P. Clodio, al que se acusaba públicamente de haberse introducido en sus habitaciones disfrazado de mujer durante las ceremonias religiosas, decretando el Senado la información de sacrilegio.

VII. Durante su cuestura, logró la España Ulterior , donde, al recorrer las asambleas de esta Provincia, para administrar justicia por delegación del pretor, al llegar a Cádiz, viendo cerca de un templo de Hércules la estatua de Alejandro Magno , suspiró profundamente como lamentando su inacción; y censurando no haber realizado todavía nada digno a la misma edad en que Alejandro ya había conquistado el mundo, dimitió en seguida su cargo para regresar a Roma y aguardar en ella la oportunidad de grandes acontecimientos. Los autores dieron mayor pábulo a sus esperanzas, interpretando un sueño que tuvo la noche precedente y que perturbaba su espíritu (pues había soñado que violaba a su madre), prometiéndole el imperio del mundo, porque aquella madre que había visto sometida a él, no era otra que la Tierra, nuestra madre común.

VIII. Habiendo marchado antes del tiempo previsto, visitó las colonias latinas que aspiraban al derecho de ciudadanía romana; y las hubiera impulsado a intentar alguna audaz empresa, si, temiéndolo así todos los cónsules, no hubiesen retenido cierto tiempo las legiones destinadas a Cilicia; pero no por esto dejó de meditar amplios proyectos que poco después habían de realizarse en la misma Roma.

IX. En efecto, poco antes de tomar posesión de la edilidad, conspiró, según se dice, con M. Craso, varón consular, y con P. Sila y Autronio —condenados estos últimos por cohecho, después de haber sido designados cónsules—, para que al comienzo del año atacasen al Senado, diesen muerte a parte de los senadores y concediesen la dictadura a Craso, que nombraría a César jefe de la caballería; después de adueñarse por este procedimiento del Gobierno, era su intención devolver a Sila y a Autronio el consulado de que los había desposeído. Tanusio Gémino en su historia, M. Bíbulo en sus edictos y C. Curión, padre, en sus discursos, hablan de esta conjuración. Hasta el mismo Cicerón parece que la cita en una carta a Axius, donde afirma que César realizó durante su consulado el proyecto que concibió siendo edil.Tanusio añade que Craso, sea por miedo, o por arrepentimiento, no compareció el día señalado para la matanza, y que por este motivo César no dio la señal convenida. Esta señal —escribe Curio—, era dejar caer la toga del hombro. El mismo Curio y M. Actorio Nasón le atribuyen otra conspiración con el joven Cn. Pisón, y pretenden que por las sospechas que suscitaron los manejos de éste en Roma, le otorgaron, por comisión extraordinaria, el Gobierno de España, conviniendo, sin embargo, suscitar movimientos coincidentes, el uno fuera y el otro en la misma Roma por medio de los ambronas y transpadanos; pero que la muerte de Pisón anuló el proyecto.

X. Siendo edil, no se limitó a adornar el Comitium, el Foro y las basílicas, sino que decoró asimismo el Capitolio e hizo construir pórticos para exposiciones temporales, en los que exhibió al público parte de los numerosos objetos que había reunido. Unas veces con su colega y otras separadamente, organizó juegos y cacerías de fieras, consiguiendo recabar para sí toda la popularidad por gastos hechos en común; por cuyo motivo, su colega M. Bíbulo comentaba, comparándose a Pólux: que así como se acostumbraba designar con el solo nombre de Cástor el templo erigido en el Foro a los dos hermanos las liberalidades de César y Bíbulo llamábanse munificencias de César.César agregó a estas liberalidades un combate de gladiadores, en el que figuraron algunas parejas menos de las que deseaba, porque tantos había hecho llegar de todas partes, que alarmados sus adversarios, hicieron limitar, por una ley expresa, el número de contendientes que, en el futuro, podrían entrar en Roma.

XI. Habiéndose captado el favor popular, intentó por la influencia de algunos tribunos que se le diese, mediante plebiscito, el Gobierno de Egipto, sirviendo de ocasión para esta inopinada solicitud de un mando extraordinario que los habitantes de Alejandría habían expulsado a su rey, amigo y aliado del pueblo romano, actitud universalmente reprobada. El partido de los grandes hizo fracasar las pretensiones de César, quien, con el fin de debilitar entonces la autoridad de aquellos por todos los medios posibles, reconstruyó los trofeos de C. Mario sobre Yugurta, los cimbrias y teutones monumentos que en tiempos anteriores había destruido Sila, y cuando se abrió proceso a los sicarios, hizo figurar entre los asesinos, a pesar de las excepciones de la ley Cornelia, a todos aquellos que, durante la proscripción, recibieron dinero del Erario público como precio de cabezas de ciudadanos romanos.

XII. También encontró quien acusase de crimen capital a C. Rabirio, que algunos años antes cooperó más que nadie con el Senado para reprimir las sediciones suscitadas por el tribuno L. Saturnino, y designado por la suerte para juez, con tanta pasión condenó, que nada sirvió tanto como esta parcialidad al reo en su apelación al pueblo

.XIII. Desvanecida la esperanza del mando, pretendió el pontificado máximo (13), y tantas larguezas prodigó, que asustando por la enormidad de sus deudas, dijo a su madre, besándola antes de acudir a los comicios, que no volvería a verle sino pontífice. Por estos procedimientos venció a sus dos competidores, aunque muy temibles y superiores a él en su edad y dignidad; consiguiendo además sobre ellos la ventaja de obtener más sufragios en sus propias tribus que ellos en todas las demás.

XIV. Era pretor César cuando se descubrió la conjuración de Catilina; se había acordado por unanimidad en el Senado la muerte de los culpables, y sólo él opinó que se los custodiase por separado en las ciudades municipales y se les enajenasen los bienes. Más aún: a los que habían propuesto muy severos castigos, los aterró de tal forma con la reiterada amenaza de los odios populares que algún día se desencadenarían contra ellos, que Décimo Silano, cónsul designado, atrevióse a dulcificar por medio de una interpretación el voto que dignamente no podía modificar, y que habían entendido, según explicó, en un sentido mucho más riguroso del que le había dado. César iba a triunfar: muchos senadores se habían agregado a su bando, y con ellos Cicerón, hermano del cónsul; la victoria, pues, era segura, si la oración de Catón no hubiese infundido energía al vacilante Senado. Pero lejos de flaquear en su oposición, persistió César de tal manera en ella, que el grupo de caballeros romanos que guardaba armado el salón del Senado, le amenazó con darle muerte; espadas desnudas se dirigieron contra él, de suerte que los que estaban junto a él se apartaron, y únicamente algunos, aprisionándole entre sus brazos y cubriéndole con la toga, consiguieron salvarle, con gran trabajo. Influido entonces por el miedo, cedió, y en todo el resto del año se abstuvo de asistir el Senado .

XV. El primer día de su pretura convocó ante el pueblo a Q. Catulo, encargado de la reconstrucción del Capitolio (15), y propuso se confiriese el cuidarlo a otro. Mas observando que los patricios, en vez de acudir a saludar al nuevo cónsul, marchaban con apresuramiento a la asamblea para oponerle tenaz resistencia, considerando la lucha desigual, desistió de la empresa.

XVI. Con gran ardor y pasión mantuvo a Cecilio Metelo. autor de las leyes más turbulentas, contra el derecho de oposición de sus colegas, hasta que un decreto del Senado suspendió a los dos en sus funciones. César tuvo la audacia de proseguir en posesión de su cargo y de administrar todavía justicia. Pero cuando supo que se disponían a emplear con él la violencia y las armas, despidió a los lictores, despojase de la pretexta y se retiró secretamente a su casa, resignado, de acuerdo con la costumbre de la época, a permanecer tranquilo. Dos días después sosegó a la muchedumbre, que espontáneamente se había congregado ante su puerta ofreciéndole su cooperación para restablecerle en su dignidad. Atónitos ante aquella moderación, los senadores que la noticia del tumulto había congregado apresuradamente, enviaron para darle gracias a los más ilustres de entre ellos, siendo llamado al Senado, donde se le tributaron grandes elogios, restableciéndole en su cargo y retirando el primer decreto.

XVII. Sobreviniéronle muy pronto nuevos disgustos, por haberle denunciado como cómplice de Catilina, ante el cuestor Novio Niger, L. Vettio Judex, y ante el Senado Q. Curio (16), a quien fueron concedidas recompensas públicas por haber sido el primero en revelar los proyectos de los conjurados. Curio pretendía saber por Catilina lo que decía, y Vettio se obligaba a presentar la firma de César dada por éste a Catilina. No consideró César que debía soportar aquellos ataques, y suplicó el testimonio de Cicerón, para demostrar que le había suministrado espontáneamente algunos detalles acerca de la conjuración, consiguiendo privar a Curio de las recompensas que le habían ofrecido; en cuanto a Vettio, a quien se había solicitado caución de comparecencia, se le despojó de sus bienes, se le maltrató personalmente, estuvo a punto de que le despedazasen en la asamblea al pie de la tribuna rostral, y le hizo encarcelar, consiguiendo lo mismo con relación al cuestor Novio, por haber consentido que se inculpase ante su tribunal a un magistrado superior a él.

XVIII. Al terminar su pretura, designóle la suerte la España Ulterior; pero, retenido por sus acreedores, no se vio libre de ellos hasta que otorgó fianzas; y sin esperar que, según las costumbres y las leyes, hubiese el Senado arreglado todo lo concerniente a las provincias, partió, ya para librarse de una acción judicial que querían suscitarle al cesar en el cargo, ya para allegar más pronto socorros a los aliados que imploraban la protección de Roma. Cuando hubo pacificado su provincia (17), regresó sin aguardar sucesor, con igual premura, pidiendo el triunfo y el consulado juntamente. Mas estando ya fijado el día de los comicios, no podía presentarse su candidatura si no entraba en la ciudad como simple particular, y cuando solicitó que se le exceptuase de la ley, encontró recia oposición, por lo que tuvo que desistir del triunfo para no quedar por ello excluido del consulado.

XIX. De sus dos competidores al consulado, L. Luceyo y Marco Bíbulo, se unió al primero, que gozaba de escasa influencia, pero que poseía considerable fortuna, a condición de que uniría al suyo el nombre de César en sus larguezas a las centurias. Los nobles, enterados de este pacto, cuyas consecuencias temían, y convencidos de que César, investido con la magistratura más alta del Estado y contando con un colega completamente suyo, no pondría límites a su audacia, quisieron que hiciese Bíbulo idénticas promesas a la centuria, y la mayor parte de ellos contribuyeron con dinero para conseguirlo; el propio Catón dijo, con ocasión de esto, que por aquella vez la corrupción sería beneficiosa para la República. César fue nombrado cónsul con Bíbulo y los grandes no pudieron hacer sino asignar a los futuros cónsules cargos intrascendentes, como la inspección de bosques y caminos. Movido César por esta injuria, no perdonó medio para atraerse a Cn. Pompeyo, irritado entonces contra los senadores, que vacilaban en aprobar sus actos, pese a sus victorias sobre el rey Mitrídates, reconciliándole también con M. Craso, que continuaba enemistado con él desde las violentas querellas de su consulado, concertando con ellos una alianza por la cual no se haría nada en el Estado que desagradase a cualquiera de los tres.

XX. Lo pairo que ordenó al posesionarse de su dignidad, fue que se llevara un Diario de todos los actos populares y del Senado y que se publicase. Restableció, asimismo, la antigua costumbre de hacerse preceder por un ujier y seguir por lictores, durante los meses en que tuviese las fasces el otro cónsul. Promulgó la ley Agraria, y no pudiendo vencer la resistencia de Bíbulo, lo arrojó del foro a mano armada. Al siguiente día expuso éste sus quejas ante el Senado, pero no se encontró nadie que osase informar acerca de aquella violencia o a proponer alguna de aquellas decididas soluciones que, con tanta frecuencia, se habían adoptado en peligros mucho menores. Desesperado Bíbulo con ello, se retiró a su casa, donde estuvo oculto todo el transcurso de su consulado, no ejerciendo otra oposición que por medio de edictos. Desde aquel momento dirigió César todos los asuntos del Estado por su única y soberana autoridad, hasta el punto de que algunos, antes de firmar sus cartas, las fechaban por burla, no en el consulado de César y Bíbulo, sino de Julio y de César, haciendo así dos cónsules de uno solo, separando el nombre y el cognomento; se hicieron también divulgar estos versos:Non Bibulo quidquam nuper, sed Cesare farctum est:Nom Bibulo fieri consulte nil memini.El territorio de Stella, consagrado por nuestros mayores, y los campos de Campania, destinados a las necesidades de la República, quedaron distribuidos entre veinte mil ciudadanos padres de familia con tres o más hijos. Pidiendo reducción los arrendatarios del Estado, les perdonó un tercio de los arrendamientos, y exhortólos en público a no encarecerlos inconsideradamente en la próxima adjudicación de impuestos. Así obraba en todo, concediendo generosamente cuanto se le solicitaba, porque nadie osaba enfrentársele, ya que si alguno se atrevía era víctima al punto de su venganza. Un día apostrofóle Catón, y ordenó a un lictor que le arrastrase fuera del Senado y le llevase a prisión. Habiéndole resistido algunos momentos, L. Lúculo, le asustaron en tal grado sus amenazas, que le pidió perdón de rodillas. Por haber lamentado Cicerón en un juicio la situación de los negocios de la República, a las nueve del mismo día hizo pasar al orden plebeyo al patricio P. Clodio, enemigo de Cicerón, a quien en vano había intentado pasar desde mucho antes. Queriendo concluir en fin con sus adversarios, sobornó a Vettio a fuerza de oro, para que declarase que algunos de éstos le habían incitado a matar a Pompeyo y que, conducido al Foro, nombrase algunos de los pretendidos autores de la trama. Pero acusando Vettio sin pruebas tanto a uno como a otro, sospechase en seguida el fraude, y desesperando César del triunfo de aquella loca empresa, hizo, según se cree, envenenar al denunciador.

XXI. Por esta época casase con Calpurnia, hija de L. Pisón, que iba a sucederle en el consulado, y concedió a Cn. Pompeyo en matrimonio su hija Julia, repudiado su prometido Servilio Cepión, quien poco antes ayudóle poderosamente a deshacerse de Bíbulo. Después de esta nueva alianza, comenzó en el Senado a adoptar, en primer lugar, el parecer de Pompeyo, cuando acostumbraba a interrogar ante todo a Craso y era costumbre que el cónsul mantuviese todo el año el orden establecido por el mismo en las calendas de enero para recibir los votos.

XXII. Apoyado por el suegro y el yerno, eligió, pues, entre todas las provincias romanas la de las Galias, que, entre otras ventajas, ofrecía amplio campo de triunfos a su ambición. Recibió, en primer término, la Galia Cisalpina con la Iliria, en virtud de la ley Vatinia; y después diole el Senado la Cabelluda, convencido de que el pueblo había de otorgársela si los senadores se la denegaban. No pudiendo dominar la alegría que le embargaba, pasados algunos días, jactóse en pleno Senado de haber llegado al máximo de sus deseos, a pesar del odio de sus consternados enemigos, y exclamó que en lo sucesivo marcharía sobre sus cabezas. Habiendo entonces dicho uno para afrentarle: —Eso no será fácil a una mujer—, respondió como aludido: —Sin embargo, en Siria, reinó Semíramis y las Amazonas poseyeron gran parte de Asia.

XXIII. Concluido su consulado, los pretores Memmio y Lucio Domitio solicitaron que se examinasen las actas del año anterior, llevando César el asunto al Senado, que no quiso saber de él. Después de tres días de inútiles discusiones, marchó a su provincia, e inmediatamente, para perjudicarle, se procesó a su cuestor por diversos delitos. Poco después le citó a él mismo el tribuno del pueblo L. Antistio, pero merced a la intervención del Colegio de los tribunos, logró no ser acusado mientras permaneciese ausente en servicio de la República. Para ponerse en lo sucesivo al abrigo de aquellos ataques, tuvo gran cuidado de atraerse, por medio de favores, a los magistrados de cada año, formándose una ley de no ayudar con su influencia, ni permitir que ascendiesen a los honores sino aquellos que se comprometiesen a defenderlo durante su ausencia; condición por la que no vaciló en requerir juramento a algunos e incluso promesa escrita.

XXIV. Así, pues, habiéndose vanagloriado en público L. Domitio, quien aspiraba al consulado, de realizar como cónsul lo que no había podido hacer como pretor, y de quitar además a César el ejército que comandaba, llamó a Luca, ciudad de su provincia, a Craso y a Pompeyo, exhortándolos a que solicitasen ellos mismos también el consulado, para separar a Domitio, y obligar en seguida a prorrogar su mando por cinco años, consiguiendo ambas cosas. Tranquilo en este aspecto, agregó otras legiones a las que había recibido de la República, y las mantuvo a tu costa; constituyó otra en la Galia Transalpina, a la que dio el nombre galo de Alanda, y la adiestró en la disciplina romana, armándola y equipándola al uso de la República y concediéndole después el derecho de ciudadanía. En lo sucesivo no dejó escapar ninguna oportunidad de hacer la guerra, por injusta y peligrosa que fuese, atacando indistintamente a los pueblos aliados y a las naciones enemigas o salvajes, hasta que el Senado decretó enviar comisarios a las Galias para que le informasen del estado de aquella provincia, llegando a proponerse por algunos que se la entregase a los enemigos. El próspero éxito de todas aquellas empresas les hizo, sin embargo, tributar elogios más lisonjeros y frecuentes que los que habían conseguido otros antes que él.

XXV. En los nueve años de su mando realizó las siguientes empresas: Redujo toda la Galia comprendida entre los Pirineos y los Alpes, las Cevennas, el Ródano y el Rin, a provincia romana, exceptuando las ciudades aliadas y amigas, obligando al territorio conquistado al pago de un tributo anual de cuarenta millones de sestercios. Fue el primero que, después de tender un puente sobre el Rin, atacó a los germanos al otro lado de este río, y que consiguió señaladas victorias sobre ellos. Atacó también a los bretones, desconocidos hasta entonces, los derroto y exigió dinero y rehenes. En medio de tantos éxitos, únicamente sufrió tres reveses: uno en Bretaña, donde una tempestad estuvo a punto de aniquilar su flota; otro en la Galia, delante de Gergovia, donde fue derrotada una legión; y el tercero en el territorio de los germanos, donde perecieron en una emboscada sus legados Titurio y Aurunculeyo.

XXVI. En el transcurso de estas expediciones, perdió primero a su madre, a su hija después, y más adelante a su nieto. Entretanto, la muerte de P. Clodio había ocasionado algaradas en Roma, y el Senado, que pensaba no instituir más que un cónsul, designaba nominalmente a Cn. Pompeyo. Los tribunos del pueblo le designaban por compañero a César, pero no queriendo regresar por esta candidatura antes de concluir la guerra, entendiese con ellos para que el pueblo le concediera permiso de solicitar, ausente, su segundo consulado, cuando estuviese para terminar el período de su mandato; se le concedió este privilegio, y concibiendo desde entonces más vastos proyectos y elevadas esperanzas, nada escatimó para atraerse partidarios a costa de favores públicos y particulares. Con el dinero extraído a los enemigos, inició la construcción de un Foro, cuyo solo terreno costó más de cien mil sestercios. Prometió al pueblo, en memoria de su hija; espectáculos y un festín, cosa desconocida y sin ejemplo; finalmente, y para satisfacer la impaciencia pública, utilizó a sus esclavos en los preparativos de aquel festín, que había encomendado a contratistas. Tenía en Roma comisionados que se apoderaban por fuerza, para reservárselos, de los gladiadores más famosos, en el momento en que los espectadores iban a pronunciar su sentencia de muerte. Y en cuanto a los gladiadores jóvenes, no los hacía educar en escuelas o por lanistas, sino en casas particulares y por caballeros romanos; lo hizo también por senadores duchos en el manejo de las armas, y que pedían, como vemos en sus cartas, encargarse de la enseñanza de aquellos gladiadores y regir como maestros sus ejercicios. César duplicó a perpetuidad la soldada de las legiones. En los años pródigos, distribuía el trigo sin tasa ni medida, y algunas veces se le vio dar a cada hombre un esclavo tomado del botín.

XXVII. Con el fin de conservar el apoyo de Pompeyo con una nueva alianza, ofrecióle a Octavia, sobrina de su hermana, a pesar de estar casada con C. Marcelo, y le pidió la mano de su hija destinada a Fausto Sila. A cuantos rodeaban a Pompeyo y a la mayor parte de los senadores los había hecho deudores suyos, sin exigirles interés o siendo éste muy reducido; hizo asimismo magníficos presentes a los ciudadanos de otras clases, que acudían a él invitados o espontáneamente. Sus liberalidades se extendían hasta los libertos y esclavos, según la influencia que ejercían sobre el ánimo de su señor o patrono. Los acusados, los ciudadanos agobiados de deudas, la juventud pródiga, hallaban en él refugio seguro, a no ser que las acusaciones fuesen graves con exceso, completa la ruina o los desórdenes demasiado grandes para que pudiese remediarlos. A éstos les decía francamente: que necesitaban una guerra civil.

XXVIII. No desplegó menor cuidado en atraerse el favor de los reyes y las provincias en toda la extensión de la tierra, brindando a unos gratuitamente millares de cautivos, mandando a otros tropas auxiliares en el momento y lugar que querían, sin consultar al Senado ni al pueblo. Adornó con magníficos monumentos, no solamente la Italia, las Galias y las Españas, sino también las más importantes ciudades de Grecia y Asia. Todo el mundo comenzaba a presentir con pavor el fin de tantas empresas, cuando el cónsul M. Claudio Marcelo publicó un edicto por el cual, después de anunciar que se trataba de la salvación de la República, proponía al Senado dar sucesor a César antes de que expirase el tiempo de su mandato; y ya que había terminado la guerra y estaba asegurada la paz, que licenciara al ejército victorioso; solicitaron, igualmente, que en los próximos comicios no se tuviese en cuenta la ausencia de César, puesto que el mismo Pompeyo había anulado el plebiscito dado en su favor. En efecto, había ocurrido que en la ley a propósito de los derechos de los magistrados, en el capítulo en que se prohibía a los ausentes la petición de honores, se olvidó exceptuar a César; el error no fue subsanado por Pompeyo hasta que la ley estuvo ya grabada en bronces, y depositada en el tesoro. No contento Marcelo con quitar a César sus provincias y sus privilegios, quiso también, apoyando una moción de Letinio, que se privase a la colonia que había fundado en Novumcomum, el derecho de ciudadanía, ambición que, en contra de las leyes, le había sido por ambos concedida.

XXIX. Alterado por estos ataques, y persuadido, como se le había oído decir muchas veces, que cuando ocupase el puesto supremo del Estado seria más difícil hacerle descender al segundo rango que desde éste al último, resistió con todo su poder a Marcelo, oponiéndole ya los tribunos, ya el otro cónsul, Servio Sulpicio. Al siguiente año, habiendo sucedido en el consulado M. Marcelo a su primo hermano Marco, continuando el mismo empeño, se preparó defensores por medio de considerables prodigalidades. Fueron estos defensores, Emilio Paulo y Cayo Curión, tribunos muy violentos. Pero hallando en todas partes fuerte resistencia, y viendo que los cónsules nombrados eran adversarios también, escribió al Senado, rogándole no le privase el beneficio del pueblo, o al menos diese órdenes para que los demás generales dejasen también sus ejércitos; confiando, según se cree, que reuniría, cuando quisiese, a sus veteranos con más facilidad que Pompeyo nuevos soldados. Ofreció, sin embargo, a sus contrarios licenciar ocho legiones, abandonar la Galia Transalpina y conservar la Cisalpina con dos legiones, o la Iliria solamente con una hasta que fuese nombrado cónsul.

XXX. Rechazada, sin embargo, por el Senado sus peticiones y rehusando sus enemigos poner en pacto la salud de la República, pasó a la Galia Citerior, y celebrados ya los comicios provinciales, detúvose en Ravena, dispuesto a vengar con la fuerza de las armaba los tribunos partidarios suyos, si el Senado disponía medidas violentas contra ellos. Éste fue, efectivamente, el pretexto de la guerra civil, pero se cree que tuvo otros motivos. Cn. Pompeyo decía que, no pudiendo César terminar los trabajos comenzados ni satisfacer con sus recursos personales las esperanzas que el pueblo había puesto en su regreso, quiso trastornar y conmoverlo todo. Aseguran otros que temía que le obligaran a dar cuenta de lo que había hecho en pugna con las leyes, contra los auspicios e intercesiones durante su primer consulado, porque M. Catón declaraba con juramento que le citaría en justicia en cuanto licenciase al ejército. Se decía generalmente que, si regresaba en condición privada, se vería obligado, como Milón, a defenderse ante los jueces rodeados de soldados con armas; dando probabilidades a este criterio lo que Asinio Polión refiere y es, que en la batalla de Farsalia, contemplando a sus adversarios vencidos y derrotados, pronunció estas palabras:Ellos lo quisieron; después de realizadas tantas empresas me hubieran condenado a mi, C. César, si no hubiese pedido auxilio al ejército.Otros opinan, por último, que le dominaba el hábito del mando, y que habiendo comparado con las suyas las fuerzas de sus enemigos, creyó propicia la oportunidad de adueñarse del poder soberano, que desde su juventud venía codiciando. Según parece, también lo creía Cicerón así. En el libro tercero de Offitiis (de los Deberes), dice que César tenía siempre en los labios los versos de Eurípides que tradujo de esta manera:Nam si violandum est jus, regnandi gratiaViolandum est: aliis rebus pietatem colas.

XXXI. Cuando supo que, rechazada la intercesión de los tribunos, habían tenido éstos que salir de Roma, hizo avanzar algunas cohortes en secreto para no suscitar recelos; con objeto de disimular, presidió un espectáculo público, se ocupó en un plan de construcción para un circo de gladiadores, y se entregó como de costumbre a los placeres del festín. Pero en cuanto se puso el sol mandó uncir a su carro los mulos de una tahona próxima, y con pequeño acompañamiento, tomó ocultos caminos. Consumidas las antorchas, extraviase y vagó largo tiempo al azar, hasta que al amanecer, habiendo encontrado un guía, prosiguió a pie por estrechos senderos hasta el Rubicón, que era el límite de su provincia y donde le esperaban sus cohortes. Detúvose breves momentos, y reflexionando en las consecuencias de su empresa, exclamó dirigiéndose a los más próximos:—Todavía podemos retroceder, pero si cruzamos este puentecillo, todo habrán de decidirlo las armas.

XXXII. Cuando permanecía vacilando, un prodigio le decidió. Un hombre de talla y hermosura notables, apareció sentado de pronto, a corta distancia de él, tocando la flauta. Además de los pastores, soldados de los puestos inmediatos, y entre ellos trompetas, acudieron a escucharle; arrebatando entonces a uno la trompeta, encaminóse hacia el río, y arrancando vibrantes sonidos del instrumento, llegó a la otra orilla. Entonces César dijo:—Marchemos a donde nos llaman los signos de los dioses y la iniquidad de los enemigos. Jacta alea est. (La suerte está echada.)

XXXIII. Cuando el ejército hubo cruzado el río, hizo presentarse a los tribunos del pueblo, que, arrojados de Roma, habían acudido a su campamento; arengó a los soldados y, llorando, invocó su fidelidad, rasgándose las vestiduras sobre el pecho. Se creyó que había prometido a cada uno el censo del orden ecuestre, error a que dio lugar el que mostrase varias veces durante la arenga el dedo anular de la mano siniestra, afirmando que estaba dispuesto a darlo todo con gusto, hasta su anillo, por aquellos que defendiesen su dignidad; de suerte que los que se hallaban en las últimas filas, en mejores condiciones para ver que para oír dieron a aquel movimiento una significación que no tenía; no tardó con ello, en divulgarse el rumor de que César había prometido a sus soldados los derechos y rentas de caballeros, es decir, cuatrocientos mil sestercios.

XXXIV. El orden y resumen de lo que hizo después es el siguiente: Ocupó en primer lugar el Piceno, la Umbría y la Etruria. Hizo rendirse a L. Domicio, nombrado sucesor suyo durante los disturbios, y que defendía con su guarnición a Corfinio, pero dejándole en libertad; costeó luego el mar superior (Adriático) y marchó sobre Brindis, en donde se habían refugiado los cónsules de Pompeyo, con propósito de pasar cuanto antes el mar. Después de intentar todo en vano para impedir la realización de este proyecto, se dirigió a Roma, convocó el Senado, y corrió a apoderarse de las mejores tropas de Pompeyo, que estaban en España a las órdenes de los tres legados, M. Petreyo, L. Africano y M. Varrón, habiendo dicho a los suyos antes de marchar que iba a combatir a un ejército sin general para volver a combatir a un general sin ejército. Y aunque retrasado por el sitio de Marsella, que le había cerrado sus puertas, y por la gran escasez de víveres, consiguió, sin embargo, muy pronto su propósito.

XXXV. Regresó rápidamente a Roma, pasó a Macedonia, acometió a Pompeyo, y mantúvose encerrado durante cuatro meses en inmenso recinto de fortificaciones, derrotándole al fin, en Farsalia: le persiguió luego en su fuga hasta Alejandría, donde le encontró asesinado, teniendo que hacer al rey Ptolomeo, que le tendía asechanzas, una guerra muy difícil y peligrosa para él, por las desventajas del tiempo y del lugar, el riguroso invierno, la actividad de su adversario, provisto de todo, en el recinto de su capital, y su escasa preparación para una lucha que estaba muy lejos de prever. Habiendo salido vencedor, concedió el reino de Egipto a Cleopatra y a su hermano menor, no queriendo hacerlo provincia romana, por temor de que algún día pudiera dar ocasión a nuevas discordias al caer en manos de un gobernador turbulento. De Alejandría pasó a Siria, y de allí al punto donde le llamaban urgentes mensajes, porque Farnaces, hijo del gran Mitrídates, aprovechando los disturbios, hacia la guerra, habiendo ya obtenido numerosos triunfos que le habían llenado de orgullo. Bastáronle a César cuatro horas de combate, al quinto día de su arribo, para aniquilar a aquel enemigo, por cuya razón se burlaba con frecuencia de los triunfos de Pompeyo, quien había debido en gran parte su fama militar a la debilidad de tales enemigos. Venció en seguida a Scipión y a Juba, quienes habían recogido en África los restos de su partido, y deshizo a los hijos de Pompeyo en España.

XXXVI. Durante estas guerras civiles no sufrió reveses más que en las personas de sus legados; de éstos C. Curio pereció en Africa; C. Antonio cayó en poder de sus enemigos en Iliria; P. Dolabella perdió su flota en la misma Iliria, y Cn. Domitio Calvino, su ejército en el Ponto. A él mismo, vencedor siempre, le abandonó la fortuna sólo en dos ocasiones: en Dirraquio, donde rechazándole Pompeyo y no acosándole dijo que aquel adversario no sabía vencer; y otra en el último combate librado en España, donde vio su causa tan desesperada que pensó incluso en darse muerte.

XXXVII. Concluidas las guerras, disfrutó cinco veces de los honores del triunfo, cuatro en el mismo mes, después de la victoria sobre Scipión y con algunos días de intervalo, y la quinta después de la derrota de los hijos de Pompeyo. Su primero y más esclarecido triunfo fue sobre la Galia, después el de Alejandría, el de Ponto, el de Africa, y en último lugar, el de España, y siempre con fausto y aparato diferentes. En su triunfo sobre la Galia, cuando pasaba por el Velabro, fue casi despedido del carro a consecuencia de haberse roto el eje (26); subió luego al Capitolio a la luz de las antorchas, que encerradas en linternas, eran llevadas por cuarenta elefantes alineados a derecha e izquierda. Cuando celebró su victoria sobre el Ponto, se advertía entre los demás ornamentos triunfales un cartel con las palabras VENI, VIDI, VINCI (llegué, vi, vencí), que no expresaba como las demás inscripciones los acontecimientos de la guerra, sino su rapidez.

XXXVIII. Además de los dos sestercios dobles que, al comienzo de la guerra civil, había otorgado a cada infante de las legiones de veteranos a título de botín, dióles veinte mil ordinarios, asignándoles también terrenos, aunque no inmediatos para no despojar a los propietarios. Repartió al pueblo diez modios de trigo por cabeza y otras tantas libras de aceite, con trescientos sestercios que había ofrecido antes, añadiendo otros cien en compensación de la tardanza. Perdonó los alquileres de un año en Roma hasta la cantidad de dos mil sestercios, y hasta la de quinientos en el resto de Italia. Agregó a todo esto distribución de carnes, y después del triunfo sobre España, dos festines públicos, y no considerando el primero bastante digno de su magnificencia, ofreció cinco días después otro más abundante.

XXXIX. También dio espectáculos de varios géneros: combates de gladiadores, representaciones en todos los barrios de la ciudad, a cargo de actores de todas las naciones y en todos los idiomas; dio, además, juegos en el circo, luchas de atletas y un simulacro de combate naval. En el Foro combatieron entre los gladiadores, Furio Leptinos de familia pretoria, y Q. Calpeno, que había formado parte del Senado y defendido causas delante del pueblo. Los hijos de muchos príncipes de Asia y de Bitinia bailaron la danza pírrica. El caballero romano Décimo Liberio representó en los juegos una mímica de su composición, percibiendo quinientos sestercios y un anillo de oro; pasando después desde la escena, por la orquesta, a acomodarse entre los caballeros. En el circo ensanchóse la arena por ambos lados; se abrió en torno un foso (el Euripo) (27), que llenaron de agua, y muy nobles jóvenes corrieron en aquel recinto cuadrigas y bigas, o saltaron en caballos amaestrados al efecto. Niños divididos en dos bandos, según la diferencia de edad, ejecutaron los juegos llamados troyanos. Dedicáronse cinco días a luchas de fieras, y últimamente se dio una batalla entre dos ejércitos, en la que participaron quinientos peones, trescientos jinetes y cuarenta elefantes. Con objeto de dejar a las tropas mayor espacio, habían quitado las barreras del circo, formando a cada extremo un campamento. Los atletas lucharon durante tres días en un estadio construido ex profeso en las inmediaciones del campo de Marte. Abriese un lago en la Codeta menor, Y allí entablaron combate naval birremes, trirremes y cuatrirremes tirias y egipcias abarrotadas de soldados. El anuncio de estos espectáculos había atraído a Roma abundante número de forasteros, la mayor parte de los cuales durmió en tiendas de campaña, en las calles y plazas; muchas personas, entre ellas dos senadores, fueron aplastadas o asfixiadas por la multitud.

XL. Dedicóse César entonces a la organización de la República; reformó el calendario, tan desordenado por culpa de los pontífices y por el abuso, antiguo ya, de las intercalaciones, que las fiestas de la recolección no coincidían ya en verano, ni la de las vendimias en otoño; distribuyó el año según curso del sol, y lo compuso de trescientos sesenta y cinco días, suprimió el mes intercalario y aumentó un día a cada año cuarto. Para que este nuevo orden de cosas pudiese dar principio en las calendas de enero del año siguiente, agregó dos meses, entre noviembre y diciembre, teniendo, por lo tanto, este año, quince meses, contando el antiguo intercalario que sucedía en él

.XLI. Completó el Senado; designó patricios, aumentó el número de pretores, de ediles, de cuestores y de magistrados subalternos; rehabilitó a los que habían despojado de su dignidad los censores o condenado los tribunales por cohecho. Compartió con el pueblo el derecho de elección en los comicios; de modo que, a excepción de sus competidores al consulado, los demás candidatos los designaban a medias el pueblo y él. Los suyos los designaba en tablillas que enviaban a todas las tribus, conteniendo esta breve inscripción: César, dictador, a la tribu tal: os recomiendo a éste o aquél para que obtengan su dignidad por vuestro sufragio. Admitió a los honores a los hijos de los proscritos. Restringió el poder judicial a dos clases de jueces, a los senadores y a los caballeros, y suprimió los tribunos del Tesoro, que formaban la tercera jurisdicción. Formó el censo del pueblo, no de la manera acostumbrada ni en el lugar ordinario, sino por barrios y según padrones de los propietarios de las casas; redujo el número de los ciudadanos a quienes suministraba trigo el Estado, de trescientos veinte a ciento cincuenta mil, y para que la formación de estas listas no pudiese ser causa en el futuro de nuevos disturbios, decretó que el pretor pudiese reemplazar, por medio de sorteo, con los que no quedaban inscritos a los que fallecieran.

XLII. Se distribuyeron ochenta mil ciudadanos en las colonias de Ultramar, y para que no quedase exhausta la población de Roma, decretó que ningún ciudadano menor de veinte años y mayor de cuarenta, a quien no obligase cargo público, permaneciese más de tres años seguidos fuera de Italia; que ningún hijo de senador emprendiese lejanos viajes, si no era en unión o bajo el patronato de algún magistrado; y, en fin, que los que criaban ganados tuviesen entre sus pastores menos de la tercera parte de hombres libres en la pubertad. Concedió el derecho de ciudadanos a cuantos practicaban la medicina en Roma o cultivaban las artes liberales, con la intención de fijarlos de este modo en la ciudad y atraer a los que estaban fuera. En cuanto a las deudas, en vez de conceder la abolición, esperada y reclamada con constante afán, decretó que los deudores pagarían según la estimación de sus propietarios y conforme a su importe antes de la guerra civil, y que se deduciría del capital todo lo que se hubiese pagado en dinero o en promesas escritas a título de usura, con cuya disposición se anulaban cerca de la cuarta parte de las deudas. Disolvió todos los gremios, a excepción de aquellos que tenían origen en los primeros tiempos de Roma. Aumentó los castigos en cuanto a los crímenes, y como los ricos los cometían frecuentemente, porque pagaban con el destierro sin que se les mermara su caudal, decretó contra los parricidas, como refiere Cicerón, la absoluta confiscación, y contra los demás criminales, la de la mitad de sus bienes.

XLIII. En la administración de justicia César fue celoso y severo. Privó del orden senatorial a los convictos de concusión; declaró nulo el matrimonio de un antiguo pretor que se había casado con una mujer al segundo día de separada de su marido, aunque no se la sospechaba de adulterio. Estableció impuestos sobre las mercancías extranjeras; prohibió el uso de literas, de la púrpura y de las perlas, exceptuando a ciertas personas y edades; y en determinados días. Cuidó principalmente de la observación de las leyes suntuarias; mandaba a los mercados guardias que confiscaban los artículos prohibidos y los trasladaban a su casa, y algunas veces, lictores y soldados iban a recoger en los comedores lo que había escapado a la vigilancia de los guardias.

XLIV. Para la policía y ornato de Roma y para el engrandecimiento y seguridad del Imperio, había concebido de día en día cada vez más numerosos y vastos proyectos. Ante todo deseaba erigir un templo de Marte que fuese el mayor del mundo, rellenando hasta el nivel del suelo el lago en que había dado el espectáculo del combate naval, y un teatro grandísimo al pie del monte Tarpeyo; quería reducir a justa proporción todo el derecho civil y compendiar en poquísimos libros lo mejor y más indispensable del inmenso y difuso número de leyes existentes; se proponía formar bibliotecas públicas griegas y latinas, lo más nutridas posible, y encargar a M. Varrón el cuidado de adquirir y clasificar los libros; se proponía secar las lagunas Pontinas, abrir salidas a las aguas del lago Fucino, construir un camino desde el mar al Tíber a través de los Apeninos, abrir el Istmo (de Corinto), reprimir a los dacios, que se habían desparramado por el Ponto y Tracia; llevar después la guerra a los partos, pasando por la Armenia Menor, no combatiéndolos en batalla campal sino después de haberlos experimentado. En medio de estos proyectos y trabajos sorprendióle la muerte; pero antes de hablar de ella no será inútil decir con brevedad algo de su figura, aspecto, trajes y costumbres, como también de sus trabajos civiles y militares.

XLV. Se afirma que César era de estatura elevada, blanco de tez, bien conformado de miembros, cara redonda, ojos negros y vivos, temperamento robusto, aunque en sus últimos tiempos le acometían repentinos desmayos y terrores nocturnos que le turbaban el sueño. Experimentó también dos veces ataques de epilepsia, mientras desempeñaba sus cargos públicos. Concedía mucha importancia al cuidado de su cuerpo, y no contento con que le cortasen el pelo y afeitasen con frecuencia, hacíase arrancar el vello, por lo que fue censurado, y no soportaba con paciencia la calvicie, que le expuso mas de una vez a las burlas de sus enemigos. Por este motivo, atraíase sobre la frente el escaso cabello de la parte posterior; y también por lo mismo, de cuantos honores le fueron concedidos por el pueblo y el Senado, ninguno le fue tan grato como el de llevar constantemente una corona de laurel. Era también cuidadoso de su traje; usaba lacticlavia guarnecida de franjas que le llegaban hasta las manos, poniéndose siempre sobre esta prenda un cinturón muy flojo. Esta costumbre hacia exclamar frecuentemente a Sila, dirigiéndose a los nobles: Desconfiad de ese joven tan mal ceñido.

XLVI. Habitó al principio una modesta casa en la Subura, pero cuando le nombraron pontífice máximo, se instaló en un edificio del Estado en la Vía Sacra. Aseguran muchos que tuvo grandísima afición al lujo y magnificencia; había hecho construir en Aricia una casa de campo, cuya edificación y ornamento le había invertido sumas considerables, y dícese que ordenó demolerla, porque no respondía a lo que esperaba, a pesar de que entonces era corta su fortuna y había adquirido muchas deudas. En sus expediciones llevaba pavimentos de madera y de mosaico para sus tiendas.

XLVII. Se asegura que le guió a Bretaña la esperanza de encontrar allí perlas, y que se complacía en compararlas en tamaño y sospesarlas en la mano; que buscaba con increíble avidez las piedras preciosas, esculturas, estatuas y cuadros antiguos; que pagaba a precios exorbitantes los esclavos bellos y hábiles, y que prohibía anotar estos gastos. Tanto le avergonzaban a él mismo.

XLVIII. Mientras gobernó en las provincias mantuvo siempre dos mesas, una para su alta servidumbre y otra para los magistrados romanos y personas más importantes del país. La disciplina doméstica en su casa era severísima, tanto en las cosas pequeñas como en las grandes, y en una ocasión hizo encarcelar a su panadero por haber servido a los convidados pan diferente del que le sirvió a él; a un liberto a quien quería mucho le castigó con pena capital por haber cometido adulterio con la esposa de un caballero romano, a pesar de que nadie había entablado querella contra el.

XLIX. Su íntimo trato con Nicomedes constituye una mancha en su reputación, que le cubre de eterno oprobio y por lo cual tuvo que sufrir los ataques de muchos satíricos. Omito los conocidísimos versos de Calvo Lucinio:Bithinia quicquidet poedicator Cesaris umquam habuit (31 bis)Paso en silencio las acusaciones de Dolabella y Curión, padre; en ellas Dolabella le llama rival de la reina y plancha interior del lecho real, y Curión establo de Nicomedes y prostituta bitiniana. Tampoco me detendré en los edictos de Bíbulo contra su colega, en los que le trata de reina de Bitinia y en los que le censura, a la vez, su antigua afición por un rey y por un reino ahora. M. Bruto refiere que por esta época, un tal Octavio, especie de loco que decía cuanto le venía en boca, dio a Pompeyo, delante de numerosa concurrencia, el título de rey y a César, el de reina. C. Memmio le acusa de haber servido a la mesa de Nicomedes, con los eunucos de este monarca, y de haberle presentado la copa y el vino delante de numerosos convidados, entre los cuales se encontraban muchos comerciantes romanos, cuyos nombres menciona. No satisfecho Cicerón con haber escrito en algunas de sus cartas que César fue llevado a la cámara real por soldados, que se acostó en ella cubierto de púrpura en un lecho de oro, y que en Bitinia aquel descendiente de Venus prostituyó la flor de su edad, le dijo un día en pleno Senado, mientras estaba César defendiendo la causa de Nisa, hija de Nicomedes, y cuando recordaba los favores que debía a este rey: Omite, te lo suplico, todo eso, porque demasiado sabido es lo que de él recibiste y lo que le has dado. Y, finalmente, el día de su triunfo sobre las Galias, los soldados, entre los versos con que acostumbran celebrar la marcha del triunfador, cantaron los conocidísimos:Gallias Caesar subegit, Nicomedes Cesarem.Ecce Caesar nunc triumphat, que subegit Gallias:Nicomedes non triumphat, que subegit Caesarem .

L. Tiénese por cierto que fue muy dado a la incontinencia y que no reparaba en gastos para conseguir tales placeres, habiendo corrompido considerable número de mujeres de familias distinguidas, entre las que se cita a Postumia, esposa de Servio Sulpicio; a Lollia, de Aulo Gabinio; a Tertula, de M. Crasso, como también a Mucia, de Cn. Pompeyo. Pero lo cierto es que los Curiones, padre e hijo, y muchos otros, censuran a Pompeyo haber tomado por esposa, movido por la ambición, repudiando otra que le había dado tres hijos, a la hija de aquel a quien, en sus amargos recuerdos, acostumbraba a llamar nuevo Egisto. Pero a ninguna amó tanto como a la madre de Bruto, Servilia, a la que regaló durante su primer consulado una perla que le había costado seis millones de sestercios, y a la cual en la época de las guerras civiles, además de otras ricas donaciones, hizo adjudicar a bajo precio las propiedades más hermosas que se vendieron entonces en subasta. Ante la extrañeza que manifestaban muchos del bajo precio en que se habían pagado, dijo sarcásticamente Cicerón: Para que comprendáis bien la venta, se ha deducido la Tercia, aludiendo a que se decía que Servilia favorecía el comercio de su hija Tercia con César.

LI. No guardó más respeto en las provincias de su mando al lecho conyugal, a juzgar por los versos que cantaban en coro sus soldados el día de su triunfo sobre las Galias:Urbani, servade uxores, moechum calvum adducimus.Aurum in gallia effutuisti: at hic sumsisti inutuum .

LII. Tuvo también amores con reinas, entre otras con Eunoé, esposa de Bagud, rey de Mauritania, y a la que según refiere Nasón, hizo lo mismo que a su marido, numerosos y ricos presentes; pero a la que más amó fue a Cleopatra, con la que frecuentemente prolongó festines hasta la nueva aurora, y en nave suntuosamente aparejada se hubiera adentrado en ellas desde Egipto a Etiopía si el ejército no se hubiese negado a seguirle. Hízola venir a Roma, dejándola sólo marchar después de haberla colmado de dones y haber consentido en que llevase su nombre el hijo que tuvo de ella. Dijeron algunos escritores griegos que este hijo se parecía a César en el rostro y la apostura M. Antonio aseguró en pleno Senado que César le había reconocido, e invocó el testimonio de C. Mario, C. Oppio y otros amigos de César; Pero C. Oppio refutó el aserto publicando un libro intitulado: No es hijo de César el que Cleopatra dice serlo. Hervio Cinna, tribuno del pueblo, manifestó a muchas personas que tuvo redactada y dispuesta una ley, que César le mandó proponer en su ausencia, por la que se le permitía casarse con cuantas mujeres quisiese para tener hijos. Tan desarregladas eran, en fin, sus costumbres y tan ostensible la infamia de sus adulterios, que Curión padre le llama en un discurso marido de todas las mujeres y mujer de todos los maridos.

LIII. Ni sus propios enemigos niegan que fue hombre sobrio en el uso del vino. Conocida es la frase de Catón: De cuantos han querido derribar la República, solamente César fue sobrio. C. Oppio nos dice que era tan indiferente a la calidad de los manjares, que habiéndole servido un día en convite aceite rancio por fresco, César fue el único que no lo rechazó, y hasta repitió de él para que no se creyese imputaba al anfitrión de descuido o grosería.